– Manténgalo aplastado y tire el arco hacia atrás, al otro lado.
– Tirar el arco hacia atrás -repitió Linnea, levantando la vista- ¿A eso se le llama arco?
– ¿Por qué?
Theodore cometió el error de mirarla otra vez a los ojos y la trampa se soltó y saltó a! suelo, cayéndose de la mesa.
Linnea ahogó unas risas, y a Theodore le ardió la cara.
– Eso también puedo hacerlo yo -bromeó la muchacha.
Se agachó a recoger la trampa y se la entregó, con expresión de burlona tolerancia.
Irritado, Theodore la recibió y empezó de nuevo, buscó el cuadrado de cuero, lo puso en su sitio y empujó el arco hacia atrás.
– Ponga la barra de seguridad en su lugar, debajo del pequeño labio…-Retiró con cuidado las manos-. Así. -Con alivio comprobó que esta vez, lo había hecho bien. Tomó un destornillador de una lata con herramientas y tocó la trampa con él-. Ahora, inténtelo usted.
Metió de nuevo el destornillador en la lata y empujó la trampa hacia ella.
– De acuerdo.
Theodore observó las manos de la muchacha que desarrollaban la lección, pensando que, si por accidente la trampa saltaba, podría lastimarla y hasta romper un dedo tan pequeño. Pero se las arregló muy bien, y pronto la trampa estaba colocada sobre el banco de trabajo.
Afuera, la tormenta arreciaba. En el pequeño cuadro de la ventana se reflejaban las caras de los dos contra el fondo del cielo azul oscuro y, de repente, en la talabartería reinó el silencio. La fragancia de cuero, caballos y madera vieja parecía darles cobijo.
– ¿Theodore? -Lo dijo en voz tan queda que podía ser un eco. La lluvia azotaba la ventana, pero dentro estaba iluminado y seco. No tanto como la garganta de Theodore que, de pronto, dejó de funcionar mientras los dos seguían mirando las manos del otro-. En realidad, no he venido a que me enseñe a preparar una trampa para ratones. En el segundo intento va sabía cómo hacerlo. Ha sido sólo una excusa.
El se volvió a miraría, pero sólo se encontró con la raya que dividía el peinado. Con la cabeza baja, Linnea continuó:
– He venido a disculparme.
Theodore siguió sin saber qué decir.
– Creo que lo lastimé mucho el otro día, cuando me burlé de su incorrecta manera de hablar y cuando lo califiqué de obcecado. Lamento mucho haber dicho eso, Theodore.
Al ver que alzaba la barbilla, él se apresuró a apartar la vista para que las miradas no se encontrasen.
– Oh, no importa.
– ¿No? Entonces ¿por qué no me habló ni me miró desde ese momento?
No supo qué responder y clavó la vista en el trozo de cuero colocado en la trampa y, en ese instante, retumbó un terrible trueno que hizo sacudirse al sólido cobertizo. Ninguno de los dos se dio por enterado.
– Para mí ha sido muy duro compartir la mesa con usted, pasar a su lado en la cocina y recibir ese trato helado. Mi familia es muy diferente de la suya. Conversamos, reímos juntos y compartimos cosas. Desde que llegué aquí, echo mucho de menos eso. Durante toda la semana, cada vez que usted se mostraba frío y rígido y me daba la espalda, tenía ganas de llorar porque jamás hasta ahora había tenido un enemigo. Y hoy, en la iglesia, creí… bueno, tenía la esperanza de que usted se suavizara un poco, pero cuando lo pensé un poco más comprendí que, seguramente, estaría hondamente herido y que, si yo quería recuperar su amistad, debía pedirle disculpas, ¿Podría… podría mirarme, por favor? -Los ojos se miraron, los de él, incómodos, los de ella, contritos-. Lo siento. Usted no es obcecado y yo no debí haberlo dicho jamás. Tendría que haber sido más paciente con su gramática. Pero 'soy maestra, Theodore.
Sin aviso previo, le puso una mano en el brazo y adoptó una expresión tierna. Algo extraño pasó en el corazón de Theodore y sintió que ese leve contacto le quemaba la piel. Quiso apartar la mirada y no pudo.
– ¿Sabe lo que significa eso? -Le chispearon los ojos y Theodore pensó, desesperado, si no se echaría a llorar-. Significa que no sólo soy maestra cuando estoy en el aula. No puedo dividirme en dos personas diferentes: una que enseña cuando está a un kilómetro y medio de distancia otra que se olvida por completo de ello cuando vuelve aquí.
Hizo un amplio gesto y, por fortuna, Theodore se vio libre del contacto y de la amenaza de las lágrimas.
