Linnea pasó la tarde en su cuarto, corrigiendo papeles y planificando la semana de clases. Abajo, Nissa fue a su habitación a dormir la siesta.
La casa quedó en silencio y el dormitorio del desván se tomó sofocante. Afuera el sol se había ocultado y el cielo tenía un tono gris verdoso, mientras hacia el Norte retumbaban sordamente los truenos.
Inmersa en la desdicha y sintiéndose cada vez más equivocada, su concentración se desvió de la tarea escolar. Al mirar por la ventana, notó el cambio de clima. Por enésima vez sus pensamientos derivaron hacia la discusión con Theodore y el antagonismo que había resultado de ella y que ninguno de los dos parecía capaz de terminar. No tenía con quién hablar y decidió contárselo a Lawrence.
– ¿Te acuerdas de Theodore? Bueno, me temo que él y yo todavía estemos enemistados. ¡Hemos tenido una terrible pelea, y ahora no me habla ni me mira! -Cubierta sólo con la camisa y las enaguas, Linnea se miró en el espejo, apretando una mano contra el pecho, tocando la zona del pulso en la garganta y adoptando una expresión de profunda consternación-. ¿Qué voy a hacer, Lawrence?~-Se interrumpió, agitó los dedos y replicó-: Bueno, supongo que los dos tenemos la culpa. El es un cabeza dura y yo… yo fui muy mala con él. -De repente, arqueó la espalda y alzó la barbilla en gesto defensivo-. Bueno, se lo merecía. Lawrence. ¡Es un mulo empecinado! -Se apartó de un salto, cuidando de no tropezar con la cómoda, esta vez-. Está convencido de que el resto del mundo está equivocado por desear una educación mejor que la suya, mientras que él…
– Se interrumpió de golpe y se volvió otra vez hacia el espejo-. Bueno, sí, yo… yo… -Alzó las manos, disgustada con la terquedad de Lawrence al negarse a echarle la culpa a quien correspondía-. ¿Por eso le dije obcecado? ¿Y qué? -Se acercó a la pila de papeles que había estado corrigiendo y jugueteó con la esquina de uno de ellos, para luego girar con los ojos muy abiertos-. ¿Disculparme? ¡No hablarás en serio! ¡Pero si es él el que tendría que pedirme disculpas!
Al primer retumbo del trueno, Theodore se volvió hacia el borde del campo. Tenía el trasero apoyado sobre metal sólido y en medio de un trigal era un blanco perfecto en una tormenta eléctrica. Una pálida franja amarilla encendió otra vez el horizonte gris y contó los segundos hasta que el trueno llegó a sus oídos.
Miró el reloj. Cuatro en punto y sería el primer día en más de tres semanas que paraban tan temprano. El receso les vendría bien a todos, aunque si caía la lluvia retrasaría el secado del trigo que ya estaba cortado.
Ya en la casa, Theodore dejó que Kristian abrevase a los caballos. Entró en la cocina vacía y fue de inmediato hasta la estufa a ver si había agua caliente. Se detuvo con la tetera en la mano, aguzando el oído. ¿Y ahora, quién demonios podía estar visitándola en su cuarto? Esperó oír otra voz, pero no hubo ninguna. Había pausas y luego los tonos ahogados de la voz de la muchacha. Desde el dormitorio de abajo llegó el suave resoplido de los ronquidos de Nissa y, con expresión intrigada, Theodore fue de puntillas hasta el hueco de la escalera, con la tetera olvidada en la mano.
– No sé qué haría sin ti, Lawrence. Eres… eres el mejor amigo que he tenido jamás. Sé bueno y alcánzame la blusa. De pronto hace frío.
Theodore esperó, pero, tras eso, todo quedó en silencio. Oyó el ruido de los pasos de Linnea y los siguió con la mirada por el techo. ¿Lawrence? ¿Quién diablos sería Lawrence? ¿ Y qué estará haciendo en el cuarto de ella? Inclinó otra vez la cabeza, esperando una voz masculina que respondiese, pero pasaron los minutos y no se oía nada. ¿Qué estarían haciendo con tanto silencio? Vertió agua en la palangana y se frotó más silenciosamente que nunca en su vida, todavía ganado por la curiosidad, escuchando.
Pero poco después llegó Kristian desde el cobertizo, haciendo golpear la puerta mosquitero y despertando a Nissa, que salió un poco tambaleante acomodándose las gafas detrás de tas orejas y comentando lo triste del tiempo.
Theodore se volvió secándose la cara y murmuró:
– ¿Quién está arriba con ella?
Nissa se detuvo.
– ¿Arriba? Nadie.
