– ¿Has tenido un paseo agradable?
El sonido de su voz que llegaba desde las sombras, al otro lado de la cocina, le encendió la sangre. Al volverse lo vio apoyado contra la entrada a la sala, con los brazos cruzados flojamente. Llevaba puestos unos pantalones negros y tirantes negros sobre la parte superior de la prenda enteriza que usaba para dormir. Llenaba la prenda como una manzana Hena su pellejo, y aquella enfatizaba cada bulto y hondonada. Tenía las mangas enrolladas sobre el codo, y exhibía gruesos antebrazos musculosos, sombreados de vello oscuro. Más vello aparecía en la abertura del cuello. Era mucho más hombre que Bill.
– Sí -respondió, manteniéndose erguida y quieta.
Theodore aguardó en silencio, debatiéndose contra los celos, ordenándole a su corazón que se calmara. La luz de la lámpara daba a su piel un matiz de melocotón. Los labios de Linnea estaban entreabiertos y en sus ojos se veía un desafío. No hizo el menor esfuerzo por disimular que estaba acariciando la silla en que él solía sentarse. Esa maldita chica no sabía qué le estaba insinuando.
– Hemos ido hasta el arroyo.
Theodore sabía perfectamente lo que se proponía, y se reclinó contra el vano de la puerta con fingida indolencia, como si dentro de él no se retorciera todo, como si no estuviese preguntándose qué más habrían hecho.
– Es muy hermoso de noche.
¡Pedazo de noruego obstinado! ¿No adivinas lo que siente mi corazón?
– Me ha invitado a bailar el sábado por la noche.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué le ha respondido?
– He aceptado.
Theodore clavó la mirada en ella por largo tiempo, sin moverse. Hill era joven; tenía derecho. Y, sin embargo, eso no lo hacía más fácil de aceptar. Por último, se obligó a apartar la vista.
– Qué bien -dijo apartándose de la puerta.
Linnea sintió ganas de llorar.
– S…sí. -Soltó un hondo suspiro y le preguntó-: ¿Usted irá?
Theodore hizo como si lo pensara largo rato antes de responder:
– Supongo que sí.
– ¿Esta vez bailará conmigo?
– Es preferible que baile con los más jóvenes.
Linnea levantó una mano en ademán suplicante.
– Teddy, no quie…
– Buenas noches, Linnea.
Giró rápidamente y la dejó ahí, de pie en la cocina.
Cuando Theodore estuvo dentro del dormitorio, se sentó en el borde de la cama con la cabeza entre las manos. El rostro de Linnea ardía ante él, ese bello rostro joven que no ocultaba nada. Con esos ojos azules de largas pestañas, incapaces de esconder la verdad. Se echó hacia atrás con los ojos cerrados y los brazos abiertos. Señor, Señor. El era el que tenía más edad más sabiduría. Él era el responsable de mantenerla a distancia. Pero ¿cómo?
En la semana que siguió, el tiempo se volvió frío y los heniles comenzaron a llenarse. Un jueves. Osear Knutson pasó a informarle a Linnea que el baile del sábado se haría en la escuela.
– ¿En la escuela?
– Aquí hay estufa, y bastará con que apilemos los pupitres contra una pared. Haremos casi todos los bailes aquí hasta que los heniles se vacíen otra vez, hacia la primavera. Quería comunicárselo para que usted diga a los chicos que vacíen los tinteros. Por lo general, Theodore viene a encender la estufa y a preparar todo.
Otra vez Theodore. No le había dirigido ni dos palabras desde que ella le dijera que iría a bailar con Bill, y lo último que hubiese querido era pedirle que fuese a la escuela a encender la estufa antes del baile.
– ¿Tengo que pedírselo?
– No, ya está todo organizado.
Todos llegaron temprano: Bill y Linnea en el coche. Theodore, Nissa, Kristian y los peones en otro, y se encargaron de encender el fuego, de llenar la cazuela de agua y de apartar los pupitres.
Por la noche, la escuela tenía un aspecto acogedor, con la negrura que se veía por las ventanas y las lámparas encendidas en el interior. Línea corrió el escritorio contra la pizarra para que la orquesta pudiese instalarse sobre la tarima. Nissa instaló una mesa con tentempiés en el guardarropa, cortando un pastel de limón, al que se sumarían otros pasteles y emparedados cuando llegaran las demás mujeres. Kristian esparció harina de maíz por el suelo. Theodore encendió el fuego y luego recorrió el salón con la cabeza ladeada, observando la hilera de dibujos infantiles colgados de la pared con un cordel rojo.
Oyó a sus espaldas una voz tranquila:
– Flor de cardo.
