¿Cómo puede alguien ponerse tan obcecado? La sangre se le agolpó de nuevo en la cara al recordar la frase de la maestra. Cerró con violencia la puerta del cobertizo, volvió a la talabartería, dejó con un golpe la lata y arrancó de un tirón una collera de la pared. La enganchó en el brazo de la silla y encontró una aguja gruesa, pero cuando la enhebraba le temblaban las manos. La frustración y la impotencia volvieron, más fuertes que nunca, y tirando la aguja y el hilo cerró los ojos, dejó caer la cabeza y apretó las manos contra el banco de trabajo. Obcecado. Obcecado. Obcecada.

Era verdad. Ella era casi una niña y ya sabía más de todo lo que él conocería en su vida. ¡Aun así, cómo se atrevía a espetárselo en la cara!

Aunque seguían temblándole las manos, se las ingenió para enhebrar la aguja. Se dejó caer en la silla gastada, tomó la collera y la puso en el suelo, entre sus pies. La costura del cuero se había roto, dejando al descubierto una línea de madera ciara en medio. Fijó en ella la vista con aire ausente durante largo ralo y luego, con paciencia, se puso a coser.

No existe una palabra como no ' cierto.

"¿E'cierto?", pensó. Tal vez tuviese razón, pero todos decían no'cierto incluso Kristian, ¡que ya había hecho hasta séptimo grado de la escuela!

– No m'ará sentir de nuevo como un asno -se prometió en voz alta-, porque no l'ablaré y no le daré ocasión.

Sus dedos se inmovilizaron y miró la collera sin verla. La luz de la lámpara caía sobre el sombrero de paja, sobre los hombros caídos y proyectaba sombra sobre las manos y las botas. Afuera los grillos seguían cantando. Dentro todo era silencio. Titubeando, empezó a hablar otra vez en voz alta.

– Ella… no'mará… -Pero se interrumpió, recordó a los maestros del pasado, la manera en que hablaban-. Ella no me hará sentir otra vez como un asno, porque no sabia… porque no pienso darle ocasión.

Se quedó pensando un rato más, levantó la collera, la apoyó sobre las rodillas cruzadas y siguió arreglándola.

– Todavía no s'le secó la leche en los labios -le dijo a la collera y luego se corrigió-: Todavía no… se… le secó… la leche en los labios.

Se le apareció con claridad el rostro de la muchacha, sus cejas arqueadas, sus ojos azules intensos, brillantes, cuando avanzaba hacia él con ardiente indignación, y pronunciaba Álamo, North Dakota, como si fuese la hez de la tierra. La maestra era demasiado buena para Álamo, ¿eh? Igual que Melinda, aunque había que reconocer que nunca se había puesto fastidiosa con eso. ¿Y ahora qué importaba? Ella ya no estaba.

Lo que más lo exasperaba era que la llegada de la maestra le había hecho revivir dolorosos recuerdos de Melinda, los mismos que había logrado mantener sumergidos durante años.

Tendría que haber hecho caso a sus primeros impulsos y haber dado una patada en el bello y pequeño trasero de Linnea Brandonberg cuando tuvo ocasión. Cortó la tralla, colgó de nuevo la collera y dejó la aguja en el lugar asignado. Bueno, si vamos al fondo de la cuestión, n 'importa. La maestra sólo estará aquí un año, como todos los demás.

No volverá.

No podía ignorarla durante un año… ¿no es cierto?

Sin embargo, después de haberse quedado en la talabartería hasta que la melancolía se adueñó de él, descubrió que le resultaba imposible ignorar, incluso, el hecho de que ella estaba en su casa. Caminando por el patio, echó una mirada a la pequeña ventana. Aunque estaba oscuro, aun había luz en la cocina. Se detuvo, enervado ante la idea de toparse con ella en la planta baja. N'irás… no irás a permitir que esa insignificante marisabidilla te haga vacilar cuando se traía de moverte por tu propia casa, ¿no, Teddy? Decidido siguió andando y pasó ante el molino hacia el rectángulo dorado que proyectaba una franja oblicua de color sobre el patio. Pero, cuando vio que todos se habían ido a dormir, exhaló un suspiro de alivio. Habría sido su madre la que dejó la lámpara de petróleo sobre la mesa de la cocina para él.

