Linnea se sorprendió tanto que no se le ocurrió ninguna respuesta.

– Soy Clara.

– Ssí-los ojos de Linnea se posaron en la redondeada barriga-. Eso supuse.

Clara rió, se acarició el vientre y atrajo hacia ella a su esposo.

– Y este es mi Trigg.

Tal vez fuese el modo en que dijo "mi Trigg" lo que aumentó la simpatía de Linnea hacia ella: en su voz vibraba el orgullo y tenía buenos motivos para ello. Trigg Linder era quizás el hombre más apuesto que ella hubiese visto. Su cabello resplandecía al sol como cobre recién pulido, sus ojos azul cielo tenían esa clase de pestañas que las mujeres suelen envidiar y sus rasgos nórdicos alardeaban de impecable simetría y belleza. Pero lo más notable para ella con respecto a Trigg Linder, lo que más retuvo en la memoria fue que mientras su esposa hablaba él mantenía una mano apoyada en su nuca y daba la impresión de no poder apartar la vista del rostro de su mujer.

– Así que Teddy le hizo pasar malos momentos -comentó Clara.

– Bueno, él, no exactamente…

Clara rió:

– No tienes por qué justificarlo ante mí. Conozco a nuestro Teddy y sé que es capaz de ser un dolor de muelas noruego. Cabeza dura, terco… -Apretó la muñeca de Linnea-. Pero tiene sus momentos. Dale tiempo para adaptarse a ti. Entretanto, si te irrita demasiado, ven a visitarme y deja escapar un poco de vapor en mi casa. Siempre tengo café y le aseguro que la compañía me viene muy bien.

– Bueno, gracias, lo haré.

– ¿Y qué me dices de mamá? ¿Te trata bien?

– Oh sí. Nissa es maravillosa.

– Amo cada uno de sus cabellos rizados, pero a veces me vuelve completamente loca, de modo que, si a veces le da demasiadas órdenes y sientes ganas de atarla y amordazarla, ven a verme. Te contaré de todas las veces en que yo estuve a punto de hacerlo. -Ya estaba yéndose, pero se dio la vuelta y agregó-: Ah, de paso: me encanta tu sombrero.

De golpe, Linnea estalló en carcajadas.

– ¿He dicho algo divertido?

– Te lo diré cuando vaya a tomar café.

Aun estando embarazada. Clara se movía con agilidad y, cuando se fue, era Linnea la que estaba sin aliento. De modo que esa era Clara, la que había estado más cerca de Theodore. La que había conocido a Melinda, Y le había ofrecido su amistad: no tenía la menor duda de que aceptaría la propuesta.


En ese momento apareció Kristian y anunció:

– Pa dice que venga a preguntarle si le falta mucho.

Mirando hacia el otro lado del atrio, Linnea vio que Nissa ya estaba en la carreta y Theodore de pie al lado del coche, con expresión de disgusto, dando pequeñas patadas de impaciencia.

– Oh, ¿estoy retrasándolos?

– Bueno… es por el trigo. Aquí, cuando el tiempo es bueno y el trigo está maduro, trabajamos todos los días de la semana.

– ¡Ah! -Así que había echado leña al fuego de su anfitrión-. Permite que me despida del reverendo Severt.

Saludó con brevedad, pero aun así, mientras se acercaba a la carreta de Theodore vio la irritación en su semblante.

– Lamento haberlo retrasado, Theodore. No sabía que hoy irían a los campos.

– ¿Nunca oyó decir que hay que hacer heno mientras brilla el sol señorita? Súbase aquí y partamos,

Le aferró el codo y la ayudó a subir con un empujón más grosero que si no la hubiese ayudado en absoluto. Dolida por ese cambio tan brusco tras la cercanía que había sentido en la iglesia, Linnea hizo el viaje de regreso en un estado de confusión.

En cuanto llegaron, hubo un rápido revuelo cuando se cambiaron de ropa. Linnea estaba en su cuarto quitándose el alfiler de sombrero cuando recordó lo del carbón. Y, si bien lo último que deseaba era traer el tema a colación e irritarlo todavía más no tenía otra alternativa.

Lo interceptó cuando salía del dormitorio al vestíbulo, con una bata de trabajo recién lavada y planchada y una camisa limpia azul desteñido. Estaba encasquetándose el gastado sombrero de paja cuando se detuvo de golpe al verla. Bajó el brazo con suma lentitud y se quedaron mirándose largo rato.

Linnea recordó cómo habían compartido el libro de himnos en la iglesia y que en esos momentos él parecía… diferente. Abordable. Agradable,

De repente, le resultó difícil hablarle, hasta que por fin recuperó la voz.

