Kristian tomó el taburete de ordeñar y se instaló entre dos grandes vientres blancos y negros. Cuando se sentó y apoyó la frente contra la vieja Katy se sintió más caldeado aún. Llenó las latas de sardinas, las puso a un lado y jugó el eterno juego de esperar a ver si lograba tentar a los cautelosos gatos para que se acercasen. No lo hicieron. Se mantuvieron en sus lugares con la característica paciencia felina,

– ¿Estás dormido o qué? -le llegó la voz de Theodore desde algún punto de la hilera, acompañada por las pulsaciones líquidas de la leche cayendo en un cubo casi lleno.

Kristian se encogió y advirtió que había estado soñando con la señorita Brandonberg, cuyo cabello tenía el mismo color de caramelo que uno de los gatos.

– Oh… sí, creo que sí.

– No has sacado de Katy más que dos latas de sardina llenas.

– Oh, sí… bueno…

Sintiéndose culpable, se dispuso a trabajar, uniendo su propio ruido de la leche cayendo en el balde. Durante largos minutos sólo se oyó el ritmo… la cadencia continua del choque de la leche contra el metal, de la leche cayendo sobre la leche, de los potentes dientes de las vacas moliendo el forraje, de los alientos de las bestias que calentaban el cobertizo a cada exhalación de sus enormes panzas.

Kristian y Theodore trabajaron en cordial silencio un tiempo, hasta que irrumpió la voz del padre.

– Se me ocurre que podríamos ir a casa de Zahí a buscar carbón.

– ¿Hoy? ¿Con esta llovizna?

– He estado esperando un día lluvioso. No quiero desperdiciar un día de sol.

– Entonces supongo que querrás que enganche el carro.

– En cuanto terminemos el desayuno.

Kristian siguió ordeñando unos minutos, sintiendo los músculos de los antebrazos calientes y tensos- Después de pensar un rato, dijo:

– Pa.

– ¿Qué?

El muchacho apartó la frente del flanco tibio de Katy y sus manos se aquietaron.

– Si tengo la carreta enganchada, ¿no podría llevar a la señorita Brandonberg a la escuela?

En ese momento, las manos de Theodore también dejaron de ordeñar. Recordó que le había advertido a la señorita Brandonberg que él no tendría tiempo para llevarla a la escuela. Evocó la imagen de la muchacha en la montura, como la viera la noche pasada y sintió que le subía cierto calor al cuello. Estaba dispuesto a admitir que, en ese momento, no parecía una flor de invernadero. Parecía… ahhh, parecía…

Al evocar la imagen de Linnea, algo pasó en su corazón. Un hombre de su edad no tenía por qué sentir semejantes cosas por una jovenzuela como ella.

Decidido, Theodore siguió ordeñando.

– Le dije que, cuando viniese aquí, yo no tendría tiempo de transportarla a la escuela cuando el tiempo fuese malo. Tengo tareas para ti.

– ¡Pero cuando llegue allá estará empapada!

– Dile a la abuela que le busque un impermeable.

Kristian apretó los labios y reanudó con vehemencia el ordeño.

"Maldito sea el viejo. No me necesita y él lo sabe. Puedo emplear diez minutos para llevarla a la escuela." Pero sabía que no tenía sentido insistir.

Linnea ya estaba vestida para ir a desayunar cuando oyó los pasos de Kristian que subía los peldaños de dos en dos. En la puerta sonaron dos golpes fuertes y cuando abrió lo encontró en el rellano, sin aliento.

Por segunda vez esa mañana tenía esa expresión que le advirtió a Linnea la conveniencia de mantener la relación muy impersonal.

– Ah, hola. ¿Llego tarde al desayuno?

– No. La abuela está sirviéndolo en este momento- Yo… ehhh. -Se aclaró la voz-. Sólo quería que supiera que yo la hubiese llevado a la escuela si pudiera, pero papá dice que me necesita enseguida después del desayuno. Pero la abuela ha conseguido un impermeable para que se lo ponga. Y también un paraguas.

– Bueno, gracias, Kristian, te lo agradezco.

Le sonrió otra vez, tratando de demostrarte su aprecio sin darle alas.

– Bueno, yo… eh… tengo que lavarme. La veré abajo.

Cuando Linnea cerró la puerta, apoyó la espalda en ella y soltó un enorme suspiro. Dios, este era un problema que no había previsto. Por el amor de Dios, Kristian era su alumno. Si la atracción del muchacho hacia ella seguía aumentando, ¿cómo lo manejaría? Si bien era un muchachito dulce y atractivo, a fin de cuentas no era más que un niño, y todo lo que podía ofrecerle era la misma simpatía que a los demás alumnos.

