La mano masculina hizo una leve pasada por su pecho.

– Te aseguro que eres una mujer.

Belle rió y se quedó contemplando distraída el resplandor de la linterna y lanzó un suspiro sobre el pecho de él.

– Ted, ¿alguna vez te has detenido a pensar que tú y yo somos mucho más diferentes por fuera que por dentro?

– Lo hice un par de veces.

– Creo que no existe ningún otro hombre que vea en mí otra cosa que dos mangos de hacha, un montón de cabellos rojizos y demasiada insolencia. Hace años que tengo la idea de darte las gracias por haberte tomado la molestia de mirar un poco más a fondo.

La cubrió con los brazos, la besó en la coronilla y dijo:

– Eres una buena mujer, Belle. Y, últimamente, me dio por pensar que, tal vez, seas la única amiga que tengo, aparte de mis hermanos.

Belle levantó la barbilla y lo observó:

– ¿En serio?

Theodore le sonrió y la estrechó un poco:

– En serio.

– ¿Crees que será un indicio de que estamos volviéndonos viejos? Porque yo también estuve reflexionando sobre lo mismo. Nunca me he quedado lo suficiente en un sitio para hacer amigos. Supongo que eso será porque siempre estoy impaciente por volver aquí todos los años.

– Y yo estoy siempre aquí, esperando.

Belle acomodó otra vez la cabeza en su hombro, reflexionó en silenció un poco más y preguntó:

– Ted, ¿piensas que lo que hacemos está mal?

Ted se quedó mirando la mancha circular que dejaba el borde de tubo de la lámpara en el techo y que formaba un trémulo anillo.

– En el Buen Libro dice eso. Pero ¿a quién perjudicamos, Belle?

– A nadie, que yo sepa. A menos que tu hijo lo descubra. Tal vez no sea muy bueno para él. ¿Te parece que sospechará?

– Esta noche, antes de venir aquí, lo pensé. Está creciendo en distintos aspectos. El último tiempo, ha estado soñando con la nueva maestra y, cuando se empieza con eso, los muchachos prestan mucha atención pájaros y abejas.

– Me imagino por qué sueña con ella. Es bonita, ¿no?

Por extraño que fuera, la observación de Isabelle le sacudió el corazón con más fuerza que ninguna de las cosas que la mujer había dicho o hecho esa noche.

– Supongo que está bien. En realidad, nunca la he mirado.

– ¡Está bien! ¡Pero, Ted!, ¿dónde tienes los ojos? Una mujer como yo daría los dientes sanos que le quedan para tener la apariencia de ella aunque fuese un día.

Mientras Ted reía entre dientes, Belle se estiró sobre su pecho, hacia la mesa, y tomó un librillo de papel de cigarrillos y un saquillo de tabaco.

Acostada de espaldas, con manos diestras, lió un cigarrillo, lo enrolló, pasó la lengua, cerró el cordel del saco con los dientes y luego se estiró otra vez encima de Theodore para tomar un fósforo de madera y un cenicero. Encendió la cerilla contra el borde de la mesa, bajo los edredones que colgaban, y se recostó de nuevo con el cenicero sobre el pecho, contemplando pensativa el humo que flotaba hacia el techo.

Theodore aguardó paciente hasta que se acomodó y comentó en tono seco:

– Belle, tus dientes no tienen nada de malo, ni tampoco tu rostro.

Sonriendo, la mujer formó un perfecto anillo de humo.

– Por eso me gustas, Ted, porque nunca adviertes lo que tengo de malo.

Theodore la vio fumar medio cigarrillo, esforzándose por impedir que las imágenes de Linnea dejasen de brotar en su mente y lo obligaran a comparar. Pero no pudo y, quitando el cigarrillo de los labios de Belle, lo puso entre los suyos y dio una profunda calada. Le resultó tan desagradable como siempre y lo apagó, haciendo moverse el cenicero sobre el pecho de Belle.

– Isabelle, tengo que recuperar un poco el tiempo y estoy poniéndome impaciente.

Dejó el cenicero en el suelo, se tendió de espaldas y vio que Belle le sonreía, con los párpados entornados. Mientras lo atraía hacia sí con sus fuertes brazos y piernas, afirmó con su áspera voz de contralto:

– Sí, señor, por aquí hay algunas mujeres muy estúpidas, pero espero que nunca se espabilen, porque si lo hicieran, Ted…

– Cierra la boca, Belle -dijo, posando la suya sobre la de la mujer.

Era la noche del sábado. El primer baile de la temporada de cosecha empezaría a las ocho en el cobertizo de Osear Knutson, el que tenía el henil más vacío.

Linnea había dedicado toda la tarde a prepararse para el acontecimiento. Podría haber empleado menos tiempo si Lawrence no la hubiese interrumpido a cada instante, haciéndola girar alrededor del cuarto al son de violines y chelos que tocaban valses vieneses… ¡y ella en enaguas!