La llevó al dormitorio, pero se detuvo un momento en la entrada. El cuarto era simple, doméstico, de muebles sólidos, viejos pero bien conservados. Había un locador con espejo, con cajones de frente abombado. Del mismo estilo era el pesado cabecero de la cama y ambos muebles estaban patinados en el tono oscuro del nogal. La cama estaba cubierta con uno de los cobertores hechos a mano por Nissa, con retazos rojos y azules. Las alfombras de ganchillo alegraban las anchas tablas de pino del suelo, que eran del color del café negro. Sobre la única ventana colgaban cortinas fruncidas de encaje del color del café con leche.

Fue hasta el tocador, cuya tapa estaba protegida por un tapete bordado con una orla de ganchillo azul. Fijó la vista en él largo rato antes de apoyar la lámpara y tocar una mariposa azul bordada, recordando las manos finas de una mujer que sujetaban la aguja y el bastidor, cosiendo, cosiendo, intentando olvidar la soledad por medio del bordado.

Paso los dedos por el borde matizado hasta que un hilo se enganchó en un callo y frunció el camino. Traspasado de tristeza, lo arregló y luego, con movimientos lentos, abrió el cajón superior del tocador, buscando entre la ropa la fotografía que no había mirado durante años. Estaba en un marco ovalado de madera, con un cristal convexo y, en contraste con su mano ancha y callosa, parecía ridículamente femenino. El delicado retrato de una bella mujer le sonreía desde una figura en tonos sepia, tan descolorida como había estado ella los dos preciosos años que la tuvo.

Una banda de dolor le oprimió el pecho. Melinda. Ay, Melinda. Creí que te había conquistado.

Dejó el retrato sobre las mariposas y las flores que ella había bordado y la contempló mientras se pasaba los tirantes por los hombros y se desvestía metódicamente. Apartó el cobertor, la áspera sábana blanca, apagó la luz, apiló las almohadas de plumón de ganso una sobre otra y se estiró, con las manos bajo la cabeza. En la oscuridad podía ver el rostro sonriente, que lo atraía como el de ninguna otra mujer antes ni después.

Cerró los ojos, tragó con dificultad, esforzándose por permanecer como estaba, ahuecando las manos bajo la cabeza en lugar de pasarlas por la, parte vacía de la cama. La soledad era algo que solía aceptar con el estoicismo propio de su pueblo y su modo de vida. Pero esa noche se instaló furtiva, haciéndole latir el corazón con un dolor pesado que no podía controlar. Sólo tenía treinta y cuatro años. ¿Había vivido tres cuartos de vida? ¿La mitad? ¿Tendría que vivir otros treinta y cuatro solo en esa gran cama? ¿Regresar del campo al finalizar la jornada para compartir la mesa sin otras personas que su madre, su hijo y su hermano? ¿Y cuando su madre y Kristian ya no estuviesen allí para compartirla, qué? Nadie, salvo John -al que amaba, claro-, que no podía llenar el vacío dejado por Melinda. Eran, raras las ocasiones en que deseaba que hubiese una mujer para reemplazar la. El sentido común le decía que, aunque quisiera, no había ninguna por los alrededores, pues la mitad de las mujeres del condado estaban emparentadas con él y la otra mitad ya estaban casadas o eran lo bastante viejas para ser su madre.

No entendía por qué se había puesto a pensar en mujeres. No entendía por qué lo había aplastado esta tristeza en medio de la temporada de cosecha, que solía colmarlo de plenitud y contento. No entendía muchas cosas, y eso era algo que hacía sentirse estúpido a Teddy Westgaard. Deseó que hubiese alguien con quien pudiera hablar de Melinda, del dolor que ella le había causado hacía tantos años, de lo intenso que podía seguir siendo ese dolor, aunque él lo creyese superado pero ¿con quién podía hablar? ¿Qué hombre aireaba sus sentimientos de esa manera? nadie que él conociera. Ni uno solo de los que conocía.

En su cuarto, en la planta alta, Linnea escuchaba los ruidos que hacía Theodore al entrar y prepararse para la noche. Recordó la helada actitud que había mantenido hacia ella durante la cena y el aislamiento que había sentido al verse tratada así. Le dieron ganas de llorar, sin que comprendiera bien por qué. Theodore estaba equivocado y ella tenía razón. No era motivo suficiente haber tenido un altercado con un mulo cabeza dura como él para ponerse a llorar hasta dormirse.

Decidida, se dio la vuelta hundiendo la cara en la almohada para detener el escozor en los ojos. Todo parecía en vano. Recordó la conversación que había tenido con Nissa inmediatamente después de su encontronazo con Theodore. Estaba convencida de que Nissa iba a ponerse de su lado, pero la anciana no le había dado demasiado ánimo.

