– Me alegro por ti. Y también por Laura.
Georgie esperó hasta que su padre se fue para telefonear a Mel Duffy. Los chacales eran criaturas nocturnas y Mel respondió enseguida a su llamada.
– Duffy al habla.
Su voz era somnolienta, pero ella lo despertaría de golpe.
– Mel, soy Georgie York. Tengo una historia para ti.
– ¿Georgie?
– Una gran historia. Acerca de Bram y de mí. Si te interesa, reúnete conmigo en Santa Mónica dentro de una hora. En la entrada de la calle Catorce del cementerio Woodland.
– ¡Por Dios, Georgie, no me hagas esto! ¡Estoy en Italia! En Positano. Diddy celebra una fiesta por todo lo alto en su yate. -Duffy empezó a toser; tos de fumador-. Cogeré el primer vuelo de vuelta. ¡Cielos, aquí ni siquiera son las ocho de la mañana! ¡Además hay otra maldita huelga de trabajadores! Dame tiempo para regresar a Los Ángeles. Prométeme que no hablarás con nadie hasta que llegue.
Georgie podía telefonear a un miembro de la prensa legítima, pero quería contarle su historia a un chacal. Quería contársela a Mel, que era lo bastante ambicioso para explotar las debilidades de cualquiera.
– De acuerdo, el lunes por la noche. A medianoche. Si no estás allí, no te esperaré.
Colgó con el corazón acelerado, hirviendo de cólera. Bram le había quitado lo que ella más quería. Ahora ella le devolvería la moneda. Lo único que lamentaba era tener que esperar cuarenta y ocho horas para cumplir su venganza.
Bram no podía dormir ni comer e iba a matar a Chaz si no dejaba de atosigarlo. A los treinta y tres años, había adoptado una madre de veinte, y no le gustaba. Claro que, aquellos días, no le gustaba nada ni nadie, especialmente él. Al mismo tiempo, una sensación de firme propósito se había apoderado de él.
– Georgie no interpretará a Helene -le dijo a Hank Peters el lunes por la tarde, dos días después de la desagradable escena de Malibú-. No he podido convencerla para que cambie de opinión. Haz lo que quieras al respecto.
Bram no se sorprendió cuando, menos de media hora más tarde, Rory Keene lo llamó a su despacho. Bram avanzó con paso decidido entre su flota de alarmados ayudantes y entró en su oficina sin esperar a que lo anunciaran. Rory estaba sentada detrás de su imponente escritorio de madera y debajo del cuadro de Diebenkorn, desde donde dirigía el mundo.
Bram apartó a un lado una silla metálica en forma de S inclinada hacia atrás.
– Georgie no va a interpretar a Helene. Y tienes razón. He mandado a hacer puñetas mi matrimonio. Pero quiero a mi mujer más de lo que he querido nunca a nadie y, aunque ahora me odie, te agradecería que te mantuvieras al margen mientras intento recuperarla. ¿Entendido?
Transcurrieron varios y prolongados segundos y, a continuación, Rory dejó el bolígrafo sobre el escritorio.
– En tal caso, supongo que nuestra reunión ha terminado.
– Eso diría yo.
Mientras salía de la oficina con paso decidido, a Bram se le ocurrió algo de lo que tenía que hacer. Sólo esperaba que se le ocurriera el resto.
Georgie aparcó el Corolla que había alquilado, delante de un edificio de pisos de dos plantas, un poco al norte de la entrada del cementerio Woodland; lo bastante cerca para ver llegar a Mel y lo bastante lejos para que él no la viera hasta que ella lo decidiera. Era casi medianoche y el tráfico en la calle Catorce era muy escaso. Mientras esperaba sentada en la oscuridad, Georgie lo recordó todo, desde el día que Bram le oyó proponerle matrimonio a Trev a la tarde tormentosa cuando Bram le declaró su eterno amor en la playa.
El dolor que sentía no disminuía. Se lo contaría todo al chacal. La historia de la falsa declaración de amor de Bram ocuparía las portadas de la prensa sensacionalista, y después saldría en la prensa legítima. La reputación que le había costado tanto trabajo recuperar quedaría manchada otra vez. ¡Que intentase volver a hacer de héroe cuando ella hubiera acabado con él! Ella también saldría perjudicada en el proceso, pero ya no le importaba. Estaba más enfadada de lo que había estado nunca, pero también se sentía más libre que nunca. Los días en que había permitido que los titulares de la prensa dirigieran su vida habían quedado atrás. Nada de sonreír a los fotógrafos cuando estaba destrozada. Nada de posar para la prensa para salvaguardar su orgullo. Nada de permitir que su imagen pública le robara el alma.
