– Sí, lo ha hecho, pequeña señorita. Pero no se envanezca demasiado hasta que lo haya hecho sin ayuda.
¡Pequeña señorita! Al sentirse tratada como una adolescente con coletas, las mejillas se le enrojecieron de indignación. Giró hacia el caballo, con un gesto altivo del mentón y la resolución impresa en cada movimiento.
– ¡Puedo hacerlo, y lo haré sin su ayuda!
Theodore dio un paso atrás y la observó, sonriendo. Vio que no sólo desataba la cincha sino que también quitaba la montura y la manta del lomo del caballo. Cuando sus brazos recibieron el peso, estuvo a punto de caerse de narices. Divertido, se cruzó de brazos y se dispuso a mirar cómo seguía el espectáculo. En voz que denotaba su irritación, fue relatando lo que hacia, sin mirarlo.
– La manta bien estirada, hasta la cruz. La montura encima… -Se quejó y resopló al levantarla del suelo… -… y cerciorarse… -La empujó con la rodilla, pero no llegó. Theodore contuvo la sonrisa y la dejó forcejear-. Fijarse que la cincha esté… esté…
Empujó otra vez la pesada montura con la rodilla y falló de nuevo, aunque casi se le salieron los brazos de las coyunturas.
– ¡Lo haré!
Ante la mirada furiosa de la muchacha se puso serio, contemplando la boca fruncida y retrocedió, haciendo un gesto de asentimiento sin hablar. Sus hombros sólo llegaban hasta el lomo de Clippa, pero, si la terca e intratable muchacha quería demostrar que podía hacerlo, no se lo impediría. En la talabartería había un taburete fuerte sobre el que podía subirse, pero decidió dejarla sufrir hasta que se cansara y pidiese ayuda. Entretanto, disfrutaba viendo la boca adorable, fruncida de irritación y los ojos oscuros relampagueando como luciérnagas en una noche despejada. Para su asombro la montura cayó sobre el lomo de Clippa al segundo intento, y en sus ojos apareció una expresión de respeto. Por un instante, Linnea se colgó del estribo descansando, jadeando y luego se inclinó para aferrar la cincha. Hizo un nudo plano perfecto, le dio dos tirones y giró el rostro hacia el hombre con los brazos en jarras.
– Ya está. ¿Y ahora?
Sus pupilas atraparon la luz de la lámpara. Tenía la respiración agitada por el esfuerzo, y Theodore se preguntó qué diría la ley acerca de los avances de padres maduros sobre las juveniles maestras de sus hijos. Con forzada lentitud, cubrió el espacio entre él y Clippa y apartó a la muchacha con el codo. Pasó dos dedos entre la cincha y la piel del animal.
– Esto podría estar más ajustado. Cuando empiece a correr, usted se quedará cabeza abajo, pequeña señorita.
– ¡Theodore, ya le he dicho que no me llame así!
Sin sacar los dedos de la cincha, el hombre le lanzó una mirada de soslayo.
– Cierto. Bueno, señorita Brandonberg.
Los ojos de la muchacha brillaron más y apretó con más fuerza los puños en las caderas.
– Tampoco me diga así. Por el amor de Dios, no soy maestra de usted. ¿No puede decirme Linnea?
Sin alterarse, Theodore deshizo el nudo de Linnea y lo ajustó.
– Quizá no. No sería correcto… ya que es usted maestra. En este lugar a las maestras no las llamamos… no las llamamos por el nombre de pila.
– Oh, eso es por completo ridículo.
El hombre se volvió de cara a ella y, al pasar la mano sobre su hombro le aceleró los latidos del corazón. Pero lo único que hizo fue tomar la brida que estaba sobre el borde del pesebre, a sus espaldas.
– ¿Qué es lo que la exaspera tanto? -le preguntó en tono frío.
– ¡No estoy exasperada!
– ¿Ah, no? -Con irritante calma fue hasta la cabeza de Clippa-. Debo de haberme equivocado. Tenga. ¿Quiere aprender lo demás?
Linnea miró el bocado metálico que tenía en la palma de la mano y lo recogió con gesto airado.
– Limítese a enseñarme lo que tengo que hacer.
Theodore sonrió por última vez ante ese encantador despliegue de temperamento fogoso y luego le mostró cómo colocar el freno en la boca de Clippa, cómo ajustar el cabestro, pasar las orejas del animal por la tira que sujetaba la frente y cerrar la hebilla del cuello.
– Muy bien, está lista para ser montada.
Para su sorpresa, Linnea dejó caer la cabeza y no dijo nada. Theodore contempló los hombros hundidos y se asomó tras ellos.
– ¿Qué pasa?
La muchacha levantó lentamente la vista.