– Oh, ya sé que a veces soy impetuosa. Pero es algo automático cuando oigo que la gente habla mal, la corrijo. Cuando entré aquí, lo hice de nuevo sin pensarlo siquiera y vi lo incómodo que lo ponía. -Theodore inició el movimiento de darse la vuelta para recoger el trapo y fingirse atareado, pero Linnea le aferró la manga de la camisa y lo forzó a quedarse donde estaba- Y lo haré otra vez…, y otra vez… antes de haber agotado su paciencia. ¿Lo entiende?
La miró fijamente, sin hablar.
– ¿Qué mal puede haber en ello, si usted sabe que no lo hago para disminuirlo? No existe ninguna regla que diga que sólo debo enseñar a los niños, ¿verdad? -Como no hizo ningún comentario, le retorció la manga impaciente, e insistió-: ¿Verdad?
Esa muchacha era un enigma. Theodore no estaba habituado a lidiar con una persona tan directa, e hizo una pausa muy prolongada, mientras trataba de decidir qué decirle. Entonces Linnea le apartó el brazo, irritada.
– Theodore, se muestra empecinado otra vez. Y ya que tocamos el tema, por cierto que no es un buen ejemplo para su hijo cuando ande enfurruñado por ahí y me retira la palabra. ¿Qué cree que piensa Kristian de un padre que trata así a su maestra? ¡Debería respetarme!
– Lo hago -logró decir, al fin.
– Oh, claro que lo hace. -Puso los brazos en jarras, y movió un hombro-. Hasta ahora, ha tratado de dejarme en manos de los Dahí y congelarme. Pero yo no puedo vivir así. Theodore- No estoy acostumbrada a este tipo de enemistad.
De repente, Theodore admitió algo que jamás hubiese imaginado oírse admitir:
– No sé lo que significa enemistad.
– ¡Ah! -La admisión le llegó directamente al corazón. Se le suavizaron los ojos y dejó de lado la pose beligerante-. Significa hostilidad… que somos enemigos, ¿sabe? No seremos enemigos los próximos nueve meses, ¿verdad? :
Theodore no pudo volver a hablar. Lo único que podía pensar era en lo subyugante que estaba a la luz de la lámpara y cómo se le iluminaban los ojos azules con esas chispas doradas y cuánto le gustaba la curva de la nariz. Linnea sonrió y añadió:
– Porque, si así fuera, mucho antes de eso yo estaría completamente chinada.
¿Qué podía decirle un hombre a un pequeño cohete como esa mujer?
– Usted habla demasiado, ¿sabe?
Linnea rió y, de repente, cruzó la talabartería y se montó en una de las monturas que estaban sobre el caballete. A horcajadas, cruzó las manos sobre el pomo y encorvó los hombros.
– Y usted habla demasiado poco.
– Qué buena pareja hacemos.
– Oh, no sé. Al principio, cuando llegué, nos llevábamos bien. Si prácticamente usted… -esbozó una sonrisa provocativa- estaba extasiado.
Apoyándose en la mesa de trabajo, se cruzó de brazos sobre la pechera de la bala de trabajo.
– ¿Y eso qué significa?
Señalándose la nariz, le ordenó:
– Búsquelo.
En algún lugar de la casa debía de haber un diccionario inglés-noruego. Quizá pudiese deducir el significado, o tropezar con la palabra.
– Sí, tal vez lo haga.
Y tal vez viera si podía encontrar algo acerca de las otras palabras con las que ella lo fastidiaba.
Linnea hizo una profunda inspiración, infló las mejillas y se sopló la frente:
– Uh, me siento mucho mejor.
Dibujó una sonrisa contagiosa, y Theodore se sintió en peligro de devolver la sonrisa.
Con esos modos volubles, la joven dio una palmada a la montura.
– Eh, esto es divertido. Arre. -Espoleó dos veces con los talones-. No he montado muchas veces a caballo en mi vida. Como vivo en la ciudad, no tengo uno propio, y cada vez que viajamos mi padre alquila un coche.
La boca de Theodore se suavizó con un cuarto de sonrisa y se echó atrás, contemplándola, escuchando. ¡Pero esa muchacha era capaz de parlotear sin descanso! Y, a fin de cuentas, en realidad era una niña. Ninguna mujer pasaría la pierna sobre una montura de ese modo mientras visitaba a un hombre en una talabartería y se pondría a hablar de cualquier cosa que le viniese a la mente.
– ¿Sabe, pequeña señorita?, para la montura no's bueno… no es bueno sentar así, cuando no está puesta sobre el caballo.
– Sentarse -lo corrigió.
– Sentarse -repitió él obediente.
Linnea hizo una mueca, se miró las faldas, luego alzó la vista hacia él y su expresión se convirtió en una sonrisa picara.
