– ¿Para qué quieres cazar visones?

Kristian cerró los ojos y farfulló:

– Para nada.

Ray lo observó un poco más y volvió a la posición inicial, mirando al cielo. De lejos llegó un sonido apagado, como si arrancaran clavos viejos de madera fresca. Fue creciendo hasta llegar al inconfundible chillido áspero de los gansos canadienses, que volaban hacia el Mississippi. Los chicos los contemplaron desde que sólo veían unos puntos hasta que se convirtieron en una bandada.

– Eh, Ray, ¿alguna vez piensas en la guerra?

– Sí… a veces.

– Allí hay aeroplanos. Montones. ¿No sería estupendo volar en uno de esos aeroplanos?

La cuña de aves apareció sobre ellos con los cuellos apuntando hacia Florida, moviendo las alas con una gracia que provocó en los muchachos un silencioso respeto. Miraron y escucharon, sintiéndose sacudidos por ese sonido que les agitaba la sangre. La cacofonía se convirtió en un clamor que llenó el aire sobre el campo de mijo y luego se alejó flotando, cada vez más difuso, hasta que las elegantes criaturas desaparecieron y lo único que se oyó fue el susurro del viento entre la hierba y el palpitar de sus respectivos pulsos en las nucas.

– Algún día veré el mundo desde allá arriba -se ilusionó Kristian.

– ¿Quieres decir que piensas ir a Francia a pelear sólo para volar en un aeroplano?

– No sé. Puede ser.

– Qué estupidez. Además, no tienes suficiente edad.

– Bueno, pronto la tendré.

– Oh, sigue siendo una estupidez.

Kristian lo pensó un rato, y llegó a la conclusión de que tal vez Ray tuviese razón. Quizá fuese una estupidez, pero él estaba impaciente por crecer y ser un hombre.

– Eh, Ray.

– ¿Eh?

– ¿Alguna vez piensas en las mujeres?

Ray soltó unas carcajadas tan roncas como los graznidos de los gansos.

– ¿Acaso un oso caga en el bosque?

Rieron juntos, sintiéndose viriles, con la magnífica sensación de compartir el lenguaje prohibido que hacía tan poco tiempo habían empezado a experimentar.

– ¿Alguna vez se te ocurrió regalarle algo a una mujer que la distinga de las demás para ti? -preguntó Kristian, medio dormido.

– ¿Por ejemplo?

Guardaron silencio largo rato. Kristian dirigió a su primo una mirada cautelosa y, tras volver a la contemplación de las nubes, sugirió:

– Un abrigo de visón.

La cabeza de Ray se levantó por encima del mijo.

– ¡Un abrigo de visón! -Apretándose el estómago, estalló en carcajadas-. ¡Te imaginas que atraparas los suficientes animales para hacer un abrigo de visón!

Aulló más fuerte y giró sobre sí como una tortuga dada vuelta, hasta que al fin Kristian se incorporó y le dio un puñetazo en la barriga.

– Oh, cállale. Sabía que no debía contártelo. ¡Si le cuentas algo a alguien, te aplastaré hasta dejarte más plano que Dakota del Norte!

Ray seguía jadeando, sin aliento.

– ¡Un ab…abrigo de visón! -Exagerando, extendió las muñecas flexionadas hacia el sol-. Para cuando consigas suficientes visones, serás tan viejo como tu padre.

Kristian entrelazó los dedos sobre la barriga, cruzó los tobillos y dirigió la mirada arriba, con el entrecejo fruncido.

– Bueno, no era más que una fantasía, pedazo de asno. Sé que no vía, quiero decir, que no voy a conseguir suficiente para un abrigo, pero tal vez podría obtener bastante para un par de guantes.

De repente, Ray comprendió que su primo hablaba en serio. Se incorporó sobre un codo y prestó toda su atención a Kristian:

– ¿A quién?

Kristian tomó una brizna de mijo seco y la dividió con la uña del pulgar.

– La señorita Brandonberg.

– ¿La señorita Brandonberg? -Ray se incorporó, apoyando el peso en una cadera y levantando una rodilla-. ¿Estás loco? ¡Es nuestra maestra!

– Ya lo sé, pero tiene sólo dos años más que nosotros.

Demasiado asombrado para tomarlo a broma, Ray lo miró boquiabierto:

– ¡Estás loco!

Kristian arrojó la brizna de mijo y cruzó las manos detrás de la cabeza.

– Bueno, no hay nada de malo en pensar en ella, ¿no es cierto?

Ray se quedó mirándolo como si le hubiesen brotado cuernos. Tras un largo lapso de silencio, se acostó de espaldas y exclamó:

– ¡Mieeerda! -en una exhalación de excitación.