Ahora estaba sentado en la mecedora de la muchacha, observando cómo se recogía el cabello con dos peinetas, probando diversas maneras y mirándose, seria, en el espejo,

– Me imagino que serás la más bella del baile. Seguramente bailaras con Bill, con Theodore, con Rusty y…

– ¿Rusty? Oh, no seas tonto, Lawrence. No porque me haya sonreído y considerado hermosa, me… -Se inclinó más hacia el espejo, se pasó cuatro dedos de la mandíbula al mentón y examinó su reflejo con aire crítico-. ¿Te parece que soy hermosa, Lawrence? Siempre creí que mis ojos están demasiado separados y eso me hace parecer una ternera. -Se señaló un incisivo con el índice-. Y luego este diente torcido. Siempre lo odié.

Cerró los labios y sonrió, frunciendo otra vez el entrecejo ante lo que veía en el espejo.

– No estarás buscando cumplidos, ¿verdad?

Linnea giró, con los brazos en jarras.

– ¡No estoy buscando cumplidos! Y, si piensas burlarte de mí, puedes irte. -Giró otra vez hacia el espejo-. De todos modos, será mejor que te vayas, pues de lo contrario jamás terminaré de arreglarme el cabello.

Se lo había lavado y enjuagado con vinagre y ahora, ya seco, lo rizaba con las tenacillas. Calentándolas sobre la lámpara, canturreaba y probaba distintos peinados. Probó a recogerlo todo sobre la coronilla, dejando pequeños tirabuzones sueltos, pero era demasiado largo y el peso de los mechones deshacía los rizos y los dejaba con la apariencia de colas de vaca. Luego lo levantó en un nudo flojo, dejando finos mechones alrededor del rostro y la nuca. Pero era difícil hacer un moño flojo que no se deshiciera del todo: ya se imaginaba girando por la pista de baile, despidiendo horquillas en todas direcciones. Para cuando terminó de probar, tuvo que volver a formar los rizos.

Esa vez se decidió por un peinado sencillo, casi de niña, suelto en la parte de atrás y recogido a los lados, bien alto con una cinta azul oscuro.

Examinando el resultado final, sonrió y pasó a la siguiente decisión: qué ponerse.

Repasando su limitado guardarropa, descartó las prendas de lana, que serían demasiado abrigadas, y eligió la blusa blanca con canesú y la falda verde con las tres tablas atrás, que se ondularía cuando ella girase por la pista de baile.

Se puso en la cara una pizca de crema de almendras, que reservaba para ocasiones muy especiales. Sobre los labios y las mejillas extendió tres gotas de rouge líquido. Se enderezó, se miró y rió entre dientes. Parece una, prostituta, señorita Brandonberg. ¿Qué irán a pensar tos padres de sus alumnos?

Intentó quitarse el colorete, pero ya le había impregnado la piel. Lo único que logró fue irritarse las mejillas y dejarlas más encendidas. Se lamió y se chupó los labios, pero también se habían teñido.

Sonó un golpe y Linnea se miró en el espejo, perpleja. ¡Ahora no sólo tenía los labios rojos sino también hinchados! ¿Cómo hacen las mujeres para madurar y estar seguras de sí mismas? Comprendió que era demasiado tarde para arreglar su cara y fue a abrir la puerta.

– ¡Ah, Kristian! ¡Qué apuesto! ¿Tú también vas?

Allí estaba, ataviado con los pantalones de los domingos, una camisa blanca, los zapatos relucientes y el cabello peinado hacia atrás con brillantina, formando un copete como una cresta de gallo. ¡y olía fatal! Como la sala de un funeral, llena de claveles. Fuera lo que fuese lo que se había puesto, había exagerado, y Linnea contuvo las ganas de apretarse la nariz.

– Claro que sí. Empecé a ir en noviembre, cuando cumplí dieciséis.

– Por Dios, ¿aquí todos empiezan a bailar tan jóvenes?

– Sí. Mi padre empezó a los doce. Pero, cuando yo cumplí doce, me dijo que las cosas eran muy diferentes a cuando él tenía doce y que Ray y yo tendríamos que esperar hasta que tenemos dieciséis.

– Que tuviéramos.

El muchacho se sonrojó, removió tos pies y repitió, sumiso:

– Tuviéramos dieciséis.

Notando la incomodidad del chico, le dio una palmada en la mano.

– ¡Oh, maldición! ¿Siempre tengo que comportarme como una maestra de escuela? Espera un minuto que tome el abrigo.

Kristian la vio alejarse.

¡Por Dios, qué mujer! Ese cabello… todo suelto y rizado. Si uno ponía un dedo en esos rizos, se enroscaría y lo apretaría como el puño de un recién nacido. Y el rostro… ¿qué se habría hecho en la cara? Estaba todo sonrosado, suave, y tenía los labios hinchados como si estuviese esperando que alguien te plantase un beso en ellos. Trató de imaginar qué diría un hombre en una ocasión semejante, para hacerle saber a una mujer que a uno le gustaba más que una lluvia primaveral, pero tenía la mente en blanco y el corazón le martilleaba en el pecho.

