– ¡Bueno, podría habérmelo dicho!

El hombre volvió la vista hacia ella y, con una sonrisa sardónica en los labios, dijo, arrastrando las palabras:

– No soy guía de turismo.

Aunque la rabia llegó cerca del punto de ebullición, Linnea mantuvo la boca cerrada y se guardó las réplicas.

Siguieron avanzando un poco más por el camino y, cuando pasaron ante una granja indefinida, Theodore se dispuso a exasperarla aún más:

– Esa propiedad es de mí hermano John.

– Qué maravilla -replicó sarcástica. sin mirar.

No habían pasado diez minutos desde que divisaron la escuela cuando entraron en un camino curvo que, supuestamente, entraba en la propiedad de Westgaard… aunque este no se molestó en identificarla. El costado Norte estaba protegido por una larga hilera de añejos árboles de boj y una fila paralela de densos arbustos que formaban un muro verde ininterrumpido. Al rodear la protección, apareció la granja ante su vista. La casa estaba situada a la izquierda, en un rizo formado por el camino. Todos los almacenes estaban a la derecha: entre ellos, un molino de viento y un tanque de agua, ubicados entre un enorme cobertizo castigado por la intemperie y un racimo de otras construcciones que, según dedujo Linnea. debían de ser graneros y gallineros.

La casa de tablas de madera era de dos plantas y carecía de lodo adorno, al igual que todas las casas que habían visto por el camino.

Aparentemente, una vez. había sido pintada de blanco, aunque, en el presente, tenía un color ceniciento, con alguno que otro resto de blanco que asomaba de tanto en tanto. como recuerdo de mejores tiempos. No había porche ni baranda que aligerase el aspecto de caja de la casa. ni un alero que sombreara las ventanas, protegiéndolas del sol de la pradera. La puerta, colocada en el centro, estaba flanqueada por dos ventanas angostas que le conferían la apariencia de una cara con la boca abierta hacia los extensos campos de trigo que la rodeaban.

– Bueno, aquí es -anunció Westgaard sin darse prisa, mientras se inclinaba adelante para atar las riendas a la manija del freno.

Apoyando las manos sobre el asiento y el piso, saltó fuera por el costado y, si no fuese porque en ese momento se oyó una voz imperiosa que llegaba desde la casa, habría dejado que Linnea hiciera lo mismo:

– ¡Teddy! ¿Qué modales son esos? ¡Ayuda a apearse a la joven! "¿Teddy?", pensó Linnea. divertida. ¿Teddy?

Una mujer minúscula que parecía un remolino avanzó por el sendero que salía de la puerta de la cocina, con el rizado cabello gris anudado en la nuca y unas gafas ovaladas de montura metálica encaramadas tras las orejas. Movió un dedo en gesto de reproche.

Theodore Westgaard, obediente, cambió de rumbo en mitad del camino, volvió a la canela y le tendió la mano, aunque con expresión de mártir. Linnea puso su mano en la de él y, mientras bajaba, no pudo resistir la tentación de burlarse con voz dulce:

– Oh, gracias, señor Westgaard, es usted muy amable.

Él soltó la mano de inmediato, y la mandona mujer se reunió con ellos: era tan baja que hacía sentirse gigante a Linnea, que sólo medía poco más de metro y medio. Su nariz era del tamaño de un dedal, tenía unos opacos ojos castaños a tos que no se les escapaba nada y labios rectos y estrechos como una hoja de sauce. Con la barbilla diminuta proyectada adelante, marchaba balanceando los brazos casi con violencia. Si bien tenía la espalda un tanto encorvada, daba la impresión de que se inclinaba adelante a cada paso, con gran prisa: lo que le faltaba en estatura te sobraba en energía. En cuanto abrió la boca, Linnea supo que no se andaba con rodeos.

– Así que este es el nuevo maestro. ¡No me parece un hombre!

– Tomó a la muchacha por los brazos, la sujetó y la inspeccionó del ruedo al sombrero, aprobándola con un cabeceo-. Servirá. -Giró hacia Westgaard, preguntando-; ¿Qué pasó con el tipo?

– Es ella -respondió el hombre, sin alterarse.

La mujer dejó escapar un chillido de risa y concluyó:

– Bueno, me lo han cambiado. -De pronto se puso seria, estiró una mano y estrechó con energía la de Linnea-. Es justo lo que necesita este lugar- No haga caso de este hijo mío: yo tendría que haberle ensenado mejores modales. Como no se ha tomado la molestia de presentarnos, yo soy su madre, la señora Westgaard. Llámeme Nissa. La mano era huesuda pero fuerte.

