La casa estaba en silencio y en la cocina en penumbras perduraba la mezcla de olores de la cena con el jabón de lejía hecho en casa cuando Theodore y su hijo sacaron la bañera al patio.

Después de haber volcado el agua, Theodore se quedó un momento mirando el cielo, contemplándolo. Tras un rato, dijo en tono pensativo:

– Kristian.

– ¿Qué?

Repasó con cuidado la palabra antes de pronunciarla tal como lo había hecho ella:

– ¿Tú sabes lo que quiere decir sarcástico?

– No, pa, no lo sé. Le preguntaré a la señorita Brandonberg.

– ¡No! -Exclamó, reaccionando para disimular la ansiedad en la voz-. No, no tiene importancia. No vayas a preguntárselo por mí.

Se quedaron en la oscuridad, oyendo el concierto de los primeros grillos del otoño en medio de la noche, con la bañera ahora liviana en las manos.


La luna estaba en tres cuartos, blanca como leche fresca en el ciclo tachonado de estrellas, proyectando sombras largas y profundas.

– Es linda, ¿eh?-murmuró Kristian.

– ¿Te parece?

– Bueno, seguro que no es ratonil ni menuda, como tú dijiste. Como sea, ¿por qué dijiste eso?

– ¿Yo dije eso?

– Ya lo creo. Pero si ella es ratonil y menuda, Isabelle también y, al parecer, a ti te gusta Isabelle.

Theodore lanzó un resoplido desdeñoso.

– Me parece que deberías mirar mejor a Isabelle, cuando venga con su carreta.

– Bueno, está bien, Isabelle es mucho más, comparada con la señorita Brandonberg, pero, aun así, esta no es pequeña ni ratonil. Para mí está bien.

Theodore miró a su hijo con expresión interrogante, distinguiendo con claridad el perfil juvenil bajo la luz brillante de la luna.

– Será conveniente que no le digas eso, teniendo en cuenta que es tu maestra.

– Sí, creo que tienes razón -dijo Kristian, abatido, bajando la vista hacia la tierra oscura. Se quedó un momento pensativo hasta que, al fin levantando la cara preguntó, más animado-: ¿Quieres saber algo divertido?

– ¿Qué?

– ¡A ella le parecen bonitos los cardos! ¡Dijo que nos llevaría al campo para que los pintáramos!

Theodore refunfuñó y lanzó una carcajada, seguido por Kristian.

– Bueno, es una chica de la ciudad. Ya sabes que no son muy perspicaces con respecto a ciertas cosas.

Sin embargo, más tarde, acostado en la cama grande donde dormía solo desde hacía catorce años, Theodore trató de imaginarse unos cardos en flor y se dio cuenta de que, en realidad, no sabía qué aspecto tenían. Aunque había visto miles y miles a lo largo de sus treinta y cuatro años jamás los había mirado como no fuese con desdén. Resolvió que, la próxima vez, echaría un segundo vistazo.

5

Linnea no estaba preparada para el cambio que observó en Kristian y Theodore el domingo por la mañana. Cuando volvieron de las tareas matinales para tomar el desayuno, estaban como siempre. Pero después Nissa llamó desde los escalones:

– ¡Venid, el coche espera!

Linnea salió corriendo y encontró a padre e hijo ataviados con trajes negros con corbatas, crujientes camisas blancas, sentados uno junto a otro en el asiento delantero del carruaje para cuatro pasajeros.

Se detuvo en sus pasos viendo el sombrero negro de Theodore y el cabello recién peinado de Kristian, todavía húmedo y brillando al sol. Los dos llevaban cuellos muy apretados y daba la impresión de que les cortaban las mandíbulas.

– Pero qué elegantes -dijo, deteniéndose junto al coche.

El rostro de Kristian se iluminó y la mirada lánguida de Theodore se posó sobre el ridículo sombrero alto de la muchacha, para luego bajar hasta los pies, para comprobar que estaba calzada con los zapatos de tacón alto. Les daba seis semanas por esos caminos pedregosos.

Sin embargo, a ninguno de los dos se les ocurrió ayudar a las damas a subir. Cuando Nissa se dispuso a hacerlo sin ayuda, ella la detuvo con la máxima discreción posible.

– Kristian, ¿te molestaría darle una mano a tu abuela para subir?

Esta mañana le duelen un poco las rodillas.

– Mis rodillas están perfecta…

– Vamos, Nissa -la instó Linnea con un leve toque en el brazo ¿Recuerda que dijo que esta mañana tenía la sensación de que se le habían descoyuntado las rodillas? Además, un joven como Kristian tendrá gran placer en demostrar sus buenos modales y ayudar a las damas a subir.

