Cerró el libro de golpe y el sonido retumbó en el salón, mientras la chica, erguida como una espada, hacía una honda inhalación. Kristian la contemplaba, preguntándose cómo era posible que una persona aprendiese a leer semejantes palabras y mucho menos entender su significado. Llegó a la conclusión de que jamás había conocido a una muchacha más inteligente ni más bella en su vida y hasta le agradó la sensación de cosquilleo en el estómago que le provocaba.

– Me encantará trabajar aquí -dijo con tranquila intensidad, clavando en el muchacho una radiante mirada de ojos azules, desbordante de firmeza.

– Sí, señora -respondió Kristian, porque no se le ocurría ninguna otra cosa-. Le mostraré lo demás y después tendré que volver a los campos.

– ¿Lo demás?

– La parte de afuera. Venga- Dándose la vuelta, la precedió hacia la salida.

– Kristian.

Al oírla, se dio la vuelta.

– Nunca es tarde para empezar a enseñamos mutuamente, ¿verdad?

– No, señorita Brandonberg, creo que no.

– Bueno, entonces empecemos con la regla más antigua: las damas primero.

El rostro del muchacho se tornó del color de las rosas silvestres y metiéndose el pulgar en el bolsillo trasero del pantalón, retrocedió dejándola pasar primero. Mientras salía, Linnea le dijo con amabilidad:

– Gracias, Kristian. Puedes dejar la puerta abierta: dentro de ese salón hay olor a cerrado.

Afuera, le enseñó la bomba y el cobertizo para carbón, ahora vacío y no mayor que un alero que sobresalía de la pared Oeste de la construcción.

los sembrados de trigo ocupaban el terreno de la escuela por el Norte y el Este. Hacia el Oeste había una hilera de altos álamos, detrás de la cual estaban las letrinas de madera, con mamparas enrejadas en la entrada. En el patio de juegos había dos columpios de cuerda colgados de un grueso travesaño de madera y un balancín, también de confección doméstica, con una tabla sin desbastar- Del lado Este del edificio había un tramo llano, cubierto de hierbas que, al parecer, se usaba como campo de pelota. Después de haber explorado todo el patio de la escuela, Linnea alzó la vista hacia la cima de la cúpula y dijo, impulsiva:

– Toquemos la campana, Kristian, sólo para oír cómo suena.

– Yo que usted no lo haría, señorita Brandonberg. Si la tañe, todos los granjeros de los alrededores saltarán a sus vehículos y correrán a auxiliarla.

– Ah, ¿es una señal de auxilio?

– SÍ, señora. Igual que la campana de la iglesia, aunque esta se encuentra a unos cinco kilómetros en la otra dirección. Señaló al Oeste.

Linnea se sintió una chiquilla por haber hecho semejante sugerencia.

– En ese caso, tendré que esperar hasta el lunes. ¿Cuántos alumnos tendré?

– Oh, eso es difícil de calcular. Doce. Tal vez catorce. La mayoría son primos míos.

– Tu vida debe de haber sido muy diferente de la mía, con tanta familia cerca. Todos mis abuelos han muerto y no hay tíos ni tías en esta parte del país, así que somos mis padres, mis dos hermanas y yo, nada más.

– ¿Tiene hermanas? -le preguntó sorprendido.

Se sentía honrado de que le confiase algo tan personal.

– Dos. Una es de tu edad: Carrie. La otra, cuatro años menor. Se llama Pauline, pero está en esa edad en que las niñas a veces tienen ese aspecto rollizo. -Se puso en pose, inflando las mejillas con un gran sorbo de aire hasta que sus labios casi desaparecieron y se movió como si tuviese una gran barriga-. Por eso, la llamamos Pudge*. (* Pudge: gordezuela. (N. de la T.)).


Kristian rió y la muchacha lo imitó. No, él no sabía mucho de los cambios que sufrían las niñas, porque nunca les había prestado atención, salvo para eludirlas.

Hasta ese momento.

La señorita Brandonberg se puso seria y prosiguió:

– A mi hermana no le gusta que le gastemos bromas y creo que a veces exageramos un poco, pero tanto Carne como yo pasamos por la misma etapa y también tuvimos que soportarlas, la que no nos hizo daño.

– Oh, usted jamás era gorda.

– Fue gorda -lo corrigió automáticamente y agregó-: Oh, sí, lo fui. ¡Me alegro de que no me vieras en aquel entonces!

De repente, Kristian advirtió que hacía ya mucho tiempo que estaba allí, haraganeando, perdiendo el tiempo con ella. Echó un vistazo hacia los campos, enganchó los pulgares en los bolsillos traseros y tragó saliva.

– Bueno, si no necesita nada más, yo… tengo que volver para ayudar a papá y al tío John.