– Yo soy Linnea Brandonberg. Llámeme Linnea.

– Así que, Li-ni-a, ¿eh? -Lo pronunció a la antigua manera campesina-. Buen nombre noruego.

Se sonrieron, aunque no por mucho tiempo. A Linnea empezaba a resultarle obvio que Nissa Westgaard no hacía nada por mucho tiempo. Se movía como un gorrión, con gestos bruscos y económicos.

– Pase. -Avanzó por el sendero, vociferándole al hijo-; ¡Bueno, no te quedes ahí parado, Teddy, trae sus cosas!

– No se quedará.

Linnea puso los ojos en blanco, pensando: "¡Ya estamos, otra vez con lo mismo!". Pero la esperaba una sorpresa: Nissa Westgaard se dio la vuelta y abofeteó a su hijo en el costado del cuello con sorprendente fuerza.

– ¡Cómo que no se queda! Claro que se queda, así que te sacas esa idea de la cabeza. ¡Sé lo que estás pensando, pero esta chica es la nueva maestra y será mejor que empieces a cuidar tus modales para con ella o tendrás que cocinarte la comida y lavarte tus trapos! ¡Ya sabes que, en cualquier momento, puedo irme a vivir con John! Linnea se cubrió la boca con la mano para ocultar la sonrisa: era como ver a un gallo pigmeo desafiando a un oso. La coronilla de Nissa sólo llegaba hasta la axila del hijo, pero lo aporreaba y él no replicaba- Se puso rojo como una remolacha y tensó la mandíbula. Pero, antes de que pudiese presenciar más tiempo la vergüenza del hombre, el gallo enano se dio la vuelta, la aferró del brazo y la hizo seguir avanzando por el camino.

– ¡Cabeza dura, insoportable! -murmuró-. Ha vivido demasiado tiempo sin una mujer y eso lo incapacita para la compañía humana.

Linnea tuvo ganas de decir: "Estoy totalmente de acuerdo", pero le pareció más prudente morderse la lengua. También pensó que Nissa era una mujer, pero, al parecer, en esa región tener a una "mujer" en la casa no significaba vivir con la madre.

Nissa la hizo pasar por la puerta trasera, que estaba abierta, y entraron en una cocina que olía a vinagre.

– No es gran cosa, pero está tibia y seca y, como sólo vivimos aquí tres de los Westgaard, tendrá un cuarto para usted sola, que es más de lo que habría tenido en cualquier otro lugar.

Linnea se dio la vuelta, sorprendida:

– ¿Son tres?

– ¿Él no le ha hablado de Kristian?

Un poco desorientada por la velocidad y el tono autoritario de la mujer, se limitó a mover la cabeza.

– ¡Qué le pasa a este hombre! Kristian es su hijo, mi nieto. Está afuera, segando trigo. Vendrá a la hora de la cena.

Linnea miró alrededor, en busca del eslabón perdido: la esposa, la madre, pero no vio a nadie. Evidentemente tampoco le explicarían por qué-

– Esta es la cocina. Espero que sepa disculpar el desorden: he estado haciendo conservas de melón. -En una gran mesa redonda de roble con una pata central, alineados como soldados, había unos frascos de cristal, pero Linnea casi no tuvo tiempo de echarles un vistazo ya que la mujer siguió avanzando de un cuarto a otro-, Esta es la habitación del frente. Yo duermo allí. -Señaló la única puerta que se abría en el recinto-. Y ese es el cuarto de Teddy. El de usted y el de Kristian están en la planta alta.

La precedió hacia la cocina y, mientras pasaban como exhalación por la puerta que llevaba arriba. Linnea alcanzó a ver a Theodore, que entraba con su maleta- Le volvió la espalda y siguió a la mujer, que subía una escalera empinada y angosta hacia la planta alta. Arriba había un rellano confinado al que se abrían, a derecha e izquierda, puertas iguales. El cuarto destinado a la joven era el de la derecha.

Nissa abrió la puerta y entró antes que ella. Era el cuarto más burdo que hubiese visto jamás. No había nada arrimado a la pared, porque no había paredes sino el techo que formaba un ángulo muy agudo desde la cumbrera en el centro hasta los límites externos del cuarto. Desde abajo se veían perfectamente cabrios, vigas y bajo techo, puesto que no los cubría yeso ni revestimiento alguno. Las únicas paredes verticales eran las dos triangulares que formaban los lados del cuarto que, al igual que el techo, carecían de acabado. Enfrente de la puerta, mirando al Este, había una ventana pequeña de cuatro paneles con cortinas de encaje blanco, sujetas al tosco marco de madera. A esa hora, hacia el fin de la tarde, la luz que entraba por los cristales era escasa pero, desde el diminuto rellano, el sol entraba a torrentes por la ventana, idéntica a la del cuarto, caldeando un poco la habitación.