Un todoterreno negro aparcó más allá de la entrada del cementerio. En cuanto apagó las luces, Georgie se hundió en el asiento y observó por el retrovisor. Duffy salió del coche, encendió un cigarrillo y miró alrededor, pero no se fijó en el Corolla. Las mentiras por fin se acabarían. Le haría tanto daño a Bram como él se lo había hecho a ella. Sería la venganza perfecta.
El chacal encendió otro cigarrillo. Georgie empezó a sudar. Tenía el estómago revuelto. Duffy caminó de un lado a otro. Ya había llegado la hora. Después de aquella noche, ya no habría más engaños, podría vivir honestamente, con la cabeza alta, sabiendo que se había defendido, que no se había convertido en la víctima emocional de otro hombre. Ésta era la mujer en la que se había convertido. Una mujer que asumía el control de su vida y de su venganza.
El chacal tiró el cigarrillo a la alcantarilla y se dirigió a la entrada del cementerio. Georgie no había contado con eso. Ella quería contar su historia bajo la protección de las farolas de la calle. Un chacal en un cementerio desierto era demasiado peligroso, así que, antes de que él pudiera ir más lejos, alargó la mano hacia la manecilla de la puerta. Pero mientras su mano se cerraba sobre el frío metal, algo se quebró en su interior. En aquel preciso momento, se dio cuenta de que el chacal que estaba en el interior del coche era más peligroso que el que se aproximaba a la puerta del cementerio.
El chacal que había en el interior del coche era ella. Aquella mujer furiosa y vengativa.
Apretó la manecilla del coche con fuerza. Bram la había traicionado y merecía ser castigado. Ella necesitaba hacerle daño, destruirlo, traicionarlo como él la había traicionado. Pero ese tipo de acción depredadora no formaba parte de su naturaleza.
Volvió a hundirse en el asiento y contempló quién era, en quién se había convertido. El aire se volvió denso y viciado. A Georgie se le durmió un pie, pero siguió donde estaba. Poco a poco, empezó a comprender cuál era su verdadera naturaleza. Con una claridad nueva y potente, supo que prefería vivir con el peso de su enojo, con el peso de su dolor, que convertirse en una criatura vengativa.
El chacal finalmente salió de las fauces del cementerio con el móvil pegado a la oreja. Fumó otro cigarrillo, volvió a echar una ojeada alrededor y, a continuación, subió a su coche y se marchó.
Georgie condujo sin rumbo fijo, con una sensación de vacío interior. Todavía estaba furiosa, no se sentía en paz, pero ahora sabía con exactitud quién era. Al final, acabó en un sórdido barrio de Lincoln Boulevard, en Santa Mónica, un barrio poblado de salas de masaje y sex-shops. Aparcó delante de un taller de reparaciones que ya había cerrado, sacó del maletero la bolsa que contenía su cámara de vídeo y caminó por la acera. Nunca había estado sola por la noche en un barrio peligroso, pero no se le ocurrió asustarse.
No tardó mucho en encontrar lo que estaba buscando, una adolescente con el pelo decolorado y la mirada apagada. Se acercó a ella con cuidado.
– Me llamo Georgie -dijo con dulzura-, y soy cineasta. ¿Puedo hablar contigo?
Chaz apareció en la casa de la playa dos días más tarde. Georgie llevaba toda la mañana sentada frente al ordenador, mirando sus grabaciones, y ni siquiera se había duchado. En cuanto Aaron abrió la puerta, se desencadenó una pelea.
– ¡Me has seguido! -oyó que exclamaba Aaron-. ¿Ni siquiera soportas conducir hasta el colmado más cercano y me has seguido hasta Malibú?
– Déjame entrar.
– Ni hablar -replicó él-. Vuelve a tu casa.
– No iré a ninguna parte hasta que haya hablado con ella.
– Tendrás que pasar por encima de mí.
– ¡Ja! ¡Como si pudieras detenerme!
Chaz pasó junto a Aaron como una exhalación y pronto encontró la habitación donde Georgie había instalado su equipo. Iba vestida de negro justiciero de la cabeza a los pies.
– ¿Sabes cuál es tu problema? -le dijo sin más-. Que los demás no te importan.
Georgie apenas había dormido y estaba demasiado cansada para manejar aquello.