– ¿Y entonces con quién está hablando?
Nissa prestó atención un momento.
– No'stá hablando con nadie.
– Oh, me pareció oír voces.
Sólo cuando iba camino de la talabartería Theodore se percató de que la madre había dicho no'stá. Metió las manos dentro de la pechera de la bata del trabajo, adquiriendo el aire de un viejo monje sabio y, mientras caminaba, corrigió:
– No está hablando con nadie.
El portazo y la conversación que llegaba desde abajo volvió a Linnea a la realidad. De pronto advirtió lo oscuro que estaba en la calle. Apoyando las manos en el marco de la ventana, espió fuera y vio un parpadeo de luz hacia el Norte. Eso significaba que los hombres habían vuelto temprano y que no saldrían otra vez después del ordeñe.
Se dejó caer en el borde de la cama y unió los dedos, balanceándolos entre las rodillas. Haciendo girar los pulgares, los observó largo rato.
– Será mejor que tengas razón. Lawrence-dijo, levantándose para arreglarse.
No necesitaba preguntar dónde estaría Theodore; de algún modo, lo sabía. Cuando se escabulló hacia el cobertizo, los relámpagos estallaban mas cerca y caían los primeros cuchillos de la lluvia. La puerta exterior se abrió sin ruido. Cuando la cerró tras ella se detuvo, dejando que sus ojos se habituaran a la penumbra. La larga hilera de ventanas, a su izquierda, sólo dejaban pasar una vaga luz, pero bastaba para comprobar que Theodore mantenía el cobertizo tan escrupulosamente ordenado como su pequeño dominio privado en el extremo. La puerta estaba abierta y por ella se vertía la luz anaranjada de la lámpara, que caía sobre el ruedo de su falda.
Vio sólo la mitad de la espalda de Theodore. Al volver de la iglesia se había puesto la bata de trabajo, pero se había dejado puesta la camisa blanca. Se tensaba sobre los hombros, atravesada por los tirantes de rayas, pues estaba inclinado hacia delante en la vieja silla, con los codos apoyados en las rodillas separadas. Tenía algo en la mano y, al parecer, estaba lustrándolo, pues los hombros se sacudían rítmicamente. Se agachó y metió la mano en una lata que tenía entre los pies, mientras Linnea avanzaba de puntillas hasta tenerlo por completo a la vista. Cuando el hombre reanudó la tarea, ella observó el juego de los músculos del brazo, debajo de la manga enrollada. De sus dedos pendía una tira de cuero negro y. mientras trabajaba, la herramienta producía un ruido repetido: ching. El recinto era cerrado, tibio y olía a jabón de monturas, aceite y caballos.
Se le veía a gusto allí, con todo tan ordenado como cuando ella lo había inspeccionado la primera vez. Pero también parecía solitario. Las manos dejaron de moverse, aunque permaneció sentado como antes, como si examinara, distraído, el trapo que tenía en las manos. Linnea contuvo el aliento y se mantuvo inmóvil. Podía oírlo respirar y se preguntó en qué pensaría ahí sentado solo, con la cabeza gacha.
– ¿Theodore?
Saltó en la silla y giró bruscamente para mirarla, empujando la lata y dejando a la silla en equilibrio sobre dos patas. Antes de que se apoyara otra vez en el suelo, Theodore ya se había ruborizado.
– ¿Molesto?
Claro que le molestaba haber estado sentado, pensando en ella, y que de pronto apareciera silenciosamente tras él. Linnea tenía las manos aferradas a la espalda, lo que hacía sobresalir los pechos y, aunque Theodore mantenía la vista en los ojos de ella, captó un parpadeo del reloj de oro que colgaba de la parte más prominente del izquierdo.
– No.
– No quería sobresaltarlo.
– No sabía que está usted ahí.
– Estaba.
Se le escapó antes de que pensara en retenerlo y se mordió el labio por dentro.
– ¿Qué?
– Nada.
Ahora fue ella la que se sonrojó.
Se hizo otra vez un silencio denso, como cuando se habían cruzado en la cocina,
– ¿Puedo pasar?
– Oh, bueno. -Sacudió el trapo con gesto nervioso-. Si, claro. Pero nu'ai… -Removió los pies-. No hay mucho espacio aquí.
La corrección puso tan incómoda a Linnea como a Theodore.
– ¿Basta para uno más? -preguntó la muchacha. Como él no le respondió, entró en el recinto con aire despreocupado, los brazos sobre la cintura, observando la pared engalanada con cuero-. así que este es el sitio donde pasa el tiempo libre.