Mirando sobre el hombro, vio que Linnea lo observaba con los brazos cruzados. Tenía puesto un vestido azul marino a media pierna y no parecía mayor que las niñas que habían hecho esos dibujos.
– Eso supuse, pero en algunos casos es difícil saberlo.
Se dio la vuelta para seguir observando las torpes obras de arte, con los pulgares enganchados en los broches de los tirantes y una sonrisa benévola en los labios. Linnea acompañó su paseo a lo largo de la fila-
– Los de Haloween son un poco mejores. -Se los señaló-. Calabazas… mazorcas de maíz… fantasmas…,
Cuanto más avanzaban, más aumentaba la calidad de los trabajos, hasta que pasaron de ser grandes dibujos a composiciones escritas con pequeñas ilustraciones en la parte de arriba.
– Kristian no es muy bueno dibujando, pero en lo que se refiere a redacción tiene grandes condiciones. Vea. Esta es suya. -Quitó un alfiler recto de una esquina del papel y se lo entregó a Theodore, con expresión de orgullo-: Léala y verá.
¿Leerla? Boquiabierto, miró primero el papel y luego a la muchacha sin saber qué hacer. Como no se le ocurrió ninguna otra cosa, aceptó la composición del hijo con gestos rígidos y se quedó mirándola, con Línea junto a él, resplandeciente de orgullo. Se quedó ahí por largos minutos, sintiéndose ignorante. Se preguntó qué diría el papel. La negra escritura sobre la página blanca le evocó filas paralelas de tocones de cereal que sobresalieran de la nieve fresca, pero más allá de eso no significaban nada para él. Tenía treinta y cuatro años, y su hijo era más inteligente que él.
Y ahora ella lo sabría.
Linnea ladeó la cabeza y señaló una parte de la página.
– ¿Ve lo que eligió para comentar? ¿No cree que eso revela una mente curiosa?
Theodore sintió que la sangre se le agolpaba en el pecho. Le subía al cuello. Llegaba a las orejas y sintió que se le ponían tan calientes que quemarían el cabello que las rodeaba. Bajó la cabeza, tragó y clavó la vista en el papel, mortificado.
Alegre, la muchacha cruzó los antebrazos a la espalda, esperando que él terminase de leer e hiciera algún comentario. Como no lo hizo, alzó la cara y le dedicó una sonrisa vivaz:
– Bueno, ¿no le parece maravilloso?
Con un solo vistazo, supo que algo malo sucedía. Theodore se había puesto encarnado y no levantaba la vista.
– Supongo que sí-tartamudeó al fin.
– Bueno, no parece… -Linnea pasó la mirada del rostro del hombre al papel, luego otra vez a la cara, y sus palabras fueron frenándose como una máquina que perdiese el vapor-… muy impre… -Su mente tropezó con algo. Sacó una mano de atrás y se tapó los labios-. Oh… -exhaló, comprendiendo la verdad al fin-. Oh, Theodore… ¿no sabe leer?
Estaban cerca, tan cerca que lo oyó tragar convulsivamente mientras que con la uña del pulgar rascaba el margen derecho del papel.
Negó con la cabeza gacha.
"Oh, mi querido, terco, Theodore. ¿Por qué no me lo dijiste?" Se sintió avergonzada por él. Se le derritió el corazón, y sintió que ella también se sonrojaba. Estaban los dos envueltos en una capa de incomodidad que los apretaba sin piedad, al tiempo que, a sus espaldas, la orquesta había empezado a afinar. Lentamente le devolvió el papel y las miradas se encontraron: Theodore aun estaba sonrojado hasta la raíz del cabello.
– Pe… pero ¿y los himnos en la iglesia? -susurró Linnea.
– Los conozco de memoria. Ya hace más de treinta años que los canto.
– ¿Y las oraciones en la pizarra?
Rememoró su propia turbación aquel día que la sorprendió burlándose de él con aquellos escandalosos insultos. En ese momento, cuando era él el sorprendido, simpatizó con él.
La mirada de Theodore, firme, se posó en la de ella.
– Lo único que entendí fue que quería rellenar a Theodore.
– Ah. -Se miró las puntas de los zapatos- Ese día, cuando lo oía a mis espaldas, creí que había estado leyendo todo el tiempo lo que yo escribía y quise morirme.
– No tanto como yo lo deseo ahora.
Linnea alzó la cara y los ojos se encontraron, ya disipada parte de la arbación. La orquesta atacó la primera pieza.
– Theodore, no tenía idea. En serio.
– Cuando yo era niño, aquí no había escuela. Mamá me enseñó un poco a leer en noruego, pero ella nunca aprendió inglés, de modo que tampoco pudo enseñarnos a ninguno de nosotros.
