Los Dulces Años

Este libro está dedicado con amor

a todos mis lectores, a los muchos que he conocido

y a los muchos más que no conozco pero, especialmente,

a aquellos cuyas fieles cartas siguen llegándome.

Mi sincero agradecimiento a Arvid Gafkjen

y a Meredifh Sogard Gafkjen,

cuyos recuerdos de Álamo, en Dakota del Norte,

inspiraron este libro.


1

1917


No estaba dormida ni despierta: Linnea Brandonberg se hallaba en un extraño estado de fantasía inducido -esta vez- por el traqueteo rítmico que se transmitía a través del suelo del tren. En posición recatada, con las rodillas juntas, se miraba a menudo los pies para admirar los zapatos más hermosos que hubiese visto, con punteras de cuero brillantes y terso empeine de cabrito negro cubriendo no sólo el pie sino también unos quince centímetros de pantorrilla. Lo asombroso era que no tenían botones ni lazos, sino que se ajustaban por medio de una ancha tira de elástico fuerte que iba desde la mitad de la espinilla hasta debajo del hueso del tobillo, a cada lado. Pero lo más importante era que se trataba de los primeros zapatos de tacón alto que tenía. Sólo sumaban dos centímetros y medio a su estatura, pero muchos más años a su madurez.

Eso esperaba.

Ahí estaría él en la estación, esperando para recibirla: un subyugante inspector de escuela, conduciendo un elegante carruaje Stanhope para dos, tirado por dos relucientes bayos…

– ¿Señorita Brandonberg?

Su voz era rica y cultivada y una sonrisa deslumbrante iluminaba el apuesto rostro. Se quitó el sombrero alto, dejando ver un cabello del color del centeno al atardecer.

– ¿Señor Dahí?

– A sus órdenes. Estamos encantados de tenerla, por fin, con nosotros. ¡Oh, por favor, permítame… yo llevaré esa maleta! -Cuando colocó el equipaje en el baúl del coche, ella advirtió lo bien que ajustaba la chaqueta negra del traje a los hombros bien formados y cuando se volvió pura ayudarla a subir, notó que llevaba un. cuello de celuloide flamante en honor de la ocasión-. Ahora, tenga cuidado.

Tenía unas manos maravillosas, de largos y pálidos dedos, que sujetaron, solícitos, los suyos cuando la ayudó a subir.

– Señorita Brandonberg, a su izquierda verá la ópera, nuestro establecimiento más nuevo, y espero que, a la primera oportunidad, podamos asistir juntos a una función.

Un látigo delgado chasqueó sobre la cabeza de los animales y arrancaron. El codo del hombre chocaba levemente con el suyo.

– ¡Una ópera!-exhaló, con femenina sorpresa, apoyando con delicadeza los dedos sobre el corazón-. ¡No imaginé que hubiese un teatro de ópera!

– Un físico como el suyo sería capaz de avergonzar a las actrices.

– La sonrisa del hombre pareció disminuir la luz del sol. mientras examinaba el traje nuevo de lana que llevaba puesto Linnea, y el primer sombrero de mujer que tenía. – Espero que no me considere atrevido si le digo que tiene un excelente gusto para vestir, señorita Brandonberg…

– ¿Señorita Brandonberg? -La voz de la fantasía se apagó, ahuyentada por la del conductor, que se asomaba por el compartimiento del asiento para tocarle el hombro-. La próxima parada es en Álamo, North Dakota.

La muchacha se irguió y le dedicó una sonrisa – ¡Oh, gracias!

El anciano se tocó la visera de la gorra azul, la saludó con la cabeza y se alejó.

Afuera la pradera ondulaba, vasta y llana. Miró por la ventana y no vio señal alguna de ciudad. El tren aminoró la velocidad, sonó el silbato, se apagó y sólo se oyó el traqueteo de las ruedas sobre los raíles de acero.

El corazón le latió con fuerza, expectante, y esa vez no fue ficción cuando apoyó los dedos. Pronto vería ese lugar que sólo había sido, hasta entonces, un nombre en el mapa; pronto conocería a las personas que se convertirían en parte de su vida cotidiana como alumnos, amigos, quizás hasta confidentes. Cada nuevo rostro con el que se topase sería el de un desconocido y, por centésima vez, deseó conocer a alguien de Álamo, aunque sólo fuese una persona.

No hay nada de qué asustarse. Es sólo el nerviosismo del último momento.