– Nu'ai… -Intentó pensar en el modo correcto, pero la presencia de ella parecía obnubilarle la mente-. No hay tal cosa en una granja.
– Ah… -Esta vez, Linnea observó los arneses pulcramente colgados, sin hacer caso de su gramática-. ¿Y qué estaba haciendo?
– Lustrando una collera.
– Ah, ¿por qué?
Theodore se quedó mirando la cabeza de Linnea, que estaba ladeada para observar objetos colgados en lo alto. Qué pregunta. ¿Y ella lo consideraba obcecado a él
– Porque si uno no la lustra, el sudor de los caballos la pudriría y si no es eso, los vapores de… los vapores de afuera la pudrirían.
Hizo un gesto con la cabeza hacia la parte principal del establo.
– ¿En serio? -Giró la cara hacía él, con los ojos agrandados-. Jamás lo habría imaginado. Eso es interesante. -Hasta el momento, a Theodore jamás le había parecido interesante sino sólo verdadero-. Claro, usted debe de saber todo lo que hay que saber para llevar adelante una granja.
Avanzó dentro de la habitación, bajo la mirada fascinada de Theodore que no imaginaba para qué habría ido ahí. Se acercó al caballete, rozó el forro de piel de oveja y de pronto cambió de idea.
– i0h, casi lo olvidaba! -Se volvió, sacando una trampa para ratones de atrás de la espalda-. Tengo una visita no deseada en la escuela. Kristian me consiguió la trampa, pero me parece que no fui muy afortunada instalándola. ¿Podría mostrarme cómo se hace?
Theodore miró la trampa, luego a la mujer y, por una fracción de segundo, Linnea creyó que iba a sonreír. Pero no lo hizo. Lo que sí hizo fue pensar, por segunda vez en tres minutos, que para ser una mujer educada también tenía sus momentos de obcecación.
– ¿No sabe cómo colocar una trampa?
La muchacha se encogió de hombros.
– En la tienda siempre lo hacía mi padre, así que nunca tuve que hacerlo hasta ahora. Nissa me puso un poco de queso en la cazuela del almuerzo, pero cada vez que lo intentaba saltaba el resorte y me dio miedo de pillarme un dedo.
– ¿Qué tienda?
– Mi padre tiene un almacén de ramos generales en Fargo. A los ratones les encanta hacer agujeros en los sacos de harina.
El hombre entrecerró un poco los ojos.
– Creí que su padre era abogado.
La muchacha lo miró, muda, atrapada en su propia mentira. Bajó la vista hacia la trampa y, cuando al fin habló, lo hizo en tono contrito:
– Fue un invento. Usted… usted me desconcertó de tal modo que me fue necesario pensar rápidamente en algo, porque tenía… -Alzó la vista con expresión suplicante y la dejó caer otra vez-. Porque tenía miedo de que no me llevara con usted y no sabía qué otra cosa decir para hacerlo cambiar de idea.
De modo que la pequeña correcta no lo era tanto, a fin de cuentas.
Las mejillas de Linnea exhibían manchas brillantes como peonías rojas y concentraba en la trampa como si tuviese miedo de volver a alzar la vista. Observó que tenía las uñas pulcramente cortadas y lustradas y con ellas rascaba el dibujo de tinta en el borde de la madera.
Theodore extendió la ancha palma.
– Démela. Esto de que yo le enseñe algo a usted es una novedad.
Linnea levantó la cabeza y los ojos se encontraron. Para alivio de la muchacha, en los de Theodore halló un atisbo de diversión. Le puso la trampa en la mano y él se estiró para descolgar la lámpara del gancho del techo y llevarla a la mesa de trabajo, dándole la espalda. Sin embargo, habiendo llegado hasta ese punto, Linnea dudaba de acercarse demasiado. ]
Theodore miró sobre el hombro:
– ¿Y, viene?
– Oh… sí.
Estaban lado a lado y a la joven se le ocurrió que jamás había visto manos tan grandes mientras las veía manipular la trampa. Theodore sacó un trozo de cuero para usar en lugar del queso.
– Primero, coloca el cebo, aquí.
– Ya lo sé. No soy tan estúpida.
Theodore miró hacia abajo, ella hacia arriba. Los dos estuvieron a punto de sonreír. Linnea advirtió que se había quitado el cuello de celulosa de la camisa, que estaba abierta en el cuello y que, para ser varón, tenía unas pestañas muy largas. Él notó que en las profundidades de los ojos azules había diminutas motas de color herrumbre, casi tan brillantes como el resplandor de la linterna reflejándose en el reloj de oro que llevaba en el pecho. Tuvieron que esforzarse para concentrarse en la demostración.
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