– ¿Y por qué no me lo dijo? No pensará que lo creo menos por eso.
– ¿Después de que discutimos por la asistencia de Kristian a la escuela? ¿Cómo podía decírselo?
– Ah -comentó, perspicaz-, es por orgullo. -Se estiró y volvió a colgar la hoja de papel-. Los hombres tienen ideas muy absurdas al respecto. Resulta que Kristian sabe un poco más que usted de idioma inglés. Pero usted sabe mucho más que él de muchas otras cosas. -Lo miró, señalándose a sí misma-: En ese sentido, usted sabe mucho más que yo sobre muchas otras cosas. La otra noche, cuando estaban hablando acerca de la guerra… Bueno, no tenía ni idea de que usted supiese tanto de lo que está sucediendo allí. Y sabe cómo arreglar molinos de viento, instalar trampas para ratones, y… me enseñó a atrapar a un caballo, a ensillarlo…
– Ensillarla -la corrigió.
Los ojos volvieron a encontrarse: algo bueno pasó entre ellos. Algo cálido, rico, radiante, que contenía promesa de gozo. En los labios de los dos se formaron sonrisas. Linnea hizo una reverencia, inclinándose desde la cintura.
– Acepto la corrección, caballero. La. Eso demuestra lo que estaba diciendo. Caramba, no tiene por qué sentirse…
– ¡Estás aquí, Teddy! -Era Isabelle Lawler, que apareció para interrumpir el instante de armonía-. Me pican los pies, y sólo hay un remedio.
Sin molestarse en pedir disculpas por la interrupción, se apoderó de Theodore y lo arrastró a la danza.
El ánimo de Linnea se agrió. Con expresión enfadada, fijó la vista en la escandalosa pelirroja que no parecía obedecer a ningún código de normas sociales. ¡Cómo se atrevía esa… ese hipopótamo de cabello anaranjado a mandar a un hombre de ese modo y, por añadidura, trompetear como un elefante! "Quisiera que asista a mi clase de etiqueta sólo un día. ¡Sólo uno!
De repente. Linnea registró algo más: Teddy. ¡Lo había llamado Teddy!
– Ven, bailemos.
Era Bill, que iba a reclamar su danza. La joven se impuso sonreír y estar alegre, pero siguió atisbando a Ted y al hipopótamo, y eso casi le arruinó la velada. Igual que la vez anterior, tuvo abundantes compañeros de baile… con la única excepción obvia. Girando y girando alrededor del tubo de la negra estufa, echaba ocasionales miradas furtivas en dirección al hombre. Sin duda, Theodore era el mejor bailarín del lugar – ¡maldito fuese su pellejo!-, ¡y bailaba con esa atrevida de cabeza colorada hasta que gastaron el suelo de la escuela! Pero no era capaz de bailar con la pequeña señorita ni siquiera para salvar su alma. Después de lo sucedido entre ellos el sábado anterior y esa misma noche más temprano, tenia la esperanza de que, al fin, empezara a considerarla una adulta. Pero al parecer, no, ¡y estaba harta de que la considerasen como si aún no se le hubiese secado la leche en los labios! Bueno, ella no tenía la corpulencia de un arado de reja múltiple. Tampoco tenía cuerdas vocales como las de un carretero. Ni el cabello del color de un gallo de Rhode Island.
Con gesto petulante, trató de hacer la vista gorda a esos dos, pero no resultó. Por último, después de haberla ignorado casi hasta el fin de la velada, componiendo su mejor postura y su expresión más altiva, cruzó la pista y golpeó a la pelirroja en el hombro.
– Discúlpeme, señorita Lawler. ¿puedo interrumpir?
Para vergüenza de Linnea, esa tonta mujer exclamó, en voz lo bastante alta para despertar a los muertos:
– ¡Bueno, yo diría que no! Cuando le pongo a un hombre las manos encima, lo aprovecho bien antes de soltarlo.
Para confirmarlo, abrazó a Theodore en un apretón fatal y giró, alejándose.
Linnea quiso morirse ahí mismo. ¿Qué otra alternativa le quedaba, salvo retroceder hasta el borde del salón y quemarse? ¿Qué veía él en esa prostituta pomposa? Era grosera, sudorosa, y arrastraba a Theodore por la pista de baile resoplando como un caballo de tiro demasiado pesado.
Que se quede con ella… es lo que merece.
Todavía estaba en esa pose petulante, al borde de la pista, cuando terminó la pieza. Vio que Theodore le decía algo a Isabelle y la acompañaba al guardarropa. Por un momento, reapareció solo, buscó entre la gente, y fue directamente hacia ella. La muchacha fijó la mirada en el violinista, y apretó los labios como si acabara de comer un encurtido en mal estado.
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