Cuando regresó, Linnea captó su expresión fascinada y pensó: "¡Oh, no! ¿Y ahora, qué hago?". Seguía siendo la maestra, y no cabía duda de que Kristian necesitaba aprender cosas, una de las cuales era que ayudar a una mujer a ponerse el abrigo no constituía un gesto de intimidad, de modo que lo haría.

– Kristian, ¿me ayudas, por favor?

El muchacho se quedó mirando la prenda de lana, sin atreverse a tocarla.

– ¡Oh! -Dio un salto y se sacó las manos de los bolsillos-. Oh, claro.

Hasta entonces, nunca había ayudado a una mujer a ponerse el abrigo. Vio cómo se lo ponía y luego sacaba el cabello de adentro del cuello… no cabía duda de que las mujeres se movían de manera diferente que los hombres.

Bajó la mecha de la lámpara y descendió la escalera delante de Kristian con paso ágil.

Abajo se les unió Nissa: otra sorpresa.

– ¿Usted también viene? -preguntó Linnea,

– Te desafío a que trates de impedírmelo. ¡Todavía mis piernas no están endurecidas y bailar es más divertido que mecerse!

Estaba ataviada con un vestido azul marino con cuello de encaje blanco sujeto adelante por un broche espantoso. Y estaba impaciente por ir.

Afuera Theodore estaba sentado en el asiento de una calesa de cuatro ruedas, llena de hombres risueños y la llamativa cocinera pelirroja, que les contaba un estrepitoso cuento sobre un individuo llamado Ole, capaz de ventosear a voluntad.

Cuando los tres se aproximaron desde la casa, Rusty Bonner se bajó de un salto, sonriendo con la mitad de la boca. Se tocó el ala del sombrero y metió los pulgares detrás de la reluciente hebilla del cinturón.

– Buenas noches, señora Westgaard, señorita Brandonberg. ¿Me permiten?

En primer lugar, le ofreció la mano a Nissa.

– ¿Para hacer qué? -Graznó, y sin aceptar la mano, le informó-: Yo iré adelante, con Theodore. Estos viejos huesos todavía pueden bailar, pero acurrucarme ahí sobre el heno podría dañarme las coyunturas.

Entre las risas de los hombres, la anciana se subió a la parte delantera de la carreta dejando a Linnea frente a Rusty que aún tenía la mano extendida hacia ella.

– ¿Señora? -dijo con su acento arrastrado.

¿Qué remedio le quedaba sino aceptar?

Theodore observó los procedimientos con expresión ominosa, notando que Bonner ponía en juego su encanto y, con ademanes fluidos como manteca derretida, la tomaba de la cintura y, alzándola, la depositaba sobre la paja. A continuación, con un salto de sus largas piernas, lució su agilidad. Frunció el entrecejo, mientras Bonner se colocaba lo más cerca que podía junto a Linnea.

Theodore se volvió.

– ¡Arre!

No tenía por qué importarle que Rusty Bonner coquetease con cualquier mujer a la que no le colgaran los pechos -miró de soslayo a la madre… ¡y con algunas a las que sí les colgaban! Pero la pequeña señorita sería un fruto fácil de recoger para un tipo que se movía con tanta fluidez como Bonner.

“! No tiene a su padre cerca para cuidarla, así que es responsabilidad tuya! Bonner la voltearía sobre el heno más rápido de lo que una comadreja salta al cuello de una gallina, y ella no se daría cuenta de lo que pretende hasta que fuese demasiado tarde!"

Durante el trayecto, Linnea sintió que la cadera y el muslo de Rusty Bonner se apretaban contra ella. Al otro lado de la carreta, la ruidosa cocinera relataba un cuento que describía el modo de pelar un pez con los dientes. Los hombres rugían de risa. Pero, desde la derecha, le llegaba la ardiente furia de Kristian contra Bonner. Sentados con la espalda apoyada en los costados de la carreta, tenían las rodillas levantadas. Linnea intentó moverse un par de centímetros para alejarse de Bonner, pero se encontró con Kristian, ¡y eso no era solución! Se puso en el centro lo mejor que pudo, aunque Bonner permitía que su pierna se sacudiese, apretando la de ella. Linnea veía que era el único de los hombres que llevaba puesto un pantalón de vaquero tan ajustado que resultaba indecente. Esa prenda contribuía a darle esa apariencia fibrosa y subrayaba la sexualidad contenida que la hacía sentirse incómoda y un poco asustada. Percibió que la observaba desde abajo del sombrero de vaquero, con los hombros caídos en pose indolente, las rodillas separadas y las muñecas balanceándose, perezosas, contra la ingle.