– Bram no ha dormido en casa las dos noches pasadas. -Chaz siguió atacando-. Está fatal, y todo por tu culpa. No me extrañaría que volviera a tomar drogas. -Como Georgie no respondía, la rabia de Chaz dio paso a la incertidumbre-. Sé que estás enamorada de él, ¿verdad, Aaron? ¿Por qué no regresas con él y ya está? Así todo volvería a estar bien.
– Chaz, deja de darle la lata -dijo Aaron poniéndose detrás de ella.
Georgie nunca se habría imaginado que Aaron se convertiría en su acérrimo guardián. Su pérdida de peso parecía haberle imbuido más confianza en sí mismo. Un martes, cuando el relato de Mel Duffy acerca de la llamada de Georgie salió a la luz, Aaron contraatacó y transmitió una vigorosa negativa pública sin siquiera consultárselo a ella. Georgie le dijo que la historia de Mel era cierta y que no le importaba que la publicara, pero Aaron se negó a escucharla.
Georgie decidió que era más fácil atacar las debilidades de Chaz que pensar en las suyas.
– ¿Sabes qué pasa con la gente que siempre mete las narices en la vida de los demás? Pues que normalmente lo hacen porque no quieren enfrentarse a sus propias frustraciones.
Chaz se puso a la defensiva.
– ¡En mi vida todo está bien!
– Entonces, ¿por qué no estás ahora mismo en una escuela de cocina? Por lo que sé, ni siquiera has dado una hojeada a los libros de texto para sacarte el graduado escolar.
– Chaz está demasiado ocupada para estudiar -dijo Aaron-. Si no, pregúntaselo a ella.
– Creo que tienes miedo de que, si te alejas de la seguridad que te proporciona tu situación actual, acabarás de nuevo en las calles. -En cuanto las palabras salieron de su boca, se dio cuenta de que acababa de traicionar la confianza de Chaz y sintió nauseas-. Lo siento, yo…
Chaz frunció el ceño.
– ¡Vamos, deja de poner esa cara! Aaron ya lo sabe.
¿Ah, sí? Eso Georgie no se lo esperaba.
– Si Chaz no estudia -intervino Aaron-, no tiene que preocuparse por si catea. Tiene miedo.
– Eso es una chorrada.
Georgie se rindió.
– Estoy demasiado cansada para hablar de esto. Vete.
Naturalmente, Chaz no se movió, sino que la miró con desaprobación.
– Tienes pinta de estar perdiendo peso otra vez.
– Ahora mismo, nada me sabe bien.
– Eso ya lo veremos.
Chaz se dirigió a la cocina hecha una furia. Una vez allí, anduvo de un lado a otro con paso decidido, dando portazos con los armarios y abriendo y cerrando la nevera. Al poco rato, volvió con una ensalada y unos suculentos macarrones con queso. La comida casera era reconfortante, pero no tanto como tener a Chaz ocupándose de ella.
Georgie insistió mucho en que Chaz tomara prestado uno de sus bañadores y fuera a la playa.
«A menos que tengas miedo del agua.» Georgie se lo dijo con sorna, como retándola a ponerse el bañador. Sabía que Chaz odiaba enseñar su cuerpo y decidió que aquello sería una especie de terapia. Sintiéndose desafiada, Chaz se puso el bañador y después hurgó entre los trapos de Georgie hasta que encontró un albornoz corto de toalla con el que taparse.
Aaron estaba tumbado en una toalla de playa, leyendo una patética revista de videojuegos. Cuando lo conoció, él ni siquiera se acercaba al agua, pero ahora llevaba puesto un bañador blanco ribeteado de azul marino. Todavía necesitaba perder unos cuantos kilos, así que no estaba semibueno, pero había empezado a hacer ejercicios con pesas y se le notaba. También gastaba dinero en cortes de pelo decentes y en las lentes de contacto.
Chaz se sentó al final de la toalla, de espaldas a Aaron. El albornoz ni siquiera le llegaba a la mitad de los muslos y ella metió las piernas debajo de la tela de algodón lo mejor que pudo.
Aaron dejó a un lado la revista.
– Hace calor. Vamos a bañarnos.
– No me apetece.
– ¿Por qué no? Una vez me dijiste que antes nadabas mucho.
– Sí, pero ahora mismo no me apetece. Eso es todo.
Él se sentó a su lado.
– ¡Eh, que no voy a abalanzarme sobre ti sólo porque vayas en traje de baño!
– Ya lo sé.
– Tienes que superar lo que pasó, Chaz.
Ella jugueteó con la arena con un palo.
– Quizá no quiera superarlo. Quizá quiera asegurarme de que no lo olvido nunca para no volver a caer en lo mismo.
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