– Comprendo lo atareado que debe de estar en esta época del año, pero le prometí al señor Dahí que le hablaría del carbón para la escuela.

– Dahí está convencido de que en mitad de septiembre soplará una nevisca y que él perderá el empleo si la carbonera no está llena. Pero él no tuvo ningún trigo que segar.

– No tiene trigo que segar -lo corrigió.

– ¿Qué?

Las cejas del hombre se unieron.

– Que no tiene… -Se cubrió los labios con los dedos. Oh. Linnea, ¿acaso tu lengua siempre será más rápida que tu cerebro?- Nada. N-nada., le dije que se lo recordaría a usted y eso hice. Lamento haberlo retenido.

¿Qué tenía ese hombre que, a. veces, la ponía tan nerviosa?

– Si Dahí vuelve a fastidiarla con eso, dígale que lo llevaré cuando nieve. Mientras brilla el sol, corto trigo.

Tras lo cual, pasó junto a ella y salió de la casa.

La tarde se extendía interminable ante ella y por eso decidió ir a la escuela. Ahora que ya sabía más de sus alumnos, que podía asignar rostros a los nombres, se sentó y preparó los planes para la primera semana de lecciones, hojeando sus limitados libros de texto. Había un silabario de Worrcesler, un libro de lectura de McGuffey, una Aritmética mental de Ray, Geografía de Monteith y McNally y una Gramática de Clark. Los otros os que había en el anaquel versaban sobre temas variados y, al parecer, han sido donados a lo largo de los años por las familias. La mayoría, como el que había elegido el día que le leyó a Kristian -titulado Economía de la Nueva Era-, eran demasiado avanzados para ser de mucha utilidad para sus alumnos, sobre todo los más pequeños.

Pero había algo para lo cual los niños nunca eran demasiado jóvenes: los buenos modales en la mesa. ¡Para enseñárselos no necesitaba ningún libro! Y estaba en uno de los primeros lugares de su lista de prioridades.

Cuando terminó con los planes de las lecciones, desplegó la bandera Norteamericana y la colgó en su soporte en el frente, escribió en la pizarra El Juramento de Fidelidad, y su nombre en grandes letras de imprenta: señorita brandonberg. Retrocedió y lo contempló sonriendo, satisfecha, sacudiéndose la tiza de los dedos, casi aturdida ante la idea de hacer sonar la campana a las nueve de la mañana siguiente y de llamar al orden a su primer grupo de alumnos.

Era la mitad de la larde y no tenía ningún deseo de irse del edificio de la escuela. Impulsada por una súbita inspiración, se sentó y se dispuso a dibujar una serie de grandes tárjelas alfabéticas para aumentar el material disponible y, en cada una, una figura que representase la letra. En la A dibujó una ardilla. En la B una bandera. En la C un caballo. Como le gustaba dibujar, no escatimó tiempo a la tarea, pensando escrupulosamente en qué símbolo representaría a cada letra. En el esfuerzo por dibujar elementos que los niños pudiesen conocer, hizo un hada para la H que por falta de experiencia no le salió muy bien, aunque puso buena voluntad… en la M un matorral de los que abundaban por la región y en la S un campesino segando. Con una sonrisa, decidió cambiar el de la C por un cardo…

Cuando se disponía a hacerlo, advirtió que necesitaba ver la planta captarla con precisión. Anduvo por e] camino sintiendo el sol sobre la cabeza, dejándose llevar por ensoñaciones vagas; los chopos cimbraban en la suave brisa vespertina. Al ver un brillante guijarro de color ámbar en mitad del camino, se acuclilló, lo puso en la palma y se quedó así largo rato, con el mentón sobre las rodillas, disfrutando la tibieza de la piedra, detectando su tersura y su peso. En algunos sitios brillaba y en el centro se veía una raya traslúcida que le recordó el color de los ojos de Theodore. Cerró los suyos y recordó el contacto de su brazo en la iglesia, la desusada sensación de unidad que percibió cuando cantaban juntos. Hasta entonces, nunca había estado en un servicio religioso con un hombre.

Frotó la piedra con el pulgar, se la metió en la boca gustando su tibieza y su carácter terreno, la escupió en su mano y observó la franja marrón, ahora mojada, brillante, el color intensificado, más similar a la de los ojos de Theodore.

Sonrió, sonadora, todavía acuclillada en medio del camino.

– Lawrence -murmuró en voz, alta-, no te rías: tanto tiempo hace que te conozco y nunca había notado e! color de tus ojos.

