– Sí, ha vuelto Belle -lo secundó Theodore.
– Esa Belle sí que cocina bien -elogió John, con sencillez.
– Ya lo creo.
Belle frenó a las muías, se puso de pie con las riendas en una mano y con la otra agitó con vehemencia el sombrero.
Los peones estallaron en una cacofonía de gritos, burras y silbidos.
– ¡Eh, Belle, cariño! ¿Sigues preparando la mejor pierna de este lado de las Rocosas?
Belle se miró los muslos, hizo bocina y vociferó en una voz que parecía una guitarra atrapada en una tabla de lavar metálica:
– ¡Si quieres hablar de mis piernas, ven aquí, donde pueda darte una bofetada en la boca, pequeño gusano sarnoso!
– ¡Piernas de vacuno, Belle! -replicó el hombre, también a gritos.
– ¡Pierna de vacuno, mi trasero! ¡Te refieres al búfalo, ya lo sé!
Muy erguida en la alta carreta, recortada contra el cielo azul claro con los brazos en jarras, en ese momento no había hombre que no la amara.
– Eh Belle, ¿todavía no has encontrado a un hombre que pueda echarte sobre el hombro como a un saco de grano?
– ¡Diablos, no! Sigo soltera. ¡Desde la última vez que nos vimos, yo sí me eché algunos al hombro!
Aulló de risa ante su propia broma, a la que se unieron los hombres, hasta que uno exclamó:
– Tengo el primer baile, Belle. ¡Me lo prometiste el año pasado!
– ¡Al diablo las promesas! ¡Te pondrás en la fila, con los demás!
– Belle. ¿Has aprendido ya a hacer pastelillos de patatas?
– ¿Quién habla? ¿Eres tú, Cope, pequeña hormiga borracha?
Se protegió los ojos y se inclinó hacia delante.
– ¡Soy yo Belle!
– ¿Aún tienes ese pestilente pedazo de estiércol de vaca pegado a la mejilla? ¡Me parece que puedo olerlo desde aquí!
Cope se agachó y escupió un chorro oscuro, para luego gritar:
– Así es. ¡Y todavía puedo acertarle a un saltamontes desde más de tres metros!
Belle se echó atrás y se desgañitó de risa, alzando una rodilla y dándose una palmada lo bastante fuerte para descoyuntarla. Después gritó:
– ¡Eh, Theodore!, ¿acaso les pagas a estos inútiles para estar aquí bromeando con la cocinera?
Theodore, que estaba a un lado disfrutando del atrevido intercambio, se limitó a sacudir la cabeza mirando hacia el suelo, se acomodó el sombrero y, sonriendo, reanudó el trabajo seguido por los demás, todos alegres y dispuestos.
Todos los años cuando llegaba Belle sucedía lo mismo: tanto el trabajo como la diversión comenzaban al tope. El trabajo fatigoso resultaba aligerado por la camaradería que la mujer suscitaba en todos ellos. Se aproximaba el invierno y pronto estarían de regreso en sus hogares, aislados por la nieve. Pero, por el momento, estaba el ronquido rítmico de la máquina y la promesa de comida sustanciosa y risa abundante en torno de la mesa de Belle. También habría bailes, más bromas y, al terminar, bolsillos llenos.
Por eso trabajaban bajo el sol de otoño animados por un solo propósito por la intensa jovialidad que despertaba Belle con tanta naturalidad.
Aunque la mañana había amanecido ribeteada de escarcha, mucho antes de mediodía los hombres sudaban bajo el sol, alimentando con haces de trigo la máquina que separaba el grano de la paja y los escupía en dos direcciones distintas. Cada tanto se alejaba del campo una carreta cargada de trigo, en dirección a los graneros de la granja. A cada carga que se alejaba, crecían las parvas de heno.
Al mediodía, Belle salió de la carreta y golpeó una sartén con la cuchara de madera. Los trabajadores dejaron las horquillas, se enjugaron la frente y fueron hacia las palanganas con agua caliente que ella dejaba cerca de la carreta. Se lavaban bajo el sol, tentados por los aromas que flotaban hacia ellos a través de las puertas horizontales que estaban levantadas a ambos lados del vehículo, ofreciendo una vista del interior. En el frente, Belle se afanaba alrededor de la negra y enorme cocina, vociferando con su voz chirriante:
– ¡Cope, escupe esa mascada de tabaco antes de poner un pie en mi cocina! ¡Porque, si no lo haces, lo haré desaparecer yo con mi pasapurés y no te gustará dónde lo meteré!
Cope obedeció, recibiendo los codazos de los compañeros, que sonreían.
Otra vez se oyeron las escandalosas órdenes de Belle.
