"Odiaba el modo en que se movía el trigo; decía que después de un rato lo odiaba más que viajar en aquel tren, con su padre. Vi cómo se extinguía la chispa en ella, cómo desaparecía la risa y lo supe… -Contempló los riachuelos de lluvia que se deslizaban por el impermeable mojado. -Bueno, supe que yo no era la clase de hombre capaz de devolvérsela. Aquella noche que bailamos y charlamos, en Dickinson, ella me creyó alguien que yo no era. Para ella fue como una especie de cuento de hadas, pero esto era real y nunca logró acostumbrarse.

Kristian estornudó. Sin hablar, Theodore levantó una cadera, sacó un pañuelo y se lo dio. Después que se hubo sonado la nariz, prosiguió:

– No hacía más que contemplar los trigales e iba poniéndose cada vez más triste, más callada y pronto tenía los ojos turbios y… bueno, muy diferentes de como eran el día que la vi por primera vez, en aquel tren. Luego, un día se fue. Sencillamente se fue.

Apoyó los codos en las rodillas y sacudió la cabeza, triste.

– Ah, ese día… Nunca olvidaré ese día- Creo que fue el peor de mi vida. -Apartó el recuerdo y siguió, en tono neutro-. Se fue… pero nunca me convencí de que nos dejaba a nosotros sino a este lugar. Le dolió dejarte. Lo decía en una nota. Dile a Kristian que lo amo, decía. Díselo cuando sea lo bastante mayor.

Aunque Kristian ya lo había oído, el corazón se le ensanchó. Siempre comprendió que su familia sin madre era diferente de las de sus primos y compañeros de clase y. aunque no había conocido el amor maternal, siempre estuvo Nissa. Sin embargo, de golpe echó de menos a la madre que no había conocido. En ese momento, al borde de la virilidad, deseó tenerla para hablar con ella.

– Tú… tú la quisiste, ¿no es cierto, pa?

Theodore suspiró y siguió con la vista fija en las grupas de los animales.

– Oh, claro que la quería -respondió-. Hay ocasiones en que un hombre no puede evitar amar a una mujer, aunque no sea la apropiada.

Siguieron andando en silencio en medio del día lloroso y las últimas palabras de Theodore reverberaron en la mente de los dos. Y, si esas palabras evocaron a Linnea y no a Melinda, ninguno de los dos podía controlarlo.

Por fin llegaron al yacimiento de carbón de Zahí. Theodore detuvo la carreta junto a la balanza y frenó a los caballos con la vieja palabra noruega que, en esa ocasión, por algún motivo era reconfortante.

– Pr-r-r- -ordenó y la onomatopeya se fundió con la lluvia que caía, expresando el ánimo provocado por la historia.

No había nadie. Los rodeaba el olor del carbón húmedo y el gotear del agua. Theodore se volvió hacia el hijo, le apoyó una mano en el hombro y dijo:

– Bueno, estoy de acuerdo en que ella es bonita, lo admito. -De golpe, cambió de talante-. Hemos llegado. ¿Estás dispuesto a cargar ocho toneladas de carbón, muchacho?

Kristian no lo estaba: a cada momento se sentía peor. Los estornudos se sucedían uno tras otro; eso parecía una carrera a ver quién goteaba más rápido, si el sombrero o la nariz.

– Nu'ay mucha alternativa, ¿cierto?

Theodore le reconvino con suavidad:

– La expresión nu'ay no existe, muchacho.

Saltó fuera de la carreta y fue a buscar al viejo Tveit para que la pesara y pudiesen empezar a cargarla.

El extenso terreno que había provocado semejante depresión a Melinda Westgaard, hasta el punto de obligarla a abandonar a su marido, estaba tan lúgubre como ella lo veía en el más melancólico de sus días. La lluvia caía sobre los planos yacimientos de carbón de Zahí y ni un árbol rompía la monotonía del horizonte vacío. En un sentido estético, la naturaleza no había sido muy generosa con Dakota del Norte. Pero, si bien la había despojado de árboles que pudiesen usarse como valioso combustible, en cambio le había dejado algo: carbón. Un yacimiento de más de setenta y dos kilómetros cuadrados de blando lignito, tan accesible que al hombre le bastaba con apartar la fina cubierta de suelo superficial y recoger el combustible con azadones y palas.

Así lo recogieron Theodore y Kristian ese húmedo día de septiembre.

El tiempo era tan inhóspito que el viejo Tveit no había enganchado siquiera su yunta a la excavadora y ahí estaba, inmóvil, acumulando agua de lluvia en el hueco.

