En el hogar de los Knutson, Linnea descubrió con asombro que la casa estaba tan atestada de desechos que daba la impresión de que vivían entre montañas de basura. Para sus adentros, tomó nota de asignar un día a revisar los pupitres para intentar enseñarle a Jeannette la importancia del orden. Con todo, la visita fue un éxito. No sólo disfrutó de una deliciosa comida, sino que también tuvo la oportunidad de conversar de temas tales como las obras de teatro para Navidad, los concursos de ortografía del condado y un baile para reunir fondos para comprar un verdadero escritorio.

La segunda visita a la casa de Clara y Trigg cimentó la amistad entre las dos mujeres y, cuando salió, Linnea ya consideraba a Clara como a una confidente.

A medida que hacía la ronda de visitas a los Westgaard, su respeto hacia la madre de ellos iba en aumento. Nissa había criado hijos sensatos y cariñosos, con la posible excepción de Theodore, quien al parecer, era el menos agradable y el menos afectuoso de todos, sobre todo después de aquella noche en el cobertizo. Desde entonces se habían hablado bastante poco y se mantuvieron apartados, aunque el hecho de que los chicos más grandes siguieran sin asistir a la escuela era como un aguijón bajo la piel de Linnea. Cada vez que se sentaba a la mesa enfrente de Theodore, quería reconvenirlo y exigirle que liberase a su hijo y lo dejara bajo su custodia.

Pero, con octubre, llegó el tiempo frío y los muchachos mayores seguían ausentes.

En la escuela. Alien Severt seguía persiguiendo a Rosie y a Francés más que a los demás, pero siempre de manera furtiva para no ser sorprendido. Escondía la cazuela del almuerzo de Rosie, a veces comía de ella lo que se le antojaba y luego le echaba la culpa a otro. Y, cuando la niña corría a contárselo a la maestra, llorando. Alien la provocaba imitando su ceceo en voz cantarina.

Se dedicaba sistemáticamente a acortar la cola de caballo izquierda de Francés. Sólo la izquierda. Lo hacía de tal modo que nunca podía demostrarse y de algún modo se las ingeniaba para no cortar más que unos milímetros, sin dejar pelo cortado como evidencia ni bruscos cambios de la apariencia del cabello que llamaran la atención sobre lo que estaba haciendo. Sólo se descubrió cuando las coletas de Francés empezaron a verse torcidas.

Un día, durante el recreo de mediodía, Linnea encontró a la niña de diez años llorando en el guardarropa. Con el aire abatido que produce el rechazo, estaba sentada sobre uno de los bancos largos y rompía el corazón verla tan desolada, con las coletas colgando y los omóplatos huesudos que sobresalían, mientras sollozaba con el rostro escondido en las manos.

– Francés, ¿qué le ocurre, querida?

Francés giró hacia la pared y ocultó la cara en una chaqueta que colgaba de una percha. Pero los hombros se le estremecían y Linnea no pudo contenerse de sentarse y hacerla volverse para tomarla entre los brazos. Por poco aconsejable que fuese tener preferidos, no podía resistirse a Francés. Era una niña dulce, tranquila, nada turbulenta, que se esforzaba por complacer de todas las maneras posibles, por difícil que le resultaba la parte académica. Como si comprendiese sus deficiencias en ese aspecto intentaba compensarlo con pequeños gestos bondadosos: una de las galletas preferidas de Linnea dejada sobre el cuaderno; una crujiente manzana roja puesta en un rincón del escritorio; el ofrecimiento de recoger los cuadernos de composición o de atar los cordones de las botas de los más pequeños que todavía no sabían hacerlo.

– Dime qué es lo que te hace tan desdichada.

– No p…puedo -sollozó.

– ¿Por qué no puedes?

– P…porque… me creerá t-.tonta.

Linnea apretó con dulzura la espalda de Francés y contempló la cara hinchada.

– Aquí nadie piensa que seas tonta.

– Alien s…sí.

– No, no es cierto.

– Si, e…es cierto. Todo el t…tiempo me dice retrasada.

La cólera de Linnea estalló y con ella surgió el impulso protector

– No eres tonta. Francés, quítate eso de la cabeza. ¿Eso es lo que te hace llorar? ¿Lo que te dijo Alien?

Triste, Francés negó con la cabeza.

– ¿Y qué es?

