De niño, trabajando para su padre, a menudo dormitaba al ritmo parejo de los caballos. Cuando era un adolescente que maduraba, había soñado al compás del roce de la tierra contra la hoja del arado. Como marido desilusionado, se angustiaba oyendo el rumor de las semillas cayendo por el tubo de grano. Y, como padre novato, abandonado con un hijo de un año, rumiaba su ira desde el mismo lugar.
Durante años, la vista seguía siendo la misma: caballos, cosecha. Horizonte.
Se había comunicado casi exclusivamente con la tierra y los animales durante tanto tiempo que se volvió introspectivo y hosco y había olvidado casi cómo comunicarse con los seres humanos- Claro que estaban Nissa, John, e incluso Kristian, pero ellos, igual que él, sólo gozaban de su propia compañía, en general.
Sin embargo, esta pequeña señorita era algo especial: siempre parloteando, burbujeante. No cabía duda de que no sabía cerrar la boca. El tipo que se casara con ella debería estar preparado para una buena dosis de atrevimiento. ¿Por qué lo enfurecía tanto? ¿Por qué lo hacía aflojar la lengua? Lo hacía pensar en tonterías como las flores de los cardos y en significado de palabras raras.
Sonrió imaginando la sorpresa de la muchacha cuando Kristian no se presentara en la escuela. Sí, sin duda le arrojaría las palabras en la primera ocasión que tuviese. Bueno, que rabiara, Kristian ya estaba inquieto y echaba miradas hacia la escuela cada vez que llegaba a la cima de la colina. Theodore no estaba ciego: hasta un tonto se habría dado cuenta de que el muchacho estaba enamorado de la maestra y que, en cuanto tuviese ocasión, soltaría las riendas y correría a practicar su ortografía. Amor de cachorro. Esbozó una sonrisa torcida, que se le borró poco después al recordar que él no era mucho mayor que Kristian cuando tuvo ese fatal tropezón en la ciudad y conoció a Melinda.
Melinda.
Vestida de amarillo claro, el cabello negro formando un nudo, los ojos verdes relampagueando, aprobadores. Desde el momento en que la había visto en ese vagón, no pudo apartar la vista de ella. Se removió inquieto y pasó las riendas a la otra mano. ¿Qué diantre se había adueñado de él para ponerse a pensar en Melinda?
Melinda era cosa del pasado y, cuanto menos pensara en ella, mejor?. Hacía años que lo sabía. Se acomodó mejor en el asiento de hierro y entrecerró los ojos cuando enfiló hacia el Oeste. Hora de ordeñar. Haciendo flexiones y giros, se masajeó la nuca y pensó en lo grato que sería bajarse del vehículo a estirar las piernas. Sacó el reloj de la pechera de la bata de trabajo, miró la hora y lo guardó de nuevo. Ah, ma debía de tener preparados unos emparedados y una taza de café caliente. Hizo señas a los otros, se acercó al linde del campo y soltó a los caballos del arado. Y, mientras guiaba a la yunta hacia el molino de la familia para recibir el merecido refrigerio, se preguntó si la pequeña señorita ya habría vuelto de la escuela.
Ella estaba de pie junto a la torre, esperando para saltarle encima, con los brazos en jarras, cuando Theodore y Kristian entraron en el patio a pie, detrás de los caballos.
Theodore la observó bajo el ala del sombrero de paja, pero no dio señales de haber advertido su presencia. Gritó:
– Frenen, ustedes -cuando los caballos apresuraron el paso al ver el tanque de agua.
Adrede, condujo a Crib y a Toots muy cerca de la muchacha, haciendo caso omiso de que ella estaba en su camino.
– ¡Señor Westgaard! -lo abordó, girando para mirar con seriedad los hombros anchos cuando él pasó junto a ella sin pronunciar palabra.
Theodore se acercó lo suficiente para ver las chispas que estallaban en los ojos azules.
– ¿Señorita Brandonberg? -repuso, con deliberada frialdad, mientras ella lo seguía inclinándose adelante, con los puños apretados y pasos furibundos.
– ¡Quiero hablar con usted!
– Hable.
– ¡Hoy su hijo no estaba en la escuela!
Theodore soltó las riendas y se inclinó para soltar los tiros de la grupa.
– Por supuesto que no. Estaba en el campo, conmigo.
– ¡Le rogaría que me dijese qué estaba haciendo allí!
– Lo que cualquier persona físicamente apta hace en esta región. Ayudar con la cosecha.
– ¿Por orden de usted?
Theodore se irguió, en el preciso momento en que Kristian entraba con su pareja de animales, pero tuvo la sensatez de mantener la boca cerrada.