En un tris, el muchacho se había apeado para ayudar, primero a Nissa luego a Linnea, a acomodarse en el asiento trasero, acompañando con una amplia sonrisa. Theodore giró la cabeza para observar, pero no pronunció palabra. Permaneció sentado observando cómo esa muchacha ejercía su astucia con el hijo, que se afanaba por complacerla. Una vez que todos estuvieron sentados, atrapó la mirada de la pequeña señorita, arqueó una ceja con expresión sardónica y luego se volvió y chasqueó la lengua, sacudió las riendas y ordenó sin alzar la voz;

– Eh, vamos, Crib, Toots.

El balancín del coche se puso horizontal y arrancaron al trote.

Si bien el viaje fue placentero, Linnea no pudo menos que asombrarse ante la reticencia que practicaban esas personas en ocasiones en que su propia familia habría estado conversando amablemente. ¡Si el día mismo le hacia burbujear el ánimo! Una brisa suave rizaba la hierba junto al camino y el sol de medía mañana era una caricia dorada. ¡Y la fragancia,.,! pura, limpia, como imaginaba que debía de oler allá arriba, entre las nubes.

Alzó fa vista. Unos copos de merengue flotaban en lo alto, hacia el Norte, pero hacia delante, al oeste, el cielo era de un azul intenso, tan fuerte que aturdía. Contra ese fondo vio recortarse el blanco campanario, mucho antes de que llegaran. Daba la impresión de apoyarse en el hombro derecho de Theodore. El tañido de la campana flotó hacia ellos, llevado por el suave viento otoñal. Sonó otra vez más fuerte y otra vez más apagado y sus reverberaciones aumentaban o disminuían al capricho de! viento. Sonó doce veces, hasta que su canto pareció conducirlos hasta el atrio.

Allí, igual que en la escuela, estaba rodeado de trigales entre los que asomaban los numerosos caballos y carruajes atados a los postes. El atrio estaba lleno de fieles, todos afuera aprovechando los últimos minutos de esa maravillosa mañana. Los hombres estaban reunidos en grupos, con los pulgares metidos en tos bolsillos de los chalecos, hablando del clima y de las cosechas. Las mujeres, con los sombreros balanceándose sobre sus cabezas, hablaban de la elaboración de conservas. Los niños, con las botas recién lustradas ya cubiertas por una capa de polvo, se perseguían alrededor de las faldas de las mujeres, que los regañaban, advirtiéndoles que se ensuciarían los zapatos.

Cuando el coche se detuvo, Linnea ya no tuvo que recordarle a Kristian los buenos modales. Con la mayor presteza ayudó a las dos mujeres, imbuido de un nuevo sentido del orgullo. Pero, cuando caminaron hacia la escalinata de la iglesia, Nissa se apropió del brazo del nieto y Línea tuvo que caminar junto a Theodore. No le tomó el brazo ni él se lo ofreció, pero pasó en medio de la muchedumbre a su lado, obsequiando fugaces sonrisas cuando su mirada se encontraba con las de extraños.

En seguida notó que la gente le abría paso a respetuosa distancia y la observaban dirigirse hacía la entrada. Allí Theodore la presentó al ministro, el reverendo Martin Severt, un individuo parsimonioso y apuesto, de unos treinta y cinco años, y a su esposa, una mujer angulosa, bien vestida, de dientes prominentes y sonrisa presta. Los Severt parecían una pareja encantadora, con sus cálidos apretones de manos y sus bienvenidas sinceras, y ella no pudo menos que dudar si sería cierto lo que Nissa le había contado con respecto a que su hijo era tan travieso.

Dentro John ya los esperaba en su banco. Entraron para sentarse de modo que Linnea terminó situada entre Kristian y su padre- Cuando comenzó el servicio, Kristian iba siguiéndolo con su libro de oraciones, pero Theodore permaneció casi todo el tiempo con los brazos cruzados sobre el pecho, hasta que dio comienzo el himno. A la muchacha la asombró escucharlo cantar con brío, con una voz clara y resonante de barítono, tan nítida como el sonido de un diapasón. Se unió a él con su voz de soprano y aventuró una cautelosa mirada hacia él.