Se levantó, oprimiendo la piedra en la mano. Miró a Lawrence a los ojos:

– Oh -notó, decepcionada-, son verdes. -Adoptó una expresión animosa-. Oh, bueno. Vamos… -lo Tomó de la mano-, te enseñaré los cardos.

Encontró uno en una zanja, no tejos del camino. Crecía en forma de bola. En invierno, rodaba por la pradera empujado por el viento y se quedaba atrapado en cercas de alambre de púas, provocando grandes amontonamientos alrededor. Al llegar la primavera, había que desengancharlos a mano. Pero, en el presente, a comienzos del otoño, era una esfera perfecta de diminutas florecillas verdes. Un par de moscas verde azuladas zumbaban alrededor y un gordo abejorro fue a libar de las flores.

Linnea se apoyó el cuaderno de dibujo en la cintura y empezó a dibujar.

Dime, Lawrence, ¿no crees que es bonita esa planta? Mira cómo bebe la abeja de ella.

Al llegar a la cima de una pequeña loma de tierra en el trigal, al Noreste de la escuela, Theodore alzó la vista hacia el pequeño edificio que se veía a lo lejos. Desde ahí no parecía más grande que una casa de muñecas, pero mientras los caballos avanzaban por la suave cuesta, distinguió el cobertizo del carbón, los columpios, la campana, a la que el sol arrancaba destellos. Percibió un movimiento y notó una figura a cierta distancia de la escuela, parada junto a una zanja que estaba cerca de la esquina mas alejaba del campo. Sin advertirlo, estiró la espalda y levantó los codos de las rodillas. Bajo el ala del sombrero los ojos castaños se suavizaron y una breve sonrisa le curvó los labios.

¿Qué estaría haciendo ahí la pequeña señorita? Con las hierbas hasta las rodillas, sostenía en las manos algo que no alcanzaba a ver. Qué chiquilla, haraganeando junto a la zanja, como si no tuviese nada mejor que hacer. Dejó escapar una risa silenciosa, indulgente.

Supo de inmediato que ella lo miraba. Se irguió, alerta, y levantó lo que tenía en la mano para hacerse sombra en los ojos. Una extraña euforia lo recorrió cuando la muchacha alzó los brazos y los agitó trazando amplios arcos y saltando varias veces.

Sacudió un poco la cabeza y sonrió, al tiempo que reanudaba la tarea, los codos en las rodillas, sin dejar de contemplarla.

"Qué chiquilla", pensó. "Qué chiquilla."

Linnea vio las tres hojas de hoz que atravesaban el campo en dirección a ella, pero estaban demasiado lejos para distinguir quién conducía. Era un cuadro asombroso y deseó tener la destreza para captarlo en una pintura, con sus intensos amarillos y azules para el trigo y el cielo. De hombres y caballos trascendía cierta magnificencia, tan pequeños contra la majestad de la tierra que se extendía ante ella como un vasto océano ondulante y amarillo. Que fuesen ellos los que lo controlaran y le sacaran provecho no hacía más que aumentar su admiración. Algo le oprimió el corazón con increíble fiereza y se le presentaron con absoluta claridad las palabras de la canción…

Oh, belleza de los cielos vastos

De las olas ambarinas de grano…

¿Cómo era posible que estuviese desarrollándose una guerra, si ante sí sólo se extendían munificencia y belleza? Y se decía que la guerra se libraba precisamente para preservar lo que estaba contemplando. Pensó en la bandera que acababa de colgar y en las palabras que había escrito en la Pizarra. Contempló a los tres hombres que guiaban a los animales a través de un espeso trigal. Hizo una profunda inspiración y saltó tres veces, de Puro entusiasmo. Y saludó con los brazos.

Uno de ellos le devolvió el saludo.

6

Linnea durmió en estado de excitación. Al despertarse, en su primera mañana de escuela, oyó cantar al gallo en un duermevela. El alba que asomaba por la pequeña ventana prometía un día claro. Abajo Nissa hacía ruidos en la cocina- Saltó ágilmente de la cama, impaciente por empezar, al fin, con lo más importante.

Se peinó con gran cuidado, trazando una raya en el medio y formando un moño que empezaba detrás de las orejas y seguía el contorno de la nuca dibujando una media luna. Se puso la nueva falda verde, la blusa escocesa que hacía juego, abotonándola hasta el cuello, estirando luego las finas cintas de la cintura para atarlas atrás formando un lazo: al terminar, se puso de puntillas para controlar los resultados en el espejo.