– Y no quiero oír hablar más de buñuelos de patatas, ¿me oyes, Cope? Si cuando hayas terminado lo que yo sirvo en la mesa aún puedes comer un buñuelo de patatas, yo misma te cargaré sobre mi hombro y te llevaré al salón de baile el sábado por la noche.
Cuando se agruparon dentro, los hombres todavía reían entre dientes. Llenaron los bancos que abarcaban todo el largo de la mesa y se dedicaron a la generosa comida, entre bromas amables y carcajadas. Había cerdo y vacuno asado, puré de patatas con una suculenta salsa, guisantes verdes y maíz amarillo, crujientes buñuelos y encurtido de col, pasteles de manzana y café fuerte. Y, mientras todo eso desaparecía, estaba la presencia constante de Belle moviéndose entre los bancos, instándolos a comer, lanzando réplicas atrevidas, llenando una y otra vez los platos, dando una palmada en un hombro por aquí, un tirón de cabello por allá.
Trataba a Theodore igual que a los demás. Él también recibía su porción de bromas, de palmadas en la espalda y alguno que otro retruécano de áspero humor.
Pero, esa noche, cuando los otros ya se habían acostado en el henil sobre el heno nuevo de dulce fragancia, Theodore llevó a la talabartería un cubo de agua fría y una barra de jabón, cerró la puerta, se bañó y se puso ropa limpia. Mientras se abotonaba la camisa azul, se preguntó si los otros sospecharían lo que existía entre él y Belle. Después apartó esa idea de la cabeza, se acomodó los tirantes sobre los hombros y se puso una chaqueta de lana escocesa para protegerse del fresco de la noche.
Cuando se escabulló del cobertizo, la luz de la carreta de Belle ardía suavemente entre los arbustos. Theodore ya sabía que la mujer habría bajado las puertas horizontales, asegurándolas con un gancho en la parte de abajo y dejando sólo un cuadrado de luz que pasaba a través de la ventana de la puerta trasera.
Golpeó suavemente y metió tas manos en los hondos bolsillos de la chaqueta, con la vista fija en el peldaño, que le llegaba a la altura de la rodilla.
Se abrió la puerta y él alzó la cabeza. La fuerte luz pasaba entre los cabellos de Belle dándoles el color del atardecer, para luego caer sobre el rostro de Theodore, vuelto hacia arriba. La mujer tenía puesta una bata de noche de muselina y estaba envuelta en un chal verde claro, que sujetaba en el pecho. Su cara estaba en la sombra cuando se asomó para abrirle la puerta y hacerlo pasar. Ya no quedaban rastros de la marimacho vocinglera. En su lugar, había una mujer dulcificada que había cambiado la fachada ruda por una tranquila dignidad, ni tímida ni atrevida.
– Hola, Belle -dijo Theodore, en voz queda.
– Hola, Ted -respondió-. Estaba esperándote.
El hombre lanzó una breve mirada sobre su hombro hacia la granja silenciosa.
– Es una hermosa noche y pensé que podríamos conversar un rato.
– Pasa.
Se apartó para dejarlo pasar y Theodore subió el escalón y entró, cerrando la puerta sin ruido tras él, echando una mirada en redondo con las manos todavía en los bolsillos. Los bancos habían sido colocados debajo de la mesa y esta contra una de las paredes. Sobre la mesa, la ropa de cama: dos gruesos edredones de plumón de ganso y una sola almohada mullida. Así, con las persianas cerradas, el interior de la carreta era acogedor e íntimo. Una tetera siseaba suavemente sobre la cocina, y junto a la puerta de entrada había una lámpara de petróleo apoyada sobre la única silla.
– Todo está igual -dijo, pasando la mirada a la mujer y luego siguiendo con la inspección.
– Está igual. Nada cambia. Siéntate.
Hizo el gesto de sentarse, pero, al ver la lámpara, se enderezó otra vez.
– Ven, quitaré esto -dijo Belle, rozándolo al pasar en ese espacio para levantar la lámpara y apoyarla en uno de los bancos, que sacó de debajo de la mesa y acercó a la pared opuesta.
Theodore se sentó en la silla y Belle en el borde de la cama improvisada. Por un minuto entero, ninguno de los dos pronunció palabra.
– ¿Cómo has estado? -preguntó, al fin, la mujer.
Theodore le lanzó una mirada nerviosa, con los codos apoyados sobre las rodillas separadas.
– Bien… bien. Ha sido un buen año.
Volvió a clavar la vista en el suelo, a sus pies.
– Sí. Para mí, también. He visto que tienes de nuevo a casi todos los mismos muchachos.
– Si, Cope y los otros son buenos trabajadores. Sin embargo, hay un par que son nuevos.
Siguió con la vista baja.