Linnea giró sobre sí y le hizo señas de que podía irse.

– Oh, claro, Kristian. Ya puedo arreglármelas perfectamente. Tengo mucho que hacer y estaré atareada. Gracias por traerme y por enseñarme el lugar.

Cuando el chico se fue, volvió adentro y se puso a trabajar, ansiosa. Pasó la mañana barriendo y fregando el suelo, quitando el polvo de los pupitres y lavando las ventanas. Al mediodía, hizo una pausa y se sentó en los escalones de entrada para ocuparse del almuerzo que Nissa la había preparado y puesto en un pequeño bote hecho con latas de melaza.

Mordisqueando un delicioso emparedado hecho con cierta carne misteriosa que hasta entonces no había probado, se relajó al sol soñando con el lunes, con lo estupendo que seria cuando estuviese al frente de su primer grupo de niños. Imaginó que algunos estarían ansiosos y receptivos, otros, tímidos, necesitados de estímulo y otros, atrevidos, a los que tendría que poner límites.

Pensando en eso, recordó a John y a Theodore, tan diferentes entre sí. No estropees el día pensando en Theodore, se regañó. Sin embargo cuando fue hasta la bomba para servirse un trago de agua fría con que bajar el emparedado, sin darse cuenta echó una mirada al Oeste. Hasta donde alcanzaba la vista, los campos pertenecían a ellos dos. Allí, en alguna parte, debían de estar cortando trigo, junto con Kristian.

La tierra era vasta y casi sin árboles. Para algunos resultaría desolada, pero ella, contemplando el claro cielo azul y la llanura inmensa, sólo veía abundancia y belleza.

Su madre solía decir que tenía el don de ver el lado bueno de todo. Quizá tuviese que ver con su imaginación. En los peores momentos, siempre contaba con una vía de escape. Pero últimamente, en total acuerdo con su padre, su madre afirmaba que ya era hora de dejar atrás ese juego infantil. Lo que pasaba era que la fantasía era mágica, la llevaba a sitios que jamás vería de otra manera. Le hacia vivir sensaciones que jamás experimentaría de ningún otro modo. Y la hacía feliz.

Se enjugó el agua fría de los labios con el dorso de la mano y dio un paso de baile a través del patio. Se sentó de un salto en el columpio, haciéndolo moverse, impulsándolo hacia atrás y adelante, deslizándose otra vez en su mundo mágico.

– Bueno, hola, Lawrence. No esperaba volver a verle tan pronto. Lawrence estaba vestido como un dandy, con un elegante sombrero de paja, una camisa a rayas rojas y blancas y bandas rojas en las mancas. Con ese modo de pararse, todo el peso sobre una pierna y una cadera ladeada, solía provocarle un pestañeo agitado.

– He venido a llevarte a merendar al campo.

– Oh, no seas tonto… no puedo ir a retozar contigo por el campo. Tengo que enseñar en la escuela y, además, la ultima vez me metiste en un embrollo que tuve que explicar. Me quedé muy disgustada contigo.

Hizo el mohín más gracioso posible.

Lawrence pasó detrás del columpio y lo detuvo, poniendo las manos en su cintura, como para hacerla bajarse del asiento de madera.

– Conozco un sitio donde nadie nos encontraría -dijo en tono bajo e insinuante.

Linnea se aferró a las cuerdas y rió, provocativa, y su risa flotó a través del prado…

El inspector de escuelas Frederic Dahí guió su coche tirado por un caballo por el sendero de entrada a la Escuela Pública 28 y al hacerlo se topó con el cuadro más subyugante. Una esbelta joven ataviada con una amplia falda gris y blusa blanca se aferraba a la cuerda de un columpio que colgaba de muy alto y lo balanceaba como a una rosquilla, a izquierda y derecha.

Le pareció oír una carcajada que llegaba flotando sobre la hierba, pero, tras un rápido vistazo, comprobó que allí no había nadie más. El columpio se desenredó y la muchacha bajó las rodillas para hacerlo columpiarse, dejando luego caer la cabeza hacia atrás.

Estaba hablando con alguien, pero… ¿con quién?

Frenó al caballo, ató las riendas y se apeó del coche. A medida que se acercaba, comprobó que la muchacha era mayor de lo que había supuesto pues, aún con los brazos levantados, pudo distinguir la forma de los pechos.

– ¡Hola! -saludó en voz alta.

Linnea se irguió de golpe y miró sobre el hombro. ¡Diablos, sorprendida otra vez!

Se bajó de un salto, se alisó las faldas y se ruborizó.

– Estoy buscando al señor Brandonberg.

– Sí, al parecer todos lo buscan, pero tendrá que conformarse conmigo. Yo soy la señorita Brandonberg.