– Theodore, ¿por qué peleamos constantemente?
El sintió que se le cerraba la garganta y la sangre se le agolpó en partes del cuerpo que no tenían derecho de volver a la vida ante una muchacha de esa edad.
– No lo sé.
Mentira, Westgaard, pensó.
– Me esfuerzo mucho por no enfadarme con usted, pero nunca lo logro. Siempre termino siseando como una gata cada vez que lo tengo cerca.
Theodore metió las manos en los bolsillos traseros e hizo lo que pudo por adoptar un aire tranquilo.
– No me molesta.
Por supuesto que no: tener frente a sí a una Linnea exasperada era mucho más seguro que cuando estaba como en ese momento. Desconsolada la muchacha fijaba la vista en la rienda que colgaba de su mano y las pestañas parecían como abanicos sobre las mejillas tersas.
– Ojala a mí me sucediera lo mismo.
Entre los dos se creó un silencio muy pesado. Theodore se apretó las nalgas dentro de los bolsillos y tensó los músculos de las piernas. Como sabia que corría peligro de tocarla, supo que debía decir algo… cualquier cosa que lo resguardase de su propia locura.
– ¿Quiere montarla?
Indicó con la cabeza a Clippa.
Abatida, respondió:
– Creo que no. Esta noche, no.
– Bueno, convendría que se suba una vez para que yo pueda ajustar los estribos a su medida.
Por unos segundos, permaneció quieta y silenciosa, hasta que al fin se dio la vuelta y puso la mano en el pomo de la montura. Era una distancia larga, a la que se añadía la dificultad de las faldas. Entonces se las alzó y, saltando sobre un pie, hizo varios intentos fallidos mientras Theodore contenía las ganas de ponerle las manos en el trasero y darle un empujón.
Linnea perseveró y, al fin, logró ponerse a horcajadas de la yegua, pero se le quedaron enganchadas las faldas, sujetándole las piernas. Cuando intentó incorporarse para soltarlas, los pies erraron en los estribos por unos cinco centímetros. Se sentó, esperó y bajó la vista hacia la cabeza de Theodore mientras este ajustaba uno de los estribos, daba la vuelta y ajustaba el otro.
Deseó tener más experiencia para saber qué hacer con los sentimientos que emergían dentro de ella, provocándole inquietud. Quería tocar el cabello brillante del hombre, alzarle el mentón y observarle los ojos de cerca, oír su risa y su voz, hablándole con suavidad de lo que más le importaba. Quería oír su nombre de labios de él. Y, sobre todo, quería que la tocase, aunque sólo fuera una vez, para comprobar si era tan embriagador como imaginaba.
Theodore acortó los estribos con la mayor lentitud que pudo, con el deseo de prolongar el tiempo que compartían, de poder hacerle otros favores. Hacía años que no sentía esa compulsión a la caballerosidad. Estaba convencido de que eso sólo lo sentía un hombre cuando era joven e impaciente. Qué turbación sentirlo a su edad. Notó que la mirada de la muchacha seguía sus movimientos alrededor del caballo y contuvo el anhelo de alzar la vista. Hacerlo hubiese sido desastroso. Cuando no supo qué más hacer por ella, se quedó contemplando el delicado pie de la muchacha. ¿Cuánto hacía que no deseaba tanto tocar a una mujer? Pero esta no era una mujer. ¿O sí? ¿Y si la tocaba…? Un simple roce, una sola vez… ¿qué habría de malo?
Se apoderó del tobillo. Lo sintió tibio y firme a través del cuero negro de las botas nuevas. Rodeó con el pulgar los tendones del talón y los frotó con delicadeza. Era imponible confundir ese roce con otra cosa que lo que era: una demorada caricia. Tampoco era posible ignorar el hecho de que ella permanecía sentada con el aliento agitado, esperando que él alzara la vista, que diese un paso más, que levantase las manos para ayudarla a bajarse. Theodore pensó en su nombre: Linnea, el que se negaba a permitirse usar, a riesgo de derribar las barreras que era mejor mantener intactas.
Si lo decía, si levantaba la mirada, ya sabía lo que seguiría. Errores.
– Theodore -murmuró Linnea.
De repente, el hombre soltó el pie y retrocedió, comprendiendo su locura, y metió las manos en los bolsillos traseros. Cuando levantó la vista, su rostro era tan impersonal como de costumbre.
– Ya está todo ajustado. No olvide guardar de nuevo la montura en la talabartería después de cabalgar. Dejaré a Clippa pastando cerca, de modo que no tenga que ir tan lejos a buscarla.
Fracasó el intento de aligerar la atmósfera: entre los dos ardían demasiadas cosas.
– Gracias.