Aun así no pudo evitar conmoverse ante la galantería flamante del muchacho, su evidente nerviosismo y el hecho de que hubiese pedido permiso para llevarla a la escuela. Tampoco podía evitar resentirse por la negación de ese permiso.

Unos minutos después, en el desayuno, observó con disimulo a Theodore- Tenía la esperanza de que la rudeza de la noche pasada hubiese sido la última, pero al parecer no era así. Bueno, si uno podía ser grosero, dos también.

– Hoy hay mucha humedad para trabajar en el campo. No hay motivo para que Kristian no pueda ir a la escuela.

Theodore dejó de masticar y le clavó una mirada severa, mientras ella seguía untando dulce de frambuesas sobre la tostada con un aire de lo más inocente.

– Kristian n'irá… no irá hoy a la escuela. Tenemos otras cosas que hacer, además de segar trigo.

La muchacha lo miró, severa, y apretó los labios como las cuerdas del cierre de un bolso. Las miradas se encontraron y chocaron durante largos segundos, hasta que ella, sin decir palabra, tiró la tostada sobre los huevos fritos, la servilleta sobre la tostada y se levantó de la silla. Mientras subía furiosa la escalera, hizo todo el ruido que pudo.

Tras ella fueron las miradas atónitas de John, Kristian y Nissa, pero Theodore siguió comiendo los huevos con tocino, imperturbable.

Menos de quince minutos después, Kristian la vio marchar con dificultad por el camino, bajo la llovizna, y volvió a desear poder ir con ella.

Todavía anhelante, colocó los arneses a Cub y a Toots y subió al asiento de la carreta para esperar a su padre en airado silencio. Estornudó dos veces, se encorvó hacia delante y clavó la vista al frente cuando Theodore salió de la casa cubierto con un impermeable de goma negra y el estropeado sombrero de paja. El asiento de la carreta se inclinó cuando subió a él y Kristian volvió a estornudar.

– ¿Has pillado un resfriado, muchacho?

Kristian no quiso contestar. ¡Qué diablos le importaba sí había pillado un resfriado! No le importaba nadie más que él mismo.

Antes de que su padre se sentara, el muchacho lanzó un agudo silbido y restalló las riendas con más fuerza de la necesaria. Los animales salieron disparados, haciendo caer bruscamente a Theodore sentado. Lanzó una mirada a su hijo, pero Kristian, furioso, se bajó más el sombrero sobre los ojos, encorvó los hombros y fijó la vista en las varas.

El día, húmedo y triste, armonizaba con su ánimo. Los caballos caminaban trabajosamente en medio del campo empapado, descolorido, despojado de vida en movimiento. Esos campos ya segados tenían un aspecto melancólico y los tallos recortados parecían mechones de pelo de un perro amarillo viejo. Las espigas que aún no estaban cortadas se inclinaban bajo el peso de la lluvia como las espaldas de ancianos cansados que tuviesen que enfrentarse a otro duro invierno. Cuando Kristian no pudo seguir más en ese silencio pétreo, por fin le espetó sin preámbulos:

– ¡Tendrías que haberme dejado llevarla a la escuela!

Theodore observó a su hijo con cautela y vio el gesto de rebeldía que se manifestaba hasta en el perfil, con los labios apretados de disgusto. ¿Cuándo había aprendido el muchacho a ser tan insistente en su actitud caballeresca hacia la maestra?

– Desde el primer día le dije que aquí no cultivaba flores de invernadero.

Kristian le dirigió al padre una mirada seria.

– ¿Qué tienes contra ella?

– No tengo nada contra ella.

– Bueno, por el demonio, es evidente que no te agrada.

– Será mejor que cuides la lengua, ¿eh, muchacho?

En el semblante del chico apareció una expresión de intolerancia y disgusto.

– Oh, vamos, pa, tengo diecisiete años y si…

– ¡No, tuavíano!

Llevado por la ira, Theodore comprendió que había cometido un error y eso lo irritó más aún.

– Dentro de dos meses los tendré.

– Entonces supones que estará bien soltar una ristra de maldiciones, ¿eh?

– Decir demonio no es, precisamente, soltar una ristra de maldiciones. Además, un hombre tiene derecho de maldecir si está furioso.

– Ah, conque un hombre, ¿eh?

– No me preguntas eso cuando me mandas a hacer un trabajo de hombre.

La verdad de la afirmación irritó más todavía al padre.

– ¿Qué es lo que te tiene tan picado? Y dame las riendas. No’stás… no estás haciéndole ningún bien a las bocas de los caballos.

Le arrebató las riendas de las manos y el muchacho se quedó con la vista fija entre las orejas de los animales. La humedad se condensaba en el ala curvada del sombrero y le goteaba sobre la nariz.

