Golpeó con el pie en el suelo, haciendo arremolinarse el polvo de tiza alrededor del borde de la falda.

Apoyando una bota en la tarima y cruzando las manos sobre una rodilla, Theodore dijo:

– Sí. Y no olvide de decir cabeza dura.

– Lo es, Theodore Westgaard.

– Sí, ya me han dicho eso, pero ¿quién tiró la servilleta y salió de la cocina como una criatura malcriada esta mañana? No le dio un ejemplo muy bueno a su alumno.

La recriminación era correcta, y Linnea se volvió hacia la pizarra y empezó a borrar mejor antes de volver a escribir la lista de palabras.

– Si ha venido a criticarme, puede irse. Y cuanto antes, mejor.

– No he venido sólo para eso. He traído la carga de carbón.

– Me hubiese hecho falta esta mañana -rezongó-, pues cuando llegué aquí mis pies chorreaban y el salón parecía una cámara frigorífica.

El rasgue de la tiza fue lo único que se oyó hasta que Theodore dijo:

– Lo siento.

La mano se detuvo sobre la pizarra. Mirando sobre el hombro. Línea quiso comprobar si lo decía en serio. Así era… y le miraba los pies. Giró hacia él otra vez, sacudiéndose la tiza de las manos. Cuando las miradas se encontraron, en la de él sólo vio arrepentimiento. Posó la vista sobre los guantes manchados y hasta el aspecto viejo y gastado del cuero le resultó fascinante por la única razón de que envolvía las manos de él. ¿Cómo podía resultarle tan irritante en un momento y tan atractivo en el siguiente?

– Más vale. Me hizo enfadar tanto que me dieron ganas de rellenarlo, Theodore- Fue entonces cuando logró su objetivo: Theodore se echó atrás y estalló en sonoras carcajadas. Como hasta entonces nunca lo había visto sonreír, no estaba preparada para el impacto. Fue un cuadro increíble: lo cambiaba por completo. Contempló el rostro resplandeciente con la sensación de haber presenciado un gran descubrimiento. No sabia que los dientes de ese hombre eran tan hermosos, la boca tan bella, la mandíbula tan perfecta, el cuello tan bronceado, los ojos tan chispeantes. Las carcajadas llenaron el soleado salón de clases y la imagen del hombre el corazón de la muchacha. De repente, se sintió profundamente feliz. Escapó de su garganta el primer gorjeo de diversión, el segundo, y pronto se había unido a las carcajadas de él.

Cuando se hizo el silencio siguieron sonriéndose, mutuamente asombrados. Sobre el pecho de Linnea, el reloj subía y bajaba muy rápido Theodore imaginó que, si se acercaba y ponía la mano encima, el aparato estaría entibiado por la carne de ella.

Trató de tragar y no pudo.

Linnea trató de pensar en algo que decir y no pudo.

Theodore intentó pensar en ella como una niña y no lo logró.

Linnea quiso verlo como a un viejo y fracasó.

El se dijo que era la muchacha de la que estaba enamorándose su hijo, pero fue inútil.

Ella se dijo que él era el padre de un alumno, que vivía en la misma casa, pero no sirvió de nada. Nada importaba. Nada.

Hizo su aparición el sentido común y Theodore retiró el pie de la tarima. Con gestos vivaces, se ajustó los guantes.

– Será mejor que descargue el carbón.

A Linnea le quedaron palabras atragantadas viéndolo recorrer el salón, notando por primera vez que las caderas de un hombre eran mucho más estrechas que las de una mujer, que los brazos asomando de las mangas enrolladas eran subyugantes y lo poderosas que parecían las manos metidas en blandos guantes viejos que lo acompañaban durante horas y horas de faena.

Después de que saliera, trató de reanudar las oraciones que había estado escribiendo, pero una y otra vez la distraía la imagen de Theodore paleando carbón que veía por la ventana. Se acercó más. Desde ese lugar privilegiado veía los hombros y la parte superior de la cabeza y contemplaba cautivada a ese hombre entregado a la tarea. Qué anchos los hombros, qué diestros los movimientos, qué fuertes los músculos.

Theodore hizo una pausa, apoyando las muñecas cruzadas sobre el manso de la pala, y Linnea dio un paso atrás, ocultándose en la sombra. El sol radiante caía a pleno sobre el cabello de color caoba y entonces advirtió que rara vez lo veía sin el sombrero de paja con el que trabajaba en el campo. Dedujo que se habría humedecido esa mañana y que lo había dejado en la casa, secándose sobre una percha, en la cocina. Theodore echó un vistazo en redondo, guiñando los ojos. Su rostro ya estaba cubierto por una película de polvo de carbón. Estaba sudando, y Linnea vio cómo se deslizaba una gota por el borde del cabello, juntando el polvo negro a su paso. Se sacó un guante, buscó en el bolsillo trasero y, como no encontró pañuelo, volvió a ponerse el guante y se enjugó la frente con la manga- Reanudó la tarea, creando un ruido rítmico al chocar la pala con el carbón.