La voz de Linnea exhibía una leve agudeza.
Theodore asintió y se volvió hacia la talabartería con la excusa de buscar algo, temeroso de que si se quedaba, alzaría las manos hacia la esbelta cintura para ayudarla a desmontar y terminaría cediendo a otros deseos.
Cuando volvió, ella ya estaba quitando la montura.
– Déme, yo la llevaré. Usted vuelva a la casa ahora. Seguramente tendrá tareas que hacer para la escuela.
Cuando se hubo ido. Theodore sacó a Clippa y después llevó la montura a su lugar. Tras colocarla sobre el caballete, se quedó contemplándola largo rato. Tocó la curva del cuero: donde ella había estado sentada estaba tibia.
Tiene sólo dieciocho años y es la maestra de tu hijo. Está más cerca de la edad de él que de la tuya, Teddy, pedazo de tonto. ¿Qué podría querer una chica como ella con un hombre casi lo bastante mayor para ser su padre?
Poco tiempo después, en su cuarto bajo las vigas, Linnea se preparaba para acostarse, invadida por una extraña sensación. ¿Acaso sólo había imaginado todo ese día con él? No, no lo imaginó. El también lo había notado. En el aula. Luego otra vez cuando ella lo miraba lavarse. Y esa noche, en el cobertizo, cuando le acarició el tobillo.
Era espantoso. Era maravilloso. Era… a cada instante estaba más segura: deseo.
Apagó la lámpara y se metió en la cama para pensar en ello. Tendida de espaldas, se arropó en las mantas, apretándolas contra los pechos hasta que le dolieron, como si quisiera retener la sensación para que no se escapase. Sentía el latido del corazón, fuerte y rápido en su confinamiento.
Evocó la espalda desnuda de Theodore cuando se inclinó para echarse agua en los hombros… el pecho, cuando se dio la vuelta y el agua chorreaba por la mata de vello negro…, el cabello espeso cuando se movía alrededor del caballo, sin querer levantar la vista para no mirarla a los ojos.
El deseo se centraba en sus regiones ignotas.
El también lo había sentido. Por eso tenía miedo de mirarla, de pronunciar su nombre, de responder cuando ella le hablaba.
Cerró los ojos y calculó treinta y cuatro menos dieciocho: dieciséis. Había vivido y experimentado el doble que ella. Eran muchas las cosas que quería saber y que la inmadurez le impedía saber o ser.
De repente, la invadió una fuerte oleada de celos por la diferencia de edad. Siendo un individuo tan terco, era poco probable que hiciera caso de sus instintos. Desasosegada, giró, se apoyó en un codo y contempló la mancha blanca de la almohada en la oscuridad.
– ¿Teddy? -inquirió, en voz suave y anhelante.
Abrazó con ternura la almohada y posé sus labios en los de él.
10
Las cartas de Linnea fueron respondidas con invitaciones inmediatas a visitar los hogares de los alumnos y, antes de que acabara la semana, comenzó las visitas. Decidió ir primero a la casa de Ulmer y Helen Westgaard, porque eran los que tenían más niños en la escuela que ninguna otra familia; además, porque Ulmer era hermano de Theodore. Su curiosidad con respecto a todo lo que se relacionase con él cada vez era mayor.
Desde el momento en que posó el pie en la cocina, sintió la presencia del amor. La casa era muy similar a la de Theodore, pero mucho más alegre y bulliciosa, con los seis niños. Cuando llegó, los tres varones mayores estaban en los campos, ayudando al padre, y los menores ayudaban a la madre en la cocina. Pero, para su sorpresa, los que estaban trabajando en el campo volvieron para cenar con la invitada.
Observó que comer era un asunto tan serio aquí como en la casa de Theodore. Charlaban y reían antes de la comida y después. Pero cuando comían… ¡comían!
Sin embargo, en el transcurso de la cena, varias veces, al levantar la vista, se encontraba con que el mayor de los niños, Bill, la observaba con atención. ¿Niño? No era ningún niño. Era un hombre bien desarrollado, fornido, que podía tener unos veintiún años y le dedicaba el más desconcertante examen. Doris, la hermana de dieciocho años, también vivía en la casa, aunque estaba comprometida y pensaba casarse en enero. Al parecer las bodas, igual que la educación, tenían que posponerse hasta después de la temporada de cosecha. Raymond y Tony, los alumnos de Linnea que faltaban, la trataron con aire distante, como si ya hubiesen sido advertidos de que a ella le disgustaba que no asistiesen a la escuela. Los dos menores, Francos y Sonny sonreían y reían disimuladamente cada vez que los miraba y sospechaba que se sentían muy honrados de que la maestra hubiese ido en primer lugar a su casa.
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