Permanecieron tendidos, inmóviles, pensativos, contemplando el cielo en una actitud que los hacía parecer indiferentes al tiempo que, por dentro, la sangre les corría más rápido que las aguas de Littie Muddy Creekf.

Al fin Ray rompió el silencio.

– ¿A eso te referías cuando preguntaste si pensaba en mujeres? ¿Piensas en la maestra… de ese modo?

– A veces.

– Kristian, podrías meterte en problemas -declaró Ray, severo.

– Te he dicho que lo único que hago es pensar.

Pasaron los minutos. El sol se hundió tras una nube y luego asomó, calentándoles la piel y los pensamientos.

– Eh, Kristian -habló en tono secreto.

– ¿Qué?

– ¿Alguna vez… bueno, te pasó algo mientras pensabas… en… en mujeres?

Kristian se removió un poco, como si quisiera acomodar mejor los omóplatos y, cuando al fin respondió, se esforzó por parecer indiferente:

– Bueno… sí. A veces.

– ¿Qué?

Kristian pensó largo rato, redactando respuestas y desechándolas antes de pronunciarlas. Echó una mirada de soslayo y vio que Ray había girado la cabeza en su dirección y sintió los ojos que lo escudriñaban, esperando la verdad. Salió al encuentro de la mirada.

– ¿Qué te pasa a ti?

El mijo susurraba en tomo de sus cabezas. Las nubes rodaban en silencio. En la comisura de la boca de Ray apareció una lenta sonrisa, que provocó en Kristian otra, en reacción. Las sonrisas se ensancharon.

– Es grandioso, ¿no? -comentó Kristian.

Ray cerró el puño, dio un puñetazo al aire, agitó un pie y lanzó un alarido:

– ¡luuuujuuuuu!

Cayeron los dos de espaldas y rieron, rieron, gozando de tener dieciséis años y de estar desbordantes de savia.

Después de un rato, Kristian preguntó:

– ¿Alguna vez has besado a una chica?

– Una vez.

– ¿A quién?

– A Patricia Lommen.

– ¡A Patricia Lommen! ¿Ese bicho?

– Oh, no está tan mal.

– ¿Sí? ¿Y cómo fue?

– Nada del otro mundo, y pasó hace un tiempo. No me molestaría volver a intentarlo, pero ocurre que Patricia es la única de por aquí que no es mi prima y creo que preferiría besarte a ti y no a mí.

– ¿A mí?

Sorprendido, Kristian se incorporó.

– Abre los ojos, Westgaard. Cada vez que entras en el aula, se queda mirándote con la boca abierta, como si fueras la octava maravilla del mundo

– ¿En serio?

– Ya lo creo.

Ray sonaba un tanto envidioso.

Kristian se encogió de hombros, infló el pecho como un gallo y aleteó. Ray le asestó un puñetazo que lo hizo doblarse. Intercambiaron una ronda de cariñosos puñetazos y luego la charla se reanudó otra vez con seriedad.

Kristian preguntó, curioso:

– ¿Alguna vez has imaginado a tus padres juntos…? Ya sabes.

– ¿Quieres decir, haciéndolo?

– Eeeh… no sé. Quizá no, porque creo que mi padre…

Como Kristian se interrumpió, Ray se volvió todo oídos.

– ¿Qué? Vamos, dime.

– Bueno, no lo sé con seguridad, pero he estado pensándolo todos los otoños, cuando llega Isabelle.

– ¡Isabelle! -Ray pareció horrorizado-. ¿Te refieres a esa gorda que conduce la carreta comedor?

– No es precisamente gorda.

– ¿Crees que tu papá lo hace con ella? ¡Pero si no están casados siquiera!

– Oh, no seas infantil, Westgaard. No sólo los casados lo hacen. ¿Te acuerdas de la chica que vivía allá, al otro lado de la propiedad de Sigurd, la que se quedó embarazada y nadie sabía quién la había dejado en ese estado?

– Bueno, sí, pero… esa era una muchacha y… bueno… -Se le embrollaron los pensamientos, mientras intentaba aclararlos-. ¿De verdad crees que tu padre lo hace con Isabelle?

– No lo sé, pero todos los años, durante la trilla, cuando ella está aquí con su vagón comedor, mi padre no se queda en casa muy seguido por las noches. Recuerdo que no entraba casi hasta la hora de ordeñar y, cuando lo hacía, o mucho me equivoco o entraba a hurtadillas. ¿Dónde pasaba la noche, si no era en la carreta de Isabelle?