Era muy hombre, más maduro que cualquiera de los muchachos que la habían atraído. Y él se sentía atraído por ella; no lo hubiese imaginado.

Por un fugaz momento, lo había visto en sus ojos con la misma claridad con que ahora veía el polvo de carbón que cubría el apuesto rostro. Mientras se contemplaban, una chispa había saltado entre ellos. ¿Deseo? ¿Así se sentía? El impacto le provocó un vuelco en el corazón y todavía lo sentía. La agudización de la conciencia. La atracción. La insistencia. Pero cuando Theodore corrió la cortina sobre sus ojos Linnea comprendió que todavía la veía como a una niña.

Casi siempre.

9

Una vez llena la carbonera, arrojó la pala sobre la caja vacía de la carreta y estiró la espalda fatigada. Se secó la frente con el brazo, miro la mancha gris que quedó en la manga, se deshizo de los guantes y atravesó el patio de la escuela rumbo a la bomba de agua. Se sacó los tirantes, que quedaron colgando, se quitó la camisa y la tiró a un lado y empezó a bombear. Con los píes bien separados, se inclinó sobre el chorro de agua pura y helada que salpicaba sobre la tierra. Alternativamente bombeaba y se lavaba la cara, se salpicaba el pecho, los brazos y el cuello y luego bebió de las manos ahuecadas.

Cuando se irguió y se dio la vuelta, sorprendió a Linnea de pie sobre los escalones observándolo. Estaba inmóvil como una cigüeña, los dedos de una mano apoyados levemente sobre la baranda de hierro, la otra mano sujetando el codo. Las miradas se encontraron y se sostuvieron y él se secó lentamente la boca con el dorso de la mano hasta que cobró conciencia de su pecho desnudo y mojado y de los tirantes colgándole sobre los muslos.

Inclinándose desde la cadera, recogió la camisa de franela del suelo, se secó, se la puso y empezó a abotonarla, sin dejar de desear que ella se moviese o que, al menos, dejara de observarlo.

Pero ese hombre la intrigaba. En algunas ocasiones había visto el pecho desnudo de su padre, pero tenía mucho menos vello que Theodore. Y, si bien su padre también usaba tirantes, nunca le colgaban a la altura de las rodillas, como riendas sueltas. Además, ver a su padre lavarse no era igual que ver a Theodore tirarse agua encima con tanta despreocupación que la hacía volar por el aire, le corría por el pecho y le goteaba de las sienes y de los codos.

Sin embargo, la despreocupación cesó en cuanto la vio.

La presteza con que se puso la camisa y la abotonó la dejó pensativa. Dejó colgar la cabeza y la volvió de lado mientras metía los faldones dentro de los pantalones, se colocaba los tirantes y se peinaba el pelo con los dedos. Por fin, se dio la vuelta.

– ¿Está lista para irse? -le preguntó.

Linnea le dedicó una sonrisa atrevida.

– ¿Y usted?

Hubiese jurado que Theodore empezaba a ruborizarse, aunque se las ingenió para cubrirse con la muñeca al pasarse otra vez la mano por el cabello y echar a andar con paso decidido.

– Traeré la carreta aquí.

Cuando ya estaban sentados uno junto al otro, camino a la casa, reinó el silencio. Theodore guiaba con la espalda encorvada y los codos en las rodillas, pensando en la extraña incomodidad que lo había asaltado cuando giró y la sorprendió mirando cómo se lavaba. Linnea equilibraba su cuaderno sobre las rodillas y miraba pasar el paisaje del campo, pensando en lo oscuro y rizado que era el cabello de su nuca cuando estaba mojado. Ninguno miró al otro ni dijo una palabra hasta después de haber pasado por la propiedad de John. Entonces, de repente, Theodore comentó:

– Kristian se ha resfriado. Por eso no ha venido a ayudarme a descargar el carbón.

Linnea giró la cabeza, pero él miraba hacia delante y no dijo nada más. Qué raro que se hubiese creído obligado a explicar por qué había ido solo. Trató de pensar en algo para llenar la brecha, pero sus procesos de pensamiento estaban embarullados por el recuerdo del agua deslizándose por el vello del pecho.