– No hace falta órdenes. El muchacho sabe que se le necesita y con eso basta.
– No hacen falta órdenes -explotó Linnea-. Pero escúchese un poco -Señaló el pecho de Theodore-. Tiene una gramática lamentable, ¿y quiere que su hijo crezca hablando de ese modo? ¡Eso es lo que pasará si no lo deja asistir a la escuela!
Para enfatizar, agitó un dedo bajo la nariz del hombre.
Theodore se sonrojó y su boca se convirtió en una fina raya. ¿Con quién creería que estaba hablando?
– ¿Qué importa cómo hable, siempre que sepa cómo manejar una granja? Eso es lo que hará toda la vida.
– ¿Ah, si? ¿Y él qué opina al respecto? -Con expresión colérica, se volvió a Kristian y luego hacia el padre-. Más bien, ¿tiene algo que decir al respecto? -De repente, se volvió para confrontar directamente al muchacho-: ¿Qué dices, Kristian? ¿Eso es lo que piensas hacer el resto de tu vida?
El muchacho estaba tan sorprendido que no atinó a responder.
– ¡Ya ve! -continuó la joven-. ¡Le ha lavado el cerebro de tal modo que ni siquiera puede pensar por sí mismo!
– ¡Señorita… será mejor que…!
– ¡Cuando se dirige a mí como maestra de su hijo, mi nombre es señorita Brandonberg!
Theodore la miró, ceñudo, enderezó los hombros y repitió:
– Señorita Brandonberg… -Hizo una pausa burlona y continuó- Hay un par de cosas que será mejor aclararle. Aquí vivimos de acuerdo con las estaciones, no por un calendario establecido por algún soberbio y roñoso inspector de escuelas. Tenemos que guardar el trigo y, cuando esté trillado y guardado en los graneros, será el momento de que los muchachos vayan a la escuela. -Levantando un dedo, señaló al horizonte-Aquí no estamos trabajando en el jardín de una solterona, ¿sabe? Lo que está mirando son campos divididos en secciones, no en hectáreas. ¿Cuándo diablos cree usted que podrá usar todas esas palabras elegantes cuando la tierra le pertenezca? A los caballos no les importará cómo hable. -Señaló con el pulgar sobre el hombro a los caballos que abrevaban-. Lo único que les importa es que se les dé de comer, de beber y qué se los ensille como es debido. ¡Vacas, caballos, cerdos y trigo! ¡Eso es lo que importa aquí, y será mejor que no lo olvide antes de empezar a predicar sobre educación!
Irguiéndose, Linnea levantó las manos.
– Entonces ¿para que me contrataron? ¡Si eso es lo único que importa, puede enseñárselo usted! Pensé que mi trabajo consistía en que los, niños fuesen letrados, en prepararlos para el mundo que está más allá de Álamo, North Dakota -terminó, agudizando la voz.
¡Si letrados significaba lo que él creía, la pequeña jovencita lo había puesto otra vez en su lugar y él ya había soportado todo lo que podía de una cachorra dieciséis años menor que él!
– Álamo, North Dakota es su mundo y siempre lo será, de modo que confórmese con tenerlo durante seis meses al año en lugar de ninguno.
Se dio la vuelta, pero Linnea lo azuzó:
– Así que piensa apartarlo de la escuela otra vez en la primavera, en lugar de responderle, Theodore se encaminó hacia el cobertizo.
Indignada, la muchacha corrió tras él y lo aferró del brazo.
– ¡No se atreva a darme la espalda… pedazo de atrabiliario… -Buscando la palabra adecuada, al final le escupió-: ¡Cínico!
Theodore no tenía idea de lo que significaba y eso lo enfureció todavía más
– Fíjese a quién insulta, pequeña señorita.
Liberó su brazo de un tirón.
– ¡Respóndame! -le gritó-. ¿También piensa sacarlo de la escuela para que lo ayude a sembrar?
La mandíbula de Theodore adoptó un gesto terco.
– Seis meses para mí, seis para usted. Es justo, ¿no cierto?
– ¡Para su limitada información, no existe la palabra no cierto, y no estamos hablando de lo que es justo para mí y para usted! Nos referimos a lo que es justo para su hijo. ¿Quiere que sepa escribir y leer correctamente cuando sea mayor?
– Ya sabe lo suficiente para arreglárselas.
– ¡Arreglárselas! -Irritada más allá de los límites, se apretó las sienes y giró de prisa-. ¡Señor, como puede alguien ser tan obcecado!
El enfado de Theodore estalló y se puso de color encamado.