Por fin, barbotó el secreto que la "maestra" no debía saber pero que en parte, ya conocía. El mayor deseo de Francés era ser un ángel en la obra de Navidad, porque los ángeles usaban largas túnicas blancas y llevaban el cabello suelto, con un chispeante halo de oropel sobre la cabeza. Pero, en vez de crecer, el cabello cada vez estaba más corto y no sólo temía perder la oportunidad de ser ángel sino también quedarse calva.

Linnea tuvo que apelar a todo su control para no reírse de la asombrosa revelación. Abrazó con fuerza a Francés, y luego la apartó para secarle las mejillas. Componiendo una expresión seria, le habló.

– Vamos, ¿acaso has oído hablar de niñas que se queden calvas?. Sólo los abuelos pierden el pelo.

– Entonces ¿p.-.por qué mi c…cabello cada vez está m…más corto?

Linnea le hizo darse la vuelta para comprobarlo.

– A mí no me parece que esté más corto.

– Lo está. Sólo una de mis colas de caballo.

– ¿Sólo una?

– Esta.

Se pasó la izquierda por el hombro.

Examinándolo mejor, resultó evidente que el cabello había sido cortado… Y no con mucha pulcritud. Linnea lo tomó de la punta y rozó con él la punta de la nariz de Francés-

– ¿No te lo habrás comido? ¿No es esta la que chupas cuando tratas de resolver los problemas de aritmética?

Francés clavó el mentón en el pecho y esbozó una sonrisa tímida que no logró contener, aunque aun tenía lágrimas en las mejillas.

– Tengo una idea -dijo Linnea adoptando un aire pensativo-. Hasta que descubras sí vas a quedarte calva o no y hasta que averigües por qué ocurre sólo de un lado de tu cabeza, ¿por qué no le pides a tu madre que le sujete las coletas en un moño como el mío? Así, ¿ves?

Linnea giró, mostrándole a la niña la parte de atrás de la cabeza y luego la miró de frente otra vez, levantando las colas castañas a modo de prueba.

– No hacen falta más que un par de horquillas para sujetarlas bien y así nadie sabrá si son cortas o largas.

Al día siguiente Francés apareció mostrando, orgullosa, una corona de trenzas que Alien Severt ya no podía cortar. El cambio atacó el síntoma pero no el problema, dos días después alguien perforó un agujero en la pared trasera del excusado de las niñas.

Linnea estaba convencida de que el villano era Alien, pero no tenía pruebas. Y, además de que las fechorías iban haciéndose más graves, tenía la inquietante sensación de que disfrutaba de ver sufrir a los otros.

Decidió hablar con Theodore al respecto.

11

Esa noche lo buscó y lo encontró en el cobertizo de las herramientas, armando un aspa nueva para el molino. Tenía sobre una rodilla una tabla de madera, apoyada sobre un barril, y estaba de cara al fondo del cobertizo cuando ella se acercó.

Se detuvo junto a la puerta de alto umbral y observó cómo se flexionaban los hombros, para luego recorrer con la mirada el interior del cobertizo.

Allí, como en la talabartería, reinaba la pulcritud. Observó la casi obsesiva pulcritud, sonriendo para sí: Hilda Knutson podía aprender de Theodore. El sitio era acogedor. El calor que daba la lámpara bastaba para caldear el diminuto espacio sin ventanas, que olía a pino recién cortado y a aceite de linaza. Un rincón estaba ocupado por una pila de latas de pintura. De la pared colgaban zapatos para nieve, trampas y varios bastidores de piel. Había dos pequeños barriles de clavos y un rollo de alambre de púas. En un rincón, cerca, había una escoba muy usada. Posó la vista en el serrín que caía sobre una de las botas de Theodore y lo imaginó barriéndolo en cuanto hubiese terminado la tarea. Su tendencia al orden ya no la irritaba como cuando había llegado, ahora le parecía admirable.

– Theodore, ¿podría hablar un minuto con usted?

El hombre giró con tal brusquedad que la tabla cayó al suelo con estrépito y las mejillas se le pusieron encarnadas.

– Parece que usted y yo estamos destinados a sobresaltamos mutua-

mente -comentó Linnea.

– ¿Qué está haciendo aquí?

No quería hablarle con tal desagrado, pero el último tiempo hacía mucho esfuerzo para evitarla. Al verla, sintió la palma resbaladiza en el mango de la sierra.

– ¿Puedo pasar?

– Aquí no hay mucho sitio -repuso, levantando la tabla caída, liando el trabajo.

– Aquí, está bien. No le estorbaré.

Entró y se encaramó sobre un barril invertido.