Consideraron la posibilidad largo tiempo, hasta que se ocultó el sol y el refugio en que estaban se enfrió. Pensaron en las mujeres… esas criaturas misteriosas que, de pronto, ya no les parecían un fastidio. Pensaron en volar en aeroplano, tan alto como los gansos salvajes que habían visto pasar. Se preguntaron cuándo serían lo bastante hombres para poder hacer todo eso.

12

La carreta comedor de Isabelle Lawler, conducida por ella misma, llegó a la mañana siguiente. De aspecto destartalado, más larga que las carretas de los colonizadores, pero tan incómoda como ellas, aparecía en el camino como un vagón de tren destartalado que se hubiese salido de los rieles. Del techo sobresalía el tubo negro de la cocina y, a los lados, se balanceaban cubos y palanganas que canturreaban como órganos cada vez que la carreta pasaba por un hoyo. Todos volvían la cabeza al paso del vehículo de tablas sin barnizar, balanceándose por el camino de grava, en medio de los campos. Los peones saludaban con la mano a Isabelle, que iba encaramada en la carreta, encorvada hacia adelante con las rodillas bien separadas y un gastado sombrero encasquetado sobre el rizado cabello, que flameaba al sol con el mismo tono y la misma resistencia al control que un incendio en la pradera.

Quedaban algunos supervivientes que recordaban a la famosa Calamita Jane, que había recorrido muchas veces el circuito de la región con el espectáculo del Salvaje Oeste en la década de 1890. Había quienes aseguraban que Isabelle y Jane hubiesen sido espíritus gemelos si se hubiesen conocido.

Lo único femenino en Isabelle era el nombre. Descalza, medía más de un metro setenta. Sumando la melena rizada de casi diez centímetros, daba la impresión de sobrepasar a la mayoría de tos hombres. Tenía la fuerza de un caballo de tiro, era invencible como una muía y tenía menos gracia que cualquiera de los dos, y todo eso hacía que los hombres la tratasen como a "uno de los muchachos".

Viajaba sola y afirmaba que la pradera era su único hogar y cuando terminaba la época de la cosecha nadie sabía dónde se refugiaba durante el invierno. Cuando le preguntaban por sus orígenes, vociferaba, escandalosa:

– Me engendró el demonio cuando se enredó en amores con un búfalo hembra. -Jamás dejaba de provocar estentóreas carcajadas cuando se quitaba el sombrero, exhibía su cabello y graznaba-: ¡El diablo me dio el fuego y el búfalo, la forma!

Para rematar, golpeaba en el hombro a algún hombre con el deforme sombrero de fieltro, lo encasquetaba sobre la cabellera y adoptaba una pose desafiante, con las manos en las caderas carnosas, mientras las carcajadas retumbaban alrededor. Sólo una mujer como Isabelle podía hacer lo que ella hacía. El tiro que guiaba estaba compuesto por dos mulas bayas de mal talante; el vehículo del que tiraban no sólo era cocina y comedor móvil sino también su hogar rodante. Manejar la desmañada carreta con ese par de criaturas obstinadas habría acobardado a muchos hombres. Isabelle, sin embargo, arreaba con todo ello, igual que con la tarea monumental de proporcionar cuatro sustanciosas comidas por día a la cuadrilla de trilladores, que podían llegar a ser unos veinte. En casi todas las granjas, esa tarea la cumplía un ejército de cocineros, pero Isabelle hacía todo sola, llevando la comida a los trabajadores en lugar de que ellos tuviesen que ir a buscarla. El desayuno y la cena se servían en cualquier lugar, cerca del cobertizo o de la barraca, mientras que la comida de mediodía y los bocadillos de la tarde se servían al aire libre, en los vastos trigales, cerca de la máquina de vapor, ahorrando así valiosas horas de trabajo. Los que contrataban sus servicios la proveían de carne y verduras, que ella cocinaba y servía en la carreta misma, sobre la larga mesa que ocupaba buena parte del interior.

Hacía nueve años que acudía a la granja de Theodore. No sólo los Westgaard sonreían al ver el pelo color zanahoria y las rodillas separadas con las faldas colgando en medio como una hamaca, sino también los peones contratados, que habían compartido con ella muchas comidas y muchas risas.

Cuando la carreta apareció dando tumbos por el sendero irregular en el linde del campo, donde la máquina ya estaba resoplando, Theodore se echó el sombrero hacia atrás. Apoyó la mano en el mango de la horquilla y se quedó viéndola avanzar, con una expresión benévola en la boca.

– Belle ha vuelto -comentó John, girando para observar la carreta.

El estrépito de los herrajes era amortiguado por los resoplidos de la máquina a vapor que había tras ellos,