– Si no soy lo bastante inteligente para su gusto, puede buscarse a otro que mantenga un techo sobre su cabeza. Le aseguro que el distrito escolar no me paga lo suficiente para la comida que come y mucho menos para calentar la planta alta.
Theodore se dio la vuelta otra vez y en esta ocasión ella lo dejó irse. Cuando el hombre desapareció dentro del cobertizo, Linnea cobró conciencia de la presencia de Kristian, de pie junto a los caballos, las riendas olvidadas en las manos, con aire avergonzado.
De pronto se dio cuenta de lo que había hecho.
– Kristian, lo siento. No era mi intención que presenciaras esto. Ha sido… ha sido muy incorrecto de mi parte ofender así a tu padre. Por favor, perdóname.
Kristian no sabía a dónde mirar. Fijó la vista en las riendas, luego otra vez en Linnea y después en las correas que recorrían la grupa de Nelly.
– N'importa -farfulló, pasando la mano distraído por el hombro del caballo.
– No importa -lo corrigió la señorita Brandonberg, sin advertirlo. Y añadió-; Sí, importa. No tenía derecho a perder la calma de ese modo, ni a decirle obcecado. -Dirigió una mirada furiosa hacia el cobertizo, apretó los puños y se golpeó los muslos- Lo que sucede es que no sé cómo hacerle comprender la importancia de la educación, puesto que lo único que ve es que a él le ha ido bien sin ella.
– Tiene razón, ¿sabe? -Kristian la miró a los ojos-. No iré a ningún sitio. Aquís donde viviré toda mí vida, seguramente. Amo esta granja.
Esta vez, no se molestó en corregirlo. Desesperada por la inutilidad de sus esfuerzos, lo vio alejarse hacia el cobertizo, desde cuyo costado más alejado llegaba la voz de Theodore gritando;
– Ven, jefe… -mientras juntaba a las vacas para ordeñarlas.
7
Theodore intentó recordar cuándo se había sentido tan enfadado. Mucho tiempo atrás, quizá cuando Melinda los abandonó a él y a su hijo. Entonces, como ahora, se había sentido estúpido, lo que no hizo más que aumentar su cólera. Miles de pensamientos indignados más pugnaban por liberarse, pero tenía mucha práctica en disimular la rabia. Durante la cena ignoró a la señorita Brandonberg: no podía mirarla sin sentir una sofocante sensación de inferioridad. En la mesa volvía a reinar el silencio y… ¡por Dios, así era como debía ser! Ya había soportado lodo lo posible su altiva conversación y no pensaba dirigir una sola palabra cortés a una mocosa de lengua punzante como esa, que no tenía noción del debido respeto a los mayores.
En cuanto terminó la tensa cena, buscó refugio en el lugar que más amaba. Se apartó de la mesa y, sin dirigirle la palabra a nadie, tomó el sombrero del gancho que había detrás de la puerta, encendió la lámpara y caminó hacia el cobertizo en la oscuridad. La noche palpitaba con los chirridos de los grillos, pero él no los oía. La luna estaba casi llena, pero él no la veía. Con la cabeza gacha, el andar automático, atravesó la noche viviente. La puerta del cobertizo chirrió cuando la abrió y ese fue el primer sonido que registró su mente atribulada. Cruzó el establo hacía la puerta de la talabartería y levantó en alto la lámpara. Echó un vistazo a las paredes encaladas donde colgaban los arneses en guirnaldas de grueso cuero, en un orden tan meticuloso como el que observaba una mujer en su despensa.
Ese era su dominio. Ahí tenía el control total. Ahí nadie se reía de él ni lo consideraba estúpido.
Cuando se estiró para colgar la lámpara de un gancho alto su cara pareció de oro, salvo donde daba la sombra del sombrero que oscurecía los ojos hostiles. Dio libre curso a su furia interior, mientras por fuera mantenía la calma, tocando los objetos familiares. Encontró una lata de aceite y volvió para aceitar los goznes de la puerta del cobertizo, casi sin advertir lo que hacía.
Bailoteaban en su mente palabras cuyo significado casi no conocía.
Cínico. Letrado. Sarcástico. Pensando en ellas, se sintió ignorante e impotente. ¿Cuántas veces había deseado poder leer en inglés? Creció oyendo hablar en noruego a su alrededor. Su madre le había enseñado a leer cuando era niño, pero en aquellos días no hacía falta ningún otro idioma en la región. Sin embargo las cosas habían cambiado. Las leyes habían cambiado. En el presente, los niños conocían el idioma de la nueva patria más que el de la antigua y sólo los más viejos se apegaban al de la tierra natal
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