– Venga, pequeña señorita, le toca a usted.

¡Le tocaba a ella! Como si hubiese estado clavada toda la velada, esperando que él tuviese un sitio libre en su carnet de baile.

– No se moleste, Theodore.

Altanera, le dio vuelta la cara.

– Bueno, quería bailar conmigo, ¿no?

Lo miró enfadada, exasperada por la impotencia que sentía contra sus burlas. Le dabas a un hombre un par de cervezas y bailaba un par de danzas con una pelirroja y se volvía jocoso de una manera dañina.

– Borre de su cara esa expresión de complacencia consigo mismo, Theodore Westgaard. No, no quería bailar con usted. Tenía algo que decirle, eso es todo.

A duras penas, Theodore logró contener la risa ante la pequeña lanzallamas. Era tan especial cuando se enfurecía y alzaba la atrevida nariz de ese modo… además, no parecía tener más de catorce años. Pese a que se había convencido de guardar la distancia en lo que se refería a la pequeña señorita, no había nada de malo en hacerla dar un par de vueltas por la pista de baile, ante la presencia de toda la familia. De hecho, podía despertar más sospechas bailar con todas las mujeres excepto con ella.

– Entonces, venga. Puede decírmelo ahora.

No le dio alternativa. La guió por la pista con gracia y fluidez, sonriéndole con el aire de diversión más irritante.

– ¿Qué era lo que quería decirme?

¡Que te seques y que te lleve el viento… junto con esa sudorosa pelirroja! Linnea cerró la boca y miró, displicente, sobre el hombro de Theodore. Él inclinó la cabeza, flexionó las rodillas y sus ojos quedaron en el mismo nivel que los de ella.

– ¿Ahora que ya me tiene, le han comido la lengua los ratones?

– Oh, deje de tratarme como a una niña. ¡No me gusta que sean condescendientes conmigo!

Theodore se enderezó y ejecutó un diestro círculo, advirtiéndole con aire alegre:

– Eso tendrá que explicármelo.

Linnea le dio un puñetazo en el hombro.

– ¡Oh, Theodore, es exasperante! A veces lo detesto.

– Lo sé. Pero sé bailar, ¿eh?

¿Acaso este individuo tenía que ser bromista en el mismo momento en que ella quería seguir irritada con él? Le temblaron los labios, amenazando con una sonrisa.

– ¡Es un fastidioso engreído! Y, si estuviésemos en clase, en este mismo momento le castigaría a quedarse de pie en el rincón del guardarropa por haberme tratado con tanta grosería.

– ¿Usted y cuántos más? -le preguntó, con sonrisa endiablada.

Incapaz de seguir seria más tiempo, Linnea estalló en carcajadas. Y, junto con ella, Theodore. Olvidaron todas las riñas y bailaron. Por todos los cielos, qué bien bailaba ese hombre. ¡Hasta daba la impresión de que ella bailaba bien! La sostenía alejada de él, pero la guiaba con tanta destreza que el ritmo y los pasos salían sin esfuerzo. Qué diferente era en la pista de baile que en cualquier otro sitio. Era difícil creer que este fuese el mismo Theodore que la había recibido el día que llegó, enfundado en la bata de trabajo, con el estropeado sombrero de paja, y que la había tratado tan mal que casi la mandó de regresó.

– Bueno, ¿va a decírmelo o no?

Los dos se inclinaron hacia atrás desde la cintura, mientras los pies se deslizaban sin esfuerzo.

– ¿Decirle qué?

– Lo que quería decirme cuando golpeó a Isabelle en el hombro.

– ¡Ah, eso! -Levantó la barbilla con aire inaccesible-. Voy a enseñarle a leer.

Theodore sonrió.

– Conque eso hará, ¿eh?

– Si, eso haré, ¿eh? -lo imitó.

– Voy a parecer un gran tonto intentando meter las rodillas bajo uno de esos pupitres.

– Aquí no, tonto, en casa.

– En casa -repitió, sarcástico.

– Bueno, ¿acaso tiene algo mejor en qué ocuparse en las largas veladas de invierno?

Lanzó una risa mezclada con un resoplido y elevó un poco una ceja.

– ¿Está segura de que quiere ocuparse de mí? Los hombres de mi edad solemos ser bastante cabezaduras y olvidadizos. Es probable que no pesque las cosas tan rápido como sus alumnos de primero y segundo grado.

– En serio, Theodore, habla como si ya estuviese en la senectud.

– Casi.

Linnea le echó una mirada intrigada.

– Los hombres seniles tienen reumatismo. Usted no baila como si tuviese reumatismo.