– Ya lo he visto. ¿Y cómo están resultando?
– Bien… -Luego, más bajo, asintiendo con la cabeza-bien.
– Ese hijo tuyo sí que ha crecido.
Theodore aventuró un breve encuentro de las miradas, sonriendo con contenido orgullo.
– Sí, un poco más y será tan alto como yo.
– Además, cada vez se te parece más.
Theodore rió sin mido, un poco pudoroso.
– He notado que no fue a trabajar en la trilla hasta la tarde.
Theodore se aclaró la voz y, por fin, la miró a los ojos:
– No, ya ha comenzado la escuela. La nueva maestra se enfureció porque yo lo mantenía apartado de la escuela, así que, al final, lo dejé ir.
– Ah, entiendo.
Theodore se apresuró a agregar:
– Claro que, en cuanto regresa de la escuela, viene a ayudar.
El tema acabó y, como a ninguno de los dos se le ocurrió uno nuevo. Theodore volvió a bajar la vista. Tras unos momentos, se frotó la nuca. Al notarlo, Isabelle explicó:
– Aquí dentro, cuando cierro, está un poco caluroso. ¿Quieres quitarte la chaqueta, Ted?
El hombre se puso de pie para hacerlo y se encontró con que Belle estaba tras él, ayudándolo. Cuando se volvió para dejar la prenda sobre el banco, contempló los hombros y el costado del pecho adornado por el enrejado del chal verde. Cuando la mujer se enderezó y se volvió, lo miró directamente a los ojos.
– He pensado en ti, Ted.
– Y yo también en ti.
– ¿Todavía no le has casado?
– No.
Theodore negó con la cabeza y bajó la vista.
– Si yo decidiese abandonar esta vida enloquecida y asentarme, ya lo habrías hecho.
– Oh. Belle…
– Baja la cortina, Ted.
Ted levantó la vista y su manzana de Adán subió y bajó. Sin más rodeos, fue hasta la puerta trasera y corrió la cortina con dibujos azules y rojos por medio del cordel. Cuando miró otra vez a Belle, la encontró sentada sobre el borde de la cama, aún con el chal puesto.
– ¿Sabes lo que siempre me gustó más de ti, Ted? -No esperaba respuesta y no la obtuvo. Sólo los oscuros ojos inciertos que atraparon la luz anaranjada de la linterna al alzarse y luego parpadearon-. Nunca me das por segura.
Theodore se acercó a ella, llevó una de sus grandes manos a la sien de la mujer y tocó el colorido cabello, que ella había recogido hacia atrás y atado en la nuca con una marchita cinta blanca. Estaba húmedo, como si acabara de lavárselo y Belle olía al único perfume que usaba: extracto de vainilla común. Sin hablar, le quitó el chal de los hombros, lo dobló por la mitad y lo dejó con cuidado sobre su chaqueta. Tomó la cinta con los dedos y deshizo el moño. Cuando dejó la cinta blanca encima del chal, lo hizo con tanto cuidado como si fuese una tiara enjoyada.
Volvió junto a la cama, tomó la cara de Belle con las manos, la alzó y apoyó su boca sobre la de ella con singular parsimonia.
Cuando el beso acabó, Theodore llevó la vista otra vez hacia el limpio rostro.
– Cuando uno da por segura a otra persona, resulta herido -fue su respuesta.
La besó otra vez y sintió que las manos de ella iban a los tirantes, los bajaban y le abrían la camisa para luego atraerlo hacia ella sobre los edredones de plumas, donde encontraron juntos el alivio.
Después, relajados y lánguidos, Theodore descansó con la cabeza de Belle en el hueco de su hombro. Su mano reposaba sobre el pecho de él y él subía y bajaba las yemas de los dedos por el brazo de la mujer.
– ¿Qué les pasa a las mujeres de aquí? ¿Por qué ninguna de ellas te ha atrapado?
– No quiero dejarme atrapar.
– Qué pena, porque eres magnífico en lo que acabamos de hacer.
Theodore sonrió en dirección al techo.
– ¿Lo soy?
– Claro que sí. ¿Acaso crees que a alguno de esos mamarrachos le importa lo que yo siento? ¿Lo solitario que es vivir en esta carreta atestada noche tras noche, año tras año?
– Entonces ¿por qué no te casas, Belle?
– ¿Y tú me lo preguntas, Ted? -La mano dejó de moverse sobre el brazo de la mujer y ella le dio un manotazo juguetón en el pecho- Oh, no te pongas tan tenso, sólo estaba bromeando. Ya sabes que una gitana como yo nunca se decidiría a asentarse. Aun así, de vez en cuando sueño con hacerlo. A veces, a una mujer le gusta sentirse como una mujer.
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