El suelo estaba cubierto por un linóleo de sobrio dibujo con grandes flores rosadas de calabaza sobre fondo verde oscuro. No llegaba hasta el contorno del cuarto, sino que dejaba un ancho borde de tablas desnudas. A la derecha de la puerta, bajo el ángulo del techo, había una cama de una plaza, de estructura metálica pintada de blanco cubierta con una colcha de un rosa intenso. A sus píes había una manta de retazos plegada y, al lado, sobre el linóleo, una alfombra hecha a mano, trenzada sobre una trama verde. Junto a la cama, sobre una mesa cuadrada de patas torneadas, había una lámpara de petróleo, centrada sobre un tapete de ganchillo blanco.

Contra el ángulo opuesto del techo, una cómoda alta, cubierta con un camino bordado de níveo algodón blanco, bordeado de encaje hecho a mano. En la esquina que quedaba a la izquierda de la puerta asomaba desde la cocina el tubo negro de la estufa, que se perdía luego en el lecho. Al otro lado, junto a la ventana, sobre un pedestal bajo, había una jarra y una palangana Y en la parte de abajo, una compuerta que, sin duda, ocultaba un "servicio para la noche". En la pared, junto al lavatorio, colgaba un espejo enmarcado en hojalata, con una barra adosada de la que colgaba una gran toalla blanca. Junto a la minúscula ventana, una enorme mecedora de roble con almohadones de percal verde y rosado en el asiento y el respaldo.

La mirada de Linnea se posó en las ásperas vigas del techo y procuró ahogar el desencanto. El cuarto que tenía en su casa estaba decorado con papel de llores y tenía dos grandes ventanas que daban a dos sitios diferentes. Cada primavera, su padre daba una capa de pintura marfil al revestimiento de madera y los suelos de roble se barnizaban para darles un brillo permanente. En su hogar, de una gran chimenea provenía una corriente constante de calor y el pasillo llevaba a un cuarto de baño recién instalado, con agua corriente. Contempló el ático oscuro, de techo tosco, y buscó algo que lo hiciera grato. Los tapetes blancos, impecables, sin duda estaban almidonados y planchados con gran cuidado, y Linnea recorrió con la vista la alfombra trenzada a mano, el suelo de linóleo, que, al parecer, había sido colocado en honor del nuevo maestro, y vio que Nissa, a su lado, esperaba algún gesto de aprobación.

– ¡Qué… grande!

– Sí, es grande, pero, de todos modos, se dará usted la cabeza contra esos maderos.

– Es mucho más grande que el cuarto que tengo en mi casa, que, además, tengo que compartir con mis dos hermanas. -Linnea, si alguna vez quisiste ser actriz, este es el momento. Disimulando la decepción cruzó la habitación, mirando sobre el hombro-

– ¿Le molesta si pruebo esto?

– Nissa cruzó las manos sobre el vientre, con aire complacido, viendo cómo la joven se sentaba en la silla acolchada y se mecía, levantando los pies en el aire. Para aumentar el efecto, lanzó una breve carcajada, acarició los brazos curvos de la silla y dijo con apreciable sinceridad-: En mi casa, como somos tres en una habitación, no queda espacio para mecedoras. -Apuntó con la barbilla hacia la minúscula ventana, como si estuviese dichosa- ¡No sé qué haré con tanto espacio para mí sola! -Y extendió los brazos.

Cuando bajaban las escaleras, la mujer estaba radiante de orgullo. La cocina estaba vacía, pero Theodore había dejado la maleta junto a la puerta. Al mirarla, Linnea sintió que se le renovaba la decepción: no había tenido, siquiera, la cortesía de ofrecerse a llevarla arriba como hubiese hecho cualquier caballero.

Nissa había sido lo bastante considerada para hacerlo, pero, de pronto Linnea se sintió desanimada por la dudosa bienvenida recibida en esa casa.

– Nissa, no quisiera causar fricciones entre usted y su hijo. Tal vez seria mejor si…

– ¡Ni lo digas, muchacha! ¡Deja que yo me encargue de é!! Y habría llevado ella misma la maleta arriba si Linnea no se hubiese apresurado a hacerlo,

Sola por primera vez en el altillo, bajo las vigas, dejó la maleta sobre la alfombra y se dejó caer, abatida, sobre la cama. Se le cerró la garganta y le escocieron los ojos.