– No, por Dios, mis huesos están muy bien, ¿no es cierto?

Giró y admiró su propio codo.

– ¡Póngase derecho y serio! -Lo regañó, tratando de no reír entre dientes- Cuando la maestra está sermoneándolo, no puede estar haciéndole retruécanos.

La mirada divertida del hombre se encontró con la suya mientras seguían bailando con fluidez, cada vez más a gusto con el otro.

– Y si lo hago, ¿qué hará la pequeña mequetrefe?

– ¡Mequetrefe! -replicó indignada, golpeando con el pie-. ¡No soy una mequetrefe!

Pero en ese mismo instante había terminado la música. Se hizo el silencio y las palabras de Linnea flotaron en el aire como una campana suiza por encima de un fiordo. Varias cabezas giraron, inquisitivas, en dirección a ellos. Linnea sintió que empezaba a ruborizarse, pero, por suerte, Theodore la sacó de la pista tomándola del codo. Sin embargo, al separarse, añadió el insulto a la ofensa diciéndole:

– Gracias por el baile, pequeña señorita. No se quede afuera hasta muy tarde.

¡Por dos centavos le habría pateado con gusto el trasero!

Todavía estaba tensa y encrespada como una cuerda nueva cuando Bill la acompañó a la casa. En cuanto se detuvo el coche, el muchacho le pasó el brazo por los hombros, le apretó la espalda contra el asiento de cuero y la besó. Todavía estaba demasiado enfadada con Theodore para capitular y rogó al cielo que el beso despertara alguna reacción en su corazón. Pero no despertó nada.

– Toda la noche estuve deseando hacerlo.

– ¿En serio?

– Ahá. ¿Te molesta si lo hago otra vez?

– Creo… creo que no.

Si Theodore sigue tratándome como a una niña… Quizás esto se vuelva más divertido.

Pero pasó exactamente lo contrario cuando la lengua de Bill entró en su boca y, apoyándose sobre una cadera, intentó meter la rodilla entre sus piernas, Linnea se echó atrás y lanzó un chillido.

– Tengo que entrar.

– ¿Tan pronto?

– Sí, ahora mismo. ¡Bill, no!

– ¿Por qué no?

– ¡He dicho que no!

– ¿Nadie te ha hecho esto antes?

¡Por Dios!, ¿cuántas manos tenía?

– ¡Basta!

Lo empujó con tanta fuerza que se golpeó la cabeza contra un tensor de la capota.

– ¡Bueno, está bien! ¡No tienes por qué empujarme!

– ¡Buenas noches, señor Westgaard!

Dando un tirón a la delantera del abrigo, bajó de un salto.

– ¡Linnea, espera!

La interceptó a mitad de camino de la casa, pero ella sacudió el brazo para librarse de su mano.

– No me gusta que me maltraten, Bill.

– Lo siento… escucha, te prometo que…

– No es necesario que hagas promesas. No volveré a salir contigo.

– Pero, Linnea…

Lo dejó barbotando, de pie en el sendero. Dentro, en la cocina, cerró la puerta y apoyó la espalda en ella, aliviada. Subió la escalera a tientas, se desvistió en la oscuridad y se acurrucó bajo las mantas temblando.

Tenía muchas ganas de llorar, pero las lágrimas no acudían con tanta facilidad como solían hacerlo. ¿Acaso esa no debía ser una etapa despreocupada y divertida de la vida? Pero por cierto no carecía de preocupaciones ni era demasiado divertida. De todos modos, ¿qué hacía besando a tipos como Rusty Bonner y Bill Westgaard, cuando al único que quería besar era a Theodore?

Los días siguientes la trató como a una niña. Nada más que una niña.

Una mañana poco después, cuando Linnea despertó, silbaba un viento que llegaba desde Saskatchewan con ese frío que prometía nieve. Entonces se enfundó en abrigada ropa interior de algodón y largas medias de lana y, aun así, la caminata a la escuela le pareció el doble de larga que cuando podía ver a los cosechadores a lo lejos.

Al llegar allí, se detuvo en la entrada del guardarropa, contemplando el familiar ámbito. Qué extraño el modo en que adoptaba diferentes personalidades según las diferentes situaciones. En las mañanas soleadas no había sitio más alegre. La noche del baile, ningún lugar más excitante. Pero, ese día, despojado por completo de voces infantiles y con las nubes grises que se veían por las largas ventanas desnudas, el pequeño recinto le dio un escalofrío.