– Oh, pobre Kristian. Es una época del año demasiado bella para pillar un resfriado, ¿no es cierto?

Con un imperceptible giro de la cabeza, Theodore vio cómo la muchacha contemplaba el paisaje, aspirando con avidez el aire lavado, como si cada inhalación fuese una bendición. Se le ocurrió que contemplaba el trigo de una manera muy diferente a la de Melinda.

De regreso en la casa, detuvo el vehículo cerca del molino. Una brisa suave hacía girar las aspas y una tabla suelta golpeaba rítmicamente sobre sus cabezas. Linnea echó atrás la suya para mirar.

– El molino tiene algo tranquilizador, ¿no cree?

– ¿Tranquilizador?

La mirada de Theodore siguió la misma trayectoria.

– Ahá. ¿No le parece?

Theodore siempre lo había pensado, pero nunca se atrevió a decirlo por temor a parecer tonto,

– Supongo que sí -admitió, incómodo por la cercanía de la muchacha.

– He visto que John plantó campanillas alrededor de su molino -recordó mientras ambos seguían mirando las aspas que giraban y, detrás, el cielo teñido del mismo azul vivido que las flores de John.

– Recuerdo que John y yo ayudamos a papá a construir este.

La mirada de Linnea bajó por la torre y lo descubrió todavía mirando hacia arriba. Se entretuvo en pensar qué aspecto tendría en aquel entonces, que seguramente sería la época anterior a la plena madurez, antes de tener patillas y músculos y el susceptible despego del que hacia gala casi siempre. Ahora, con la barbilla alzada, la mandíbula tenía el ángulo de un bumerán. Los labios estaban un poco entreabiertos, miraba hacia el cielo con los ojos enlomados y las finas líneas blancas de las comisuras quedaban ocultas. Las pestañas eran largas como la hierba de la pradera, renegridas, y proyectaban rígidas sombras en la mejilla.

– Ahh… hermoso-

– Melinda siempre decía… -Cerró la boca de golpe, bajó bruscamente la cabeza y le dirigió una cautelosa mirada de soslayo. El placer había desaparecido de su semblante-. Tengo que fijar esa tabla suelta -farfulló.

Ató las riendas y bajó de un salto por el costado de la carreta.

Linnea se bajó tras él y se quedó parada, con el cuaderno apretado contra el pecho.

– ¿Quién es Melinda?

Sin mirarla, se atareó aflojando los arneses para que los animales pudiesen beber.

– Nadie.

La muchacha pasó la uña del pulgar sobre la cubierta roja del libro y meció suavemente los hombros.

– Ah… Melinda siempre decía. Pero ¿Melinda no es nadie?

Theodore se arrodilló para hacer algo bajo la barriga de uno de los caballos. En su coronilla el cabello estaba aplastado, desordenado, opaco por el polvo del carbón y todavía húmedo en la sien y la nuca. Linnea quiso tocarlo para animarlo a confiarse, pero él dedicó mucho tiempo a rumiar la decisión. Por fin, se puso de pie.

– Melinda era mi esposa -admitió, aún sin mirarla a los ojos, mientras forcejeaba con una correa bajo la mandíbula del caballo,

Los hombros de la muchacha se quedaron quietos.

– Y Melinda siempre decía…

Su mano se aquietó, con los dedos bien separados sobre el cuello tibio de Cub. Esa mano, casi tan oscura como la piel del alazán, atrajo la mirada de Linnea y le pareció más ancha de lo que la recordaba y más fuerte.

– Melinda siempre decía que los molinos eran melancólicos -dijo en voz queda.

En la mente de Linnea brotaron innumerables preguntas, mientras oía el ruido que hacia la tabla suelta allá arriba. Con su hombro pegado al de Theodore veía los dedos romos peinar, distraídos, la crin de Cub. Se preguntó qué haría si ella cubría la mano de él con la suya, pasaba un dedo por la curva interna del pulgar, donde la piel estaba áspera por años de trabajo duro. Claro que no podía hacerlo. ¿Qué pensaría él? ¿Qué era lo que la hacía pensar cosas tan alocadas con respecto a un hombre de esa edad?

– Gracias por decírmelo, Theodore -le dijo en voz suave y luego, avergonzada, se volvió hacia la casa.

Mirándola, él se preguntó si existiría otra mujer que pudiese darle la espalda a un tema sin hacer más preguntas. Y supo que ella lo veía como un hombre, del mismo modo que él la veía como una mujer. ¿Mujer? Una chica de dieciocho años casi no era una mujer. Ese precisamente, era el problema.