– Theodore, tengo un problema en la escuela y pensé que tal vez podría hablarlo con usted. Necesito un consejo.

La sierra se detuvo, y el hombre levantó la vista. Nadie le había pedido consejo jamás y menos una mujer. Su madre era una dictadora, y Melinda no se había tomado la molestia de comunicarle que iba a aparecer en el umbral, esperando casarse con él. Tampoco le había informado que, dos años después, huiría. Y ahí estaba Linnea, sacudiéndolo con su mera presencia, posada sobre el barril como una ninfa, con las manos apretadas entre las rodillas. Los ojos azules eran grandes, serios y ella quería el consejo de él.

Theodore interrumpió el trabajo y le prestó toda su atención.

– ¿Acerca de qué?

– Alien Severt.

– Alien Severt. -Frunció el entrecejo-. ¿Está causándole dificultades?

– Sí.

– ¿Por qué acude a mí?

– Porque usted es mi amigo.

– ¿Lo soy? -preguntó, asombrado.

Linnea no pudo contener la risa.

– Bueno, yo creí que lo era. Y Clara dijo que, si Alien seguía comportándose así, me convendría hablar con usted.

Hasta entonces, Theodore jamás había tenido un amigo. Sus únicos amigos eran sus hermanos y su hermana, y ellos estaban casados. La perspectiva de tener una amiga era grata, si bien no estaba muy seguro de cómo resultaría serlo de la señorita Brandonberg. Pero, si Clara pensaba que él sabría, la escucharía. Dejó a un lado la sierra, se sentó a horcajadas del barril y cruzó los brazos.

– ¿Qué estuvo haciendo Alien?

– No es mucho lo que puedo probar, pero sí muchas cosas que no puedo. Ha sido un provocador de problemas desde el primer día de clase: fastidia a los más pequeños, me desafía abiertamente, crea disturbios. Pequeñas actitudes irritantes: oculta las cazuelas de los almuerzos mordisquea las galletas. Pero ahora la ha tomado con Francés, y yo…

– ¿Francés? ¿Se refiere a nuestra pequeña Francés?

Los hombros se irguieron y descruzó un poco los brazos. Así, erizado y a la defensiva, su apariencia se volvió más masculina e imponente.

Entonces Francés era una de las cosas que le importaban. Le pareció conmovedor que se refiriese a la niña como nuestra.

– Todo el tiempo le dice retrasada. Es muy eficiente para detectar las debilidades de los niños y de provocarlos con ellas. Y eso no es lo peor. Sospecho que es el que ha estado cortando la coleta de Francés y un día la encerró en el excusado y pasó una culebra por el agujero de la puerta. Ahora las niñas han encontrado un agujero en la pared trasera de la construcción. No puedo demostrarlo, pero hay algo en Alien que…

Se alzó de hombros, se frotó los brazos y se estremeció.

La expresión disgustada de Theodore se acentuó. Haciendo un esfuerzo para permanecer sentado, apretó los talones de las manos sobre el borde del barril, entre sus muslos.

– ¿Le ha hecho algo a usted?

Linnea levantó la vista: no había tenido la intención de decir tanto, pues los equívocos personales relacionados con Alien eran demasiado vagos para ponerlos en palabras. Además, se hubiese sentido muy tonta contándole a Theodore que el chico le miraba los pechos. Todos los muchachos llegaban a una etapa en que empezaba a interesarles el desarrollo de las muchachas. Con Alien, no se trataba de que mirase sino de cómo lo hacía: le resultaba difícil describirlo con palabras.

– Oh, no, no ha hecho nada. Tampoco se trata de lo que les hace a los otros. Hasta ahora, han sido cosas sin importancia. Lo que sucede es que cada vez son más graves. Y lo que más me aflige es que estoy convencida de que disfruta de ser… bueno, de ser malicioso… de hacer que la gente se retuerza.

Theodore se levantó en un solo impulso. Dio la impresión de que quería pasearse, pero, en ese espacio exiguo, no podía hacerlo. Arrugó la frente y encaró a Linnea.

– Cuando fue a cenar a casa de sus padres, ¿les contó esto?

– Lo intenté. Pero supe de inmediato que la madre no creería una palabra de lo que yo dijese acerca de su niño consentido. Lo ha mimado tanto y ella está tan engañada que no hay modo de convencerla. Por un momento, creí que tal vez obtendría cierta colaboración por parle del reverendo Severt, pero… -Se encogió de hombros-. Al parecer, piensa que basta con que Alien lea la Biblia todos los días para ser un santo.