– Ah, ¿no's bueno? -Sin advertencia, su pie se alzó en el aire y ella aterrizó con un salto-. En ese caso, la próxima vez será mejor que haya un caballo debajo, ¿no le parece? -Tras eso, fue de prisa hacia la puerta, giró y agitando dos dedos, le dijo-: Adiós, Theodore. Ha sido una conversación entretenida.
Lo dejó con la vista clavada en el vano de la puerta, mientras ella corría bajo la lluvia; en su ausencia Theodore se preguntó quién sería Lawrence.
8
A la mañana siguiente, la lluvia se había convenido en una niebla baja que se pegaba a la piel y a la ropa y hacía imposible cortar trigo. Kristian tembló y estornudó dos veces cuando posó los pies al lado de la cama. Hasta el linóleo estaba húmedo. Sobre los calzones largos se puso los abrigados pantalones de lana, una camiseta de manga larga y una camisa de franela gruesa. Cuando abrió la puerta del dormitorio para bajar, Linnea Brandonberg abrió la suya al mismo tiempo.
De repente, la sangre de Kristian perdió el frío. Linnea aún no se había peinado y el cabello le colgaba suelto por la espalda. Tenía ojos de sueño y se sujetaba el cuello de la bata con una mano y la palangana azul con la otra.
– Buenos días -lo saludó.
– Buenos días.
En un instante, la voz del muchacho pasó de tenor a soprano- Avergonzado, advirtió que tenía la camisa abotonada a medias y se dio prisa por terminar de cerrarla.
– Hace frío, ¿eh?
– Y está húmedo, además.
Jamás había visto a ninguna mujer que no fuese la abuela, en bata y descalza. Ver a la maestra con ropa de dormir le produjo una extraña sensación en la garganta y no sabía bien dónde posar la vista.
– Supongo que hoy no podrán salir al campo.
– Ahh, no, ehh, supongo que no.
– Entonces, podrás ir a la escuela.
Kristian se encogió de hombros, ignorando cómo reaccionaría su Padre a eso.
– Un día no servirá de mucho y es probable que mañana salga el sol
– Un día es un día. Piénsalo.
Se volvió y bajó de prisa las escaleras, permitiéndole ver mejor la cascada de cabello que saltaba a cada paso. ¿Qué estaría pasándole últimamente a Kristian? No solía notar cosas tales como los ojos de las chicas, que llevaban puesto o si estaban peinadas o no. Las chicas no eran más que muchachitas fastidiosas, que siempre querían estar con ellos cazando ardillas o nadar en Little Muddy Creek. Si uno se lo permitía, siempre arruinaban los buenos momentos.
Bajó las escaleras tras ella y fingió no ver cuando ella saludaba a Nissa, llenaba la palangana y volvía a la planta alta para darse el baño matinal. Se la imaginó… y sintió como si se le hundiera el pecho.
¡Es la maestra, pedazo de asno! ¡No puedes pensar así de la maestra!
Pero cuando iba al cobertizo a ayudar con el ordeñe de la manada seguía pensando en lo hermosa que estaba en el rellano. Todavía no había amanecido, pero pronto saldría el sol sin hacer ruido. La granja, envuelta en la niebla, olía a los olores que se desprendía de los animales y las plantas. Ganado, cerdos, gallinas, barro y heno… ahí estaba todo eso, entre las húmedas sombras. El aire espeso amortiguaba todos los sonidos, salvo los cloqueos de las gallinas que preludiaban su despertar. Sobre el vertedero del molino se condensaban las gotas, temblaban y luego caían en un charco, con goteo irregular. Tras la alta torre, una fila de ventanas doradas resplandecían acogedoras.
Al abrir la puerta del cobertizo, Kristian estornudó.
Cuando entró, se estremeció entero, feliz de estar a resguardo de la humedad. A esa hora del día, el ambiente del establo era tan grato que podía atenuar el filo del malhumor matinal de un hombre, sobre todo cuando el tiempo era malo. Hasta cuando la nieve o el frío intenso se apretaban contra las ventanas, dentro, bajo las gruesas vigas cubiertas de telarañas con las puertas bien cerradas, nunca hacía frío. Las vacas emanaban un calor que disipaba hasta la humedad más odiosa, hasta la penumbra más opresiva.
Theodore las había hecho entrar. Dóciles, esperaban su turno rumiando rítmicamente su bolo alimenticio y el ruido de la masticación se unía al siseo de las lámparas que colgaban de las toscas vigas. Los gatos del cobertizo -salvajes, indomables- habían optado por no cazar ratones bajo la lluvia y observaban desde una distancia segura, esperando la leche tibia.
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