– No te dijimos que los muchachos no irían a la escuela porque sabíamos que te indignarías -dijo Nissa-. Y, de todos modos, no harás cambiar a Teddy de opinión. Ha tenido la misma discusión con cada uno de los maestros que vinieron. De hecho, por eso ninguno de ellos vino por segundo año consecutivo. Sería conveniente que te hagas a la idea. Los muchachos no irán a la escuela hasta que haya venido y se haya ido el grupo de la trilla.

– ¿Y cuándo será eso?

– Oh, más o menos a mediados de octubre. En cuanto llegan los peones contratados, las cosas van rápido.

– ¿Peones contratados?

¿De dónde sacarían peones, si ya estaban ocupados todos los hombres y muchachos disponibles. Y, si Theodore podía permitirse contratar gente, ¿por qué no lo hacía ya mismo, cuando beneficiaría a Kristian?

– En cuanto termina la cosecha en Minnesota, esos muchachos vienen aquí y se emplean. Todos los años vienen casi los mismos.

Y así Linnea se quedó sola en la lucha por lograr que los muchachos mayores recibieran los nueve meses de educación que merecían. Kristian ya tenía dieciséis años y sólo había llegado a! octavo grado. ¿Acaso no entendían que no podía completar la tarea de todo un curso en sólo seis breves meses?

Las lágrimas se agolpaban. Las atribuyó a la frustración y a la destrucción de sus expectativas y del día difícil que había tenido, con la clase mermada y los enfrentamientos con Alien Severt y con Theodore. Pero, cuando las lágrimas se convirtieron en sollozos, ya no podía atribuirlas a problemas académicos, a ausencias en la escuela o a Alien Severt, sino a Theodore Westgaard, que entraba en la cocina, se sentaba a la mesa, comía toda su comida y se iba de la casa sin echarle una sola mirada, sin reparar siquiera en su existencia.

Obtuvo el mismo tratamiento durante varios días cada vez que se cruzaban sus caminos. La única vez que le habló fue cuando ella lo obligó, saludándolo primero. Pero jamás levantaba la vista. Y, si ella estaba en una, habitación, él salía lo más rápido posible. El domingo se quedaron uno junto al otro en la iglesia y Linnea advirtió el cuidado que ponía en que su manga no rozara la de ella. A esas alturas, la hostilidad de ese hombre se había convertido en un peso sobre su corazón. Cada vez que la trataba con frialdad, tenía ganas de aferrarle el brazo y rogarle que comprendiese que, en su posición de maestra, no podía adoptar ninguna otra actitud que la adoptada. Quería desnudar el alma y admitir que se sentía profundamente desdichada viviendo con ese helado despego. Quería verlo otra vez amistoso, para que se desvaneciera la tensión en la casa.

Hasta entonces, jamás le había sucedido algo así en la vida. Nunca un amigo se había convertido en enemigo… aunque, en verdad, Theodore nunca fue su amigo. Pero ese rechazo a quemarropa estaba muy lejos de la neutralidad que habían logrado hasta que ella lo calificó de obcecado. Sentarse junto a él y sentir su desprecio marchitaba su corazón.

El reverendo Severt anunció el himno numero 203. Brotó el bramido del órgano, la música inundó el recinto y la congregación se puso de pie. Parecía providencial que sólo hubiese un libro de himnos para cada dos personas. Linnea tomó uno y dio un codazo en el brazo de Theodore. El hombre se endureció. Ella lo espió por debajo de las alas de pájaro de su sombrero y le ofreció una sonrisa insegura. Theodore comprendió que le ofrecía mucho más que compartir un libro de himnos. También cobró conciencia de que estaban en la Casa del Señor… no era lugar para hipocresías. Cuando él tomó un borde del libro, no le manifestó a sabiendas su propósito de engañarla, haciéndole creer que podía leer los versos.

Aunque la antipatía pareció disminuir en la iglesia, durante la cena del domingo no le dijo nada. Comió en silencio y salió de la cocina para ponerse ropa de trabajo. Cuando se disponía a salir vio que Linnea lo miraba fijamente desde el otro lado del cuarto y se detuvo en sus pasos. La muchacha retorció los dedos y abrió los labios, como si se esforzara por hablar.

Él esperó, sintiendo una extraña ingravidez en el estómago, una expectativa que pareció clavársele en el costado del corazón. Los ojos azules eran grandes y temerosos. Dos manchas brillantes de color encendían las mejillas. Pareció que el instante se dilataba hacia la eternidad, pero entonces Linnea bajó las pestañas. Tragó y cerró los labios. Decepcionado, Theodore cruzó la habitación sin pronunciar palabra.