Trabajando lado a lado con su padre, Kristian se detenía a menudo para sonarse la nariz y estornudar. El frío húmedo le trepaba por las piernas y se le colaba dentro del impermeable. Tenía el cuello empapado y un temblor lo sacudía hasta los huesos.

Para cuando terminaron de cargar la carreta, se sentía muy mal, y todavía lo esperaba un trayecto de media hora hasta la casa. Mucho antes de llegar, ya se sentía agotado de tanto estornudar. El pañuelo húmedo le había dejado la nariz en carne viva y los escalofríos le sacudían el cuerpo.

A mitad de camino, un sol tímido comenzó a separar las nubes asomando como un ojo amarillento, pero no bastaba para darle calor.

– Deduzco que debes de sentirte tan mal como pareces -comentó Theodore.

El chico tenía la boca abierta y tos ojos cerrados y le temblaban las aletas de la nariz ante la expectativa de otro estornudo. Miró hacia el sol para provocarlo. Cuando salió, lo dobló en dos y lo hizo lagrimear.

– Te dejaré en casa antes de ir a la escuela a descargar.

– Puedo ayudar -se sintió obligado a insistir el chico, aunque sin demasiado fervor.

– El mejor lugar para ti es la cama. Yo puedo arreglármelas solo con la carga de carbón.

A Kristian no se le ocurrió objetar nada, y Theodore lo dejó bien arropado en la cama, mientras Nissa se afanaba alrededor, como una gata madre.

Llegó a la escuela ya cerca del fin de la tarde. El sol había ahuyentado las nubes que quedaban, y se extendía sobre el trigo como una bendición. Preocupado, Theodore repasó la conversación con su hijo.

"Será conveniente que también le andes con mesura en lo que se refiere a la pequeña señorita", se recomendó, "Kristian no tiene ni idea de que también encendió la chispa en mí."

Cuando frenó los caballos ante los escalones, el patio de la escuela estaba vacío.

– Pr-r-r -ordenó con suavidad, observando la puerta mientras ataba las riendas y bajaba de un salto. Al pasar ante la yunta, acarició distraído la nariz de Cub y se dirigió hacia la entrada.

La puerta se abrió sin ruido. En el guardarropa no había nadie y la puerta interior estaba entreabierta. Las cazuelas del almuerzo no estaban bajo los bancos largos- Una gota de agua caía del grifo en un balde, con un perezoso blip. El grueso nudo de la cuerda de la campana se balanceaba ante sus ojos y lo apartó con el dorso de la mano. De repente, llegó desde adentro la voz femenina, enfadada, de la señorita Brandonberg. Theodore se detuvo con la mano en la puerta.

– … la próxima vez que te pesque en alguna de tus triquiñuelas, tengo la intención de decírselo a tus padres. De todos modos, visitaré los hogares de todos. Seguramente querrás que les cuente algo bueno a tus padres con respecto a ti, ¿no es cierto, Alien?

Así que ahí dentro estaba el chico de los Severt con ella.

– Me has hecho pasar otro día espantoso. Tú y Theodore.

Las cejas del aludido se elevaron y bajó el mentón. Frunció el entrecejo. ¿Qué tenía que ver lo que pasaba entre el chico Severt y la maestra?

– No entiendo a ese hombre. No le habría hecho el menor daño dejar que Kristian viniera hoy a la escuela. -En voz más serena, añadió-. Pero supongo que ese no es asunto tuyo. Puedes irte, pero mañana, cuando vengas a la escuela, será mejor que lo hagas con mejor disposición.

Theodore retrocedió, alejándose de la puerta, disponiéndose a dar la impresión de que acababa de entrar en el guardarropa cuando pasara Alien.

Pero no se oyó ningún paso. Alien no apareció. Lo único que oyó Theodore fue el raspar y golpetear de la tiza contra la pizarra.

– ¡Muy bien, Theodore ya se ha ido y podemos discutir en paz!

Theodore se puso rígido: lo inquietaba la perspectiva de que lo sorprendieran escuchando a hurtadillas. Estaba a punto de entrar en el aula, cuando oyó otra vez la voz de ella:

– ¡Oh, está bien, ya sabe lo que quiero decir!

De repente, comprendió que ella no tenía ni idea de que él estaba ahí y sonrió. Así que ¿eso hacía?: ¿practicaba para discutir con él? Eso parecía, porque el tono fue vehemente al decir:

– No se hubiese muerto si dejaba venir hoy a Kristian a la escuela, pero no, es demasiado terco para dejar que me salga una vez con la mía, ¿eh? ¿Y en qué lo ocupa? -El tono se volvió sarcástico-: ¿Lustrando arneses en la talabartería?