Salió de prisa a buscar carbón. El viento formaba un embudo cerca de la puerta de la carbonera y le levantaba las puntas del echarpe. Se preguntó cuánto faltaría para la primera nevada. Volvió a entrar y, sin quitarse los mitones, cargó la estufa; en la escuela vacía, el estrépito de las tapas y la cubierta tenían un sonido fantasmal. Por último, a desgana, volvió al guardarropa y se encontró con que en la cazuela de agua se había formado un disco de hielo. Lo quitó y volvió afuera, a la bomba, notando otra vez la enorme diferencia entre desarrollar esas tareas una soleada mañana otoñal y en esa, lúgubre, de preludio del invierno.

Cuando llegó Kristian, se alborozó de contar con su compañía. Entre los dos llevaron la mesa con el recipiente de agua al rincón del fondo, en el aula principal. Él y otros niños llevaron patatas y las colocaron en la reja de la estufa, donde se asarían para el almuerzo y, hacia media mañana, la fragancia invadía el salón. A la hora del recreo, sólo la mitad de los alumnos optaron por salir al patio. La otra mitad se ocupó de dar la vuelta a las patatas y se dedicó a conversar o a dibujar en la pizarra.

Esa tarde en el camino de regreso caían unos copos de nieve secos y duros. La hierba parda de la zanja se estremecía y parecía acurrucarse, preparándose para su refugio invernal. Las nubes tenían un aspecto amenazador y cabrilleaban más rápido cruzando el cielo de pizarra, con sus pangas oscuras y pesadas.

Al entrar en el patio descubrió que la carreta comedor de Isabelle Lawler ya no estaba. Miró alrededor, pero tampoco se veía a ninguno de los peones contratados. Supo, entonces, que se habían marchado y no regresarían hasta el año siguiente.

La casa estaba en silencio.

– ¡Nissa! -llamó. Nadie respondió-. ¡Kristian!-La cocina estaba tibia y olía a cerdo asado y a calabaza nueva, pero lo único que se oía era el viento zumbando, lúgubre, afuera-. ¡Nissa! -llamó de nuevo, asomándose a la sala del frente, pero también estaba vacía.

Cautelosa, espió en el dormitorio de Nissa. Estaba a oscuras y desocupado, el cobertor metido pulcramente bajo las almohadas y todo en perfecto orden. Sobre el tocador había una galería de retratos: los hijos cuando eran bebés recién nacidos, en la época en que empezaban a caminar y de niños; en ocasión de las confirmaciones, con Biblias en la mano; el día de la boda, con sus esposas, rígidas, junto a ellos. Sin ser consciente de lo que hacía, Linnea se acercó a la cómoda y se inclinó para verlas más de cerca.

Allí estaba Theodore con su novia. Tenía el cabello muy corto y un semblante casi infantil en su delgadez. El cuello tenía la mitad del ancho actual y la oreja izquierda se doblaba un poco en la punta. Era curioso que no lo hubiese notado antes.

Los ojos de la muchacha se posaron sobre la imagen de la mujer sentada, erguida, en una silla de respaldo recto frente a él. Tenía un rostro sereno y delicado como un capullo de violeta. Los ojos eran muy bellos y los labios eran de esa clase que -supuso Linnea- a los hombres les parecían tiernos y vulnerables.

"Así que tú eres Melinda." Contempló el hermoso rostro un momento más. "Aquí no se habla mucho de ti, ¿lo sabías?"

En consonancia con el día, se estremeció y salió de la habitación retrocediendo. Se detuvo mirando la puerta del dormitorio vecino. A diferencia de la de Nissa, que estaba abierta de par en par, esa estaba apenas entreabierta. Nunca había visto qué había tras ella.

– Theodore -llamó con suavidad. La puerta estaba pintada de color crudo, como todo el resto de la madera de la casa y tenía un diseño doble de cruz y un pomo de porcelana blanca con un escudo negro- ¡Hola!

Apoyó las yemas de los dedos y empujó. La puerta se abrió sin ruido: como hacía con todo Theodore aceitaba con regularidad los goznes. Sintiendo culpa y curiosidad a la vez, miró. Era un cuarto más desolado que el anterior. Daba la impresión de que el mismo Theodore había hecho la cama esa mañana. El cobertor estaba extendido, pero no metido bajo la almohada como habría hecho una mujer. No había armario, sino una tabla con ganchos sobre una pared, de donde colgaba en una percha el traje negro de los domingos y la bata de trabajo de los tirantes. Sobre el suelo, las mejores botas, una al lado de la otra como negretas durmiendo. Contemplándolas la recorrió una oleada de culpa: había algo demasiado personal en los zapatos abandonados. Apartó la vista.