– Nunca me lo preguntaste, pa. Nunca me diste la posibilidad de decidir si iba o no a la escuela. Quizás es ahí donde querría estar en este momento.

Theodore lo había visto venir y decidió afrontarlo.

– ¿Para estudiar?

– Claro que para estudiar. ¿Para qué otra cosa, si no?

– Dímelo tú. -Kristian echó un agudo vistazo a su padre, luego fijó la vista en el brumoso horizonte y tragó con esfuerzo. Theodore lo observó y evocó claramente los dolores del crecimiento. Obligándose a mantener la voz serena, preguntó sin rencor-: Sientes algo por la maestra ¿no es así, muchacho?

Sorprendido, Kristian le lanzó otra mirada, se encogió de hombros y volvió otra vez la vista adelante.

– No lo sé. Puede ser. ¿Qué dirías si fuese así?

– ¿Decir? No puedo decir gran cosa. Sentimientos son sentimientos.

Como esperaba una explosión, la calma de su padre lo sorprendió. Suponiendo que encontraría reticencia en él, el toparse con su aparente buena disposición para hablar lo pilló desprevenido. Pero ellos nunca hablaban… al menos no de cosas como esa. Era difícil encontrar las palabras, en los últimos tiempos Kristian se sentía confundido por muchas cosas.

Su ira disminuyó bastante y gran parte de su confusión juvenil se reflejó en la voz- ¿Cómo puede uno saberlo?

– No sé si puedo contestar eso. Supongo que es diferente para cada persona.

– No puedo dejar de pensar en ella, ¿sabes? Por ejemplo, cuando estoy acostado en la cama, de noche, pienso en algo que ella dijo, en el aspecto que tenía durante la cena y se me ocurren cosas que quisiera hacer por ella.

Theodore comprendió que, si bien estaba enamorado, el sentimiento era bueno y sería mejor pisar el terreno con delicadeza.

– Es dos años mayor que tú.

– Lo sé.

– Y, además, tú maestra.

– ¡Lo sé, lo sé!

Kristian se miró las botas. El agua caía desde el ala del sombrero y la lluvia le mojaba la nuca.

– Ha sido bastante rápido, ¿no? Hace sólo un par de semanas que está aquí.

– ¿Cuánto tiempo llevó en el caso de mí madre y tú?

¿Qué podía contestar? No cabía duda de que si el muchacho hacía esas preguntas era porque estaba creciendo. La verdad era la verdad y él tenía derecho a saberlo.

– No mucho… eso te lo aseguro. La vi allí de pie, en ese tren, junto a su padre, con ese sombrero del color de la manteca y prácticamente ya no volví a mirar a Teddy Rooseveit.

– Entonces ¿por qué no crees que a mí me haya pasado tan rápido?

– Pero no tienes más que dieciséis años, hijo.

– ¿Y tú cuántos años tenías?

Los dos sabían la respuesta: diecisiete. Dos meses después, Kristian tendría, precisamente diecisiete. Llegaría antes de que ninguno de los dos estuviese preparado.

– Pa, ¿cómo era cuando supiste lo que sentías por mi madre?

"Como anoche, cuando miré a la pequeña señorita subida a la montura." Para consternación de Theodore, la respuesta llegó de inmediato y no lo encontró mejor preparado que para la inminente hombría del hijo.

– ¿Cómo era? -La sensación vivía en él, nueva y fresca-. Como un fuerte puñetazo en el estómago.

– ¿Y crees que ella sintió lo mismo?

– No lo sé. Ella decía que si.

– ¿Decía que te amaba?

Un poco avergonzado, Theodore asintió.

– Y entonces ¿por qué no se quedó?

– Lo intentó, hijo, en serio. Sin embargo, desde el principio odió este lugar. Daba la impresión de que estaba todo el tiempo triste, y después de tu nacimiento empeoró. No era que no te amara, te quería. En mitad de la tarde, la encontraba acostada a tu lado, en la cama. Había estado jugueteando con tus pies, hablándote, arrullándote. Pero, por debajo, era pura tristeza, como suele pasarles a las mujeres después del parto. Al parecer nunca se recuperó. Cuando tenías un año, seguía mirando los trigales y decía que ver el trigo ondulando, ondulando, la volvía loca. Decía que no había ningún ruido. -Agitó la cabeza, desconsolado- Ella nunca se esforzó por escuchar. Para ella, ruidos eran los que hacían los tranvías y los coches a motor que traqueteaban sobre las calles adoquinadas, los gritos de los vendedores ambulantes, el martillear de los herreros y el silbato del tren que atravesaba la ciudad. Nunca oía el viento en los álamos, ni las abejas zumbando en los arbustos. -Theodore miró la vasta pradera con los ojos enlomados-. Nunca los oía, en absoluto.