La tiza chirrió contra la pizarra, y la muchacha empezó a pronunciar palabras sueltas.

– Reloj. Cometa. Relleno. Tirada. Rueda. Garganta.

El hombre sonrió y se acercó despacio a las puertas dobles. Sin hacer ruido, las abrió más y se asomó. Linnea estaba escribiendo una lista de palabras en la pizarra y colocaba los puntos en algunas con un golpe irritado de la tiza. Divertido, pensó que astillaría la pizarra con ese ímpetu.

Contempló la esbelta espalda, el movimiento de la mano y el de las faldas cuando colocó una barra horizontal sobre una letra. Luego empezó largas filas de palabras.

El reloj cuelga de la pared, escribió, murmurando con cada palabra seguida por la mirada de Theodore. Luego, la camela tenía cola azul. Se enderezó y pareció estudiar, pensativa, la pizarra. Luego, con movimientos vivaces y decididos, escribió, pronunciando con claridad:

– Quisiera rellenar a Theodore.

La sonrisa del aludido se ensanchó y tuvo que esforzarse por no lanzar una carcajada. Linnea retrocedió y observó la oración, subrayando con fuerza rellenar, se puso las manos en las caderas y rió entre dientes.

– Ah, si pudiera hacerlo -repitió, gozando por anticipado.

Sin embargo, al escribir la siguiente oración, decidió no repetirla en voz alta y la sonrisa del hombre que observaba se esfumó, al tiempo que se preguntaba, intrigado, por lo que no sabía leer. Linnea volvió a retroceder y ahogó unas risas, sin duda disfrutando a sus expensas. Luego se inclinó otra vez hacia la pizarra.

Cuando terminó la siguiente oración, se tapó la boca con las manos y rió con tanta fuerza que se balanceó hacia delante.

– Hola, maestra -dijo Theodore, arrastrando las palabras.

Linnea giró en redondo, mortificada. Ahí estaba él, apoyado contra la pared, con un pulgar metido tras la hebilla del tirante. El rostro de la muchacha adquirió el aspecto de una tajada de sandia y, volviéndose de prisa hacia la pizarra, se puso a borrar, desesperada, lo escrito.

– Theodore, ¿qué es eso de escabullirse por detrás de ese modo?

Dejó el borrador con tanta fuerza que Theodore creyó que derrumbaría la pared delantera de la escuela.

– ¿Cómo escabullirme? He venido conduciendo un par de caballos con estrépito suficiente para despertar a los muertos, pero aquí dentro había tanto ruido que usted no habría oído pasar a una tropa de mulas.

Linnea giró para mirarlo, con las manos apoyadas sobre la bandeja de tizas a su espalda.

– ¿Qué quiere, Theodore? Estoy ocupada -concluyó, altanera.

El hombre demoró la vista en la pizarra y luego la posó en la mujer mientras se azotaba el muslo con los guantes de cuero sucios.

– Sí, ya veo. ¿Prepara la lección de mañana?

– Si, eso hacía hasta que usted me ha interrumpido con tanta grosería.

– ¿Grosería? -Llevó los guantes al corazón, como quien es acusado injustamente-. ¿Yo soy grosero, yo que vengo a ofrecerme a llevarla a casa?

Eso la puso en un brete y frunció el entrecejo como una vieja lechuza.

– ¡A buena hora se ofrece a llevarme a la casa! ¡Ahora que ha parado la lluvia! ¿Dónde estaba su generosidad esta mañana, cuando impidió que Kristian me trajese a la escuela?

– ¿Eso le dijo él?

– No hubo necesidad de que me lo dijese. Bastó que me dijera que él quiso hacerlo. Usted no me engaña ni por un segundo. No ha venido aquí a llevar a esta… a esta flor de invernadero a casa; ¿qué está haciendo aquí?

Theodore se apartó de la pared y recorrió lentamente el pasillo de la izquierda, colocándose los guantes sin dejar de mirarla.

– Estoy esperando a que me rellenen. ¿No fue eso lo que usted dijo que quería hacer? -Al llegar al borde de la tarima, abrió las manos-. Aquí me tiene.

La vergüenza de la muchacha se duplicó pero su sentido teatral vino en su ayuda. Señalando hacia la puerta con gesto imperioso, dijo:

– ¡Bien, puede darse la vuelta y salir de inmediato! No quiero verlo ni hablarle hasta que cambie de actitud con respecto a la asistencia de Kristian a la escuela.

– ¡Mi hijo viene a la escuela cuando yo lo digo y ni un minuto antes!

Linnea olvidó la actuación y la dominó la ira.

– ¡Oh, es usted… insoportable!