Llegó a la conclusión de que a nadie le resultaba posible parecerlo cuando cantaba un himno. Por primera vez, vio ese rostro como podía ser. Los labios, muy abiertos para el canto, parecían menos duros que de costumbre. La mandíbula, muy baja para poder sostener una nota, había perdido el gesto obstinado. Y los ojos, iluminados por la luz matinal que entraba a raudales por la ventana en arco, chisporroteaban con suavizada expresión. Con los hombros erguidos, tamborileaba con ocho dedos en el respaldo del banco de adelante, uniendo su sólida voz a las de los que los rodeaban.

Theodore echó un vistazo y sorprendió a la joven, que también cantaba, mirándolo. Por un instante fugaz, sus ojos irradiaron la sonrisa que, al parecer, sus labios no podían dibujar. Si bien no cabía duda de que supiera de memoria los versos, era un momento demasiado perfecto para ofrecer la rama de olivo y no se podía dejar pasar la oportunidad. A Linnea le bastó con moverse apenas a la izquierda para levantar el libro de himnos y ofrecerse a compartirlo. Su codo chocó con el brazo de él y una corriente le onduló la piel. Percibió que él hacía una pausa, dubitativo, y luego inclinaba el cuerpo hacia ella. Sujetó con los dedos el otro borde del libro y terminaron el himno junios.

En esos minutos, con sus voces mezclándose y ascendiendo al cielo, la muchacha sintió una aceptación renuente y. cuando terminó el canto, había caído una barrera.

Cuando se apagó el amén, Theodore esperó a que ella iniciara el movimiento de sentarse para luego imitarla- Comenzó el sermón y Línea tuvo que esforzarse para concentrarse en él y no en la fragancia de jabón de lejía y fijador del cabello que le llegaba desde la izquierda.

El servicio concluyó con el anuncio del reverendo Severt:

– Nos complace tener hoy con nosotros a la nueva maestra, la señorita Linnea Brandonberg. Por favor, dediquen un minuto a saludarla, preséntense y hagan que se sienta bienvenida.

Docenas de cabezas giraron hacia ella, que sólo tuvo conciencia de una de ellas, la que estaba junto a ella, a la izquierda. Sabiendo que Theodore la observaba de tan cerca por primera vez, pensó si tendría el sombrero derecho, el cuello en su lugar, el cabello tirante. Pero un instante después la iglesia comenzó a vaciarse y se vio arrastrada hacia afuera, al luminoso día otoñal. Olvidó su apariencia y se concentró en las nuevas caras y los nuevos nombres.

Si bien eran personas bastante comunes, encontró nobleza en esa condición. Los hombres eran corpulentos y fuertes, de manos recias y anchas, todos vestidos con severidad, de negro y blanco. Las mujeres vestían con sencillez, con más preocupación por la comodidad que por la elegancia. A diferencia del suyo, los sombreros eran lisos y bajos y los zapatos, prácticos. Pero, en general, le demostraron un indiscutible respeto. Las mujeres sonreían con timidez, los hombres manoseaban los sombreros y los chicos se ruborizaban cuando eran presentados a "la nueva maestra".

Conoció a todos sus alumnos, pero los que más retuvo en la memoria cuando se alejaron fueron el niño Severt -apuesto como el padre pero con un aire de inquieto nerviosismo- y Francés Westgaard, porque Nissa le había dicho que padecía un leve retraso. Quizá fuese su vocación innata de maestra lo que la hiciera inclinarse por cualquier niño que la necesitara más, lo cierto fue que le bastó un solo vistazo a la niña delgada, pecosa, con una corona de trenzas, para sentirse conmovida por ella.

Caramba, eran tantos los niños de apellido Westgaard que pronto renunció a recordar a qué familia pertenecía cada uno. Con los adultos era un poco más fácil. Ulmer y Lars eran fáciles de distinguir porque se parecían mucho a Theodore, aunque Ulmer, el mayor, estaba perdiendo el cabello y Lars era el de sonrisa más pronta.

Luego venía Clara, enorme en su embarazo, riéndose de algo que le había dicho su marido al oído y con unos ojos que sonreían aun cuando los labios no lo hicieran. Tenía cabellos color café y una piel hermosa, aunque no la clásica belleza de facciones de los hermanos. La nariz era un poco larga y la boca un poco ancha, pero cuando sonreía nadie se fijaba en esas imperfecciones porque Clara poseía algo mucho más duradero: la belleza de la felicidad.

En el mismo instante en que sus miradas se encontraron, Línea supo que esa mujer iba a gustarle. Clara sostuvo con firmeza su mano y una sonrisa cómplice jugueteó en las comisuras de sus labios.

– Así que tú eres la que puso a mi hermano en su lugar. Muy bien. Creo lo que lo necesitaba.