Se pasó una mano por la nuca, controlando el peinado que todavía no tenía habilidad para hacerse. Al parecer, dentro del recogido en forma de medialuna, el postizo se había soltado. Colocó varias horquillas con dedos trémulos, se acomodó el alfiler del sombrero, se alisó la falda y echó un vistazo a los zapatos para conseguir una dosis extra de confianza en el preciso momento en que el tren lanzaba un último bufido y se detenía estremeciéndose.

– Caramba, ¿dónde está el pueblo?

Arrastrando la maleta por el corredor, miró por las ventanas y no vio más que la acostumbrada estación de un pueblo perdido: un edificio de madera con ventanas estrechas a ambos lados de la puerta que daban al andén, cuyo lecho se apoyaba sobre cuatro postes.

Mientras emergía de las polvorientas profundidades del vagón de pasajeros al luminoso sol de otoño, sintiendo el canturreo de los peldaños de metal bajo sus tacones nuevos, examinó otra vez.

Miró a su alrededor, buscando con la vista a alguien que se pareciera a un inspector de escuelas y el descubrir a una única persona, un hombre de pie a la sombra de la galería de la estación, sofocó su decepción. A juzgar por su modo de vestir, no era el que buscaba, aunque podría ser padre de alguno de sus alumnos y por eso le dedicó una sonrisa- Pero el hombre permaneció como estaba, con las manos en la bata de trabajo rayada y con un sombrero de paja manchado de sudor en la cabeza.

Adoptando un aire confiado, cruzó el andén y entró, pero sólo encontró al vendedor de pasajes, que se ocupaba de telegrafiar un mensaje tras su ventanilla enrejada.

– Discúlpeme, señor.

El sujeto se volvió, se levantó el visor de celuloide verde y sonrió:

– ¿Señorita?

– Debo encontrarme aquí con Frederic Dahí. ¿Lo conoce?

– Sé quién es, pero no lo he visto por aquí. Pero siéntese: sin duda, pronto llegará.

El estómago de la muchacha se oprimió. ¿Qué haré ahora?

Como estaba demasiado nerviosa para sentarse, decidió esperar fuera. Se instaló en el lado opuesto de la galería a aquel en que estaba el granjero, dejó la maleta en el suelo y esperó.

Pasaban los minutos y no llegaba nadie. Echó un vistazo al desconocido y lo sorprendió observándola; incómoda, volvió la atención al tren. que bufaba y siseaba, echando chorros de vapor a cada exhalación. Tenía la impresión de que tardaba demasiado tiempo en ponerse en marcha otra vez.

Aventuró otro vistazo al hombre, pero, en cuanto volvió la vista, él fijó la suya en la puerta del tren.

Theodore Westgaard observaba los peldaños del tren, esperando que bajara el nuevo maestro, pero habían pasado ya tres minutos y la única persona que se apeó fue una muchacha delgada que fingía ser grande con los zapatos y el sombrero de la madre. Atrajo su vista por segunda vez, pero cuando la muchacha lo miró de nuevo se sintió incómodo y volvió la atención a la puerta del tren.

"Vamos, Brandonberg, aparezca, que tengo que ocuparme de la cosecha."

Sacó un reloj del bolsillo de la pechera, miró la hora y movió los pies, impacientó. La muchacha lo miró otra vez, pero, en cuanto las miradas se encontraron, se concentró de nuevo en el tren, con las muñecas cruzadas sobre un abrigo que llevaba plegado sobre un brazo.

La examinó con disimulo.

Supuso que tendría unos dieciséis años, que estaba atemorizada de su propia sombra y que pretendía que nadie lo notara. A pesar de ese ridículo sombrero con alas de pájaro y de que todavía tendría que estar luciendo trenzas y zapatos de tacón bajo, era una preciosidad.

Para su sorpresa, nadie más bajó del tren, pero el conductor levantó la escalera portátil, la metió dentro del coche y agitó un brazo en dirección al maquinista. Los acopies empezaron a chirriar a todo lo largo del tren, que, lentamente, gimió volviendo a la vida, dejando un silencio más intenso aún, sólo roto por el zumbar de una mosca sobre la nariz de la chica.

La espantó con la mano y no hizo caso de la presencia de Westgaard, que iba montando en cólera por haber hecho un viaje inútil al pueblo. El hombre se quitó el sombrero, se rascó la cabeza y luego se lo puso otra vez, bajando el ala sobre los ojos y maldiciendo para sus adentros.

Estos tipos de la ciudad… No tienen idea del valor que un cultivador de trigo le da a cada hora de luz diurna en esta época del año.

Irritado, entró pisando con fuerza.