En el semblante del hombre se reflejó la sorpresa pero no el desagrado.

– Y yo soy el inspector Dahí. Cometí el error de no aclarar ese punto en nuestra correspondencia. ¡Esta sí que es una sorpresa agradable!

¡El inspector Dahí! A Linnea le ardió más la cara y empezó a enrollarse las mangas de la blusa.

– Oh, inspector Dahí, lo siento. ¡No me di cuenta de que era usted!

– He venido a traerle provisiones y a cerciorarme de que pueda instalarse sin dificultades.

– Oh, sí, por supuesto. Entre. Yo… -Rió, nerviosa y se señaló la falda un poco manchada-. Estaba limpiando y le pido que disculpe mi aspecto.

"¿Limpiando?", pensó el hombre mirando sobre el hombro, mientras se dirigían al edificio. Sin embargo, volvió a comprobar que no había ninguna otra persona. Dentro, había una escalera apoyada contra la pared y el suelo de madera todavía estaba húmedo. La muchacha giró hacia él, estrujándose las manos y exclamando:

– ¡Me encanta! ¡Es mi primera escuela y estoy entusiasmada! Quisiera darle las gracias por recomendarme al consejo escolar.

– Usted obtuvo su diploma, no me lo agradezca a mí. ¿Está conforme con su alojamiento en la casa de los Westgaard?

– Yo… eh… -No quería darle la impresión de que había empleado a una quejosa-. Sí, está bien. Está bien.

– Muy bien. Tengo la obligación de hacer una inspección anual de la propiedad en esta época, de modo que usted puede seguir trabajando y yo me reuniré con usted en cuanto termine.

Linnea lo vio alejarse, sonriendo al verdadero señor Dahí, que no se parecía en nada al vistoso enamorado que había imaginado. A duras penas medía un metro y medio de altura, era tan redondo como un barril de agua de lluvia y tan perfectamente calvo que parecía tonsurado. El redondel de cabello que le quedaba tenía un intenso color herrumbre, y se le adhería como una guirnalda festiva sobre las orejas.

Cuando el hombre salió, se apoyó un brazo en el estómago, se tapó la boca sonriente con la mano y ahogó unas risas.

Valientes caballeros de brillante armadura, los que usted imagina, señorita Brandonherg. Primero Theodore Westgaard y después, este.

El inspector inspeccionó la parte exterior del edificio, la carbonera y hasta tos retretes y luego entró otra vez para hacer lo mismo con el interior.

Cuando terminó, preguntó:

– ¿Le habló el señor Westgaard del carbón?

– ¿Carbón? -preguntó a su vez, desorientada.

– Desde que la nevisca del 1888 sorprendió a algunas escuelas sin preparar, se dictó una ley por la cual debe haber suficiente leña o carbón a mano "antes de principios de octubre, como para que alcance hasta la primavera.

Linnea no tenía ni idea de esa cuestión.

– Lo siento, no lo sabía- ¿Es el señor Westgaard el que provee el carbón?

– Hasta ahora lo ha hecho siempre por un arreglo que ha concertado con el consejo escolar. Pueden pagarle a quien quieran para que traiga el carbón, pero yo tengo el deber de asegurarme de que quede previsto.

– El señor Westgaard está trabajando en el campo. Usted podría encontrarlo y pedírselo.

El hombre anotó algo en un libro que llevaba y respondió:

– No, no es necesario. Dentro de dos semanas daré otra vuelta y tomaré nota para acordarme de comprobarlo en esa ocasión. Entretanto le agradecería que usted se lo recordase.

En realidad no quería recordarle nada a Theodore Westgaard, pero asintió y le aseguró al señor Dahí que se ocuparía del tema. El inspector le había llevado provisiones: tizas, tinta y un libro de registros flamante. Lo recibió con gesto reverente, acariciando la dura cubierta roja con la mano. Observándola, el inspector adivinó que, tras la muchacha frívola que había sorprendido soñando en el columpio cuando llegó, había una maestra devota.

– Como.sabrá, la escuela funciona desde las nueve de la mañana hasta las cuatro de la tarde, señorita Brandonberg, y entre sus tareas se incluyen encender el fuego para que la casa esté caldeada cuando lleguen los niños, mantenerla siempre limpia, apalear nieve si es necesario y convenirse en parte integrante de la comunidad de la región, al punto de conocer a las familias de los niños que serán sus discípulos. Esto último será lo más fácil: son buenas personas. Honestas, trabajadoras. Creo que tendrán una disposición cooperativa y útil hacia usted. Si alguna vez necesita algo y no puede comunicarse conmigo lo bastante rápido, pídaselo a ellos. Descubrirá que, en este pueblo, a nadie se respeta más que a la maestra.