– Cleavon, si ese mozalbete llega en el próximo tren, dígale… oh, diablos, no le diga nada. Tendré que esperarlo.

En Álamo no había establo, ni se disponía de caballos para alquilar. ¿Cómo se trasladaría hasta la granja el nuevo maestro cuando al fin llegara?

Cuando Theodore salió otra vez, la muchacha estaba de cara a él, con los hombros rígidos y una expresión asustada. Las manos seguían aferrando el abrigo y abrió la boca como para hablar, pero la cerró de nuevo, tragó y se dio la vuelta.

Aunque no era propio de él hablar con muchachitas desconocidas, le pareció asustada, pronta a estallar en lágrimas, y se detuvo para preguntarte.

– ¿Alguien tenía que venir a buscarla?

La muchacha se volvió hacia él con gesto casi desesperado.

– SÍ, pero al parecer se ha retrasado.

– Si, sucede lo mismo con el tipo que yo tenía que buscar aquí: se llama L. I. Brandonberg.

– Oh, gracias a Dios -suspiró, recuperando la sonrisa-. Yo soy la señorita Brandonberg.

– ¡Usted! -La sonrisa fue respondida con una expresión ceñuda-. ¡Pero no puede ser! ¡L. I. Brandonberg es un hombre!

– No es un… quiero decir; yo no soy un hombre. -Rió nerviosa y luego, recordando las leyes de la cortesía, le tendió la mano-. Me llamo Linnea Irene Brandonberg y, como puede ver, soy una mujer.

Al oírla, el hombre dio un rápido vistazo al sombrero y al cabello de la muchacha y lanzó un resoplido desdeñoso.

Linnea sintió que se le agolpaba la sangre en la cara, pero mantuvo la mano extendida y preguntó:

– ¿A quién tengo el placer de dirigirme?

Sin aceptar la mano, el hombre respondió con rudeza:

– Mi apellido es Westgaard… ¡y no pienso aceptar a ninguna mujer en mi casa! El consejo de nuestra escuela contrató a un tal L. I. Brandonberg creyendo que era un hombre.

De modo que este era Theodore Westgaard, en cuya casa se alojaría. Desalentada, bajó la mano que el hombre seguía ignorando.

– Lamento que haya tenido esa impresión, señor Westgaard, le aseguro que no era mi intención engañarles,

– ¡Jal! ¡Qué clase de mujer anda por ahí, haciéndose llamar L. I. Brandonberg!

– ¿Existe alguna ley que prohíba a las mujeres usar sus iniciales en la firma legal? -preguntó, rígida.

– ¡No, pero debería existir! Siendo usted una muchachita de ciudad, habrá adivinado que el consejo escolar hubiese preferido a un hombre y se propuso confundirlos.

– ¡Yo no hice nada por el estilo! Firmo siempre,…

Pero el hombre la interrumpió, grosero.

– Enseñar en una escuela de esta zona no es sólo garrapatear números en una pizarra, muchachuela' Hay que caminar más de un kilómetro y medio, encender el fuego y apalear nieve. ¡Y aquí los inviernos son duros! ¡Yo no tendré tiempo de enganchar a los caballos para transportar a una flor de invernadero a la escuela cuando haya treinta grados bajo cero y el viento del Noroeste llegue aullando y trayendo nieve!

– ¡No se lo pediré! -Ya estaba furiosa y su semblante expresaba un intenso desagrado. ¡Cómo se atrevían a mandar a este viejo a recibirla!-. ¡Y no soy ninguna flor de invernadero!

– Ah, ¿no?

La observó, como evaluándola, preguntándose cómo aguantaría una pequeña como esa cuando el viento Noroeste que venía desde Alaska le abofeteara el rostro y la nieve punzara tan fuerte que uno terminara por no distinguir el calor del frío en la frente.

– Diablos. -refunfuñó, fastidiado-; no cambia el hecho de que no quiero a ninguna mujer viviendo en mi casa.

Pronunciaba la palabra mujer con el mismo desdén con que un vaquero hubiese dicho serpiente de cascabel.

– Entonces, me alojaré en casa de cualquier otra persona.

– ¿Y de quién?

– Yo… no lo sé, pero hablaré con el señor Dahí al respecto.

El hombre lanzó otro resoplido desdeñoso y a Linnea le dieron ganas de atizarle unos golpes en la nariz.

– No hay ninguna otra casa disponible. Siempre hemos alojado a los maestros en nuestra casa. Es así… porque somos los que estamos más cerca de la escuela. El único que vive más cerca es mi hermano John y, como es soltero, su casa está fuera de discusión.