– Es tarde -comentó Linnea, en voz queda.
– Oh… sí, supongo que sí.
Theodore apretó los puños y los estiró a la altura de los hombros, estremeciéndose y arqueándose hacia atrás.
– Será mejor que suba.
Pero se quedó donde estaba, fascinada por el espectáculo de los músculos que se flexionaban, los puños junto a las orejas y el torso que rotaba sobre la silla apoyada en dos patas. Era un cuadro subyugante.
Terminó de desperezarse.
Linnea apoyó un codo en la mesa y la barbilla en la mano.
– Hemos trabajado mucho tiempo. No tenía intención de fatigarlo.
Theodore esbozó una sonrisa perezosa.
– Nunca imaginé que sería tan divertido ir a la escuela.
– No siempre es así. Cuando quiero, puedo ser una vieja bruja.
– Eso no es lo que cuenta Kristian.
Linnea entornó los párpados para disimular la curiosidad.
– Ah, ¿y usted habla con Kristian de mi?
– Es mi hijo. Tengo la responsabilidad de saber lo que sucede en la escuela.
La muchacha levantó un lápiz y empezó a moverlo a través del cuaderno, distraída.
– Ah.
Fijando la vista en la de ella, Theodore empezó a mecerse en la silla… atrás… adelante… atrás…
La casa acogedora y silenciosa los rodeaba de intimidad, les daba la sensación de que sólo estaban ellos dos en el mundo. Linnea metió la uña del meñique en un lado de la boca, levantando y deformando el labio en un movimiento inconscientemente sensual mientras lo observaba; camiseta blanca bajo la camisa escocesa roja, ambas abiertas en el cuello, dejando al descubierto una mala de vello rizado y oscuro; unos cuantos centímetros de camiseta que asomaban en la muñeca, bajo los puños enrollados de la camisa; los pulgares metidos tras las hebillas de bronce de los tirantes, los pantalones negros envolviendo los muslos abiertos, puestos a horcajadas de la silla; las sombras de las pestañas que proyectaban sombras más oscuras aún sobre los párpados superiores, mientras él la observaba con mirada fija y seguía con el hipnótico balanceo.
Cuando habló, lo hizo en un tono tan leve como el crujido de la silla.
– Kristian dice que usted es la mejor maestra que ha tenido. Y, después de esta noche, le creo.
Algo raro estaba sucediendo. Linnea lo sentía en las entrañas. El atisbo de un cambio en él. Un cambio que le gustaba muchísimo.
Habló en voz muy queda:
– Gracias, Teddy.
La silla dejó de mecerse. Los labios se entreabrieron. El lápiz se movilizó.
– ¿Le parece mal que lo llame así? -preguntó con expresión inocente.
– Eh… no sé.
– Todos lo hacen. ¿Preferiría que siguiera diciéndole Theodore?
Con movimientos cautos, él apoyó la silla sobre sus cuatro patas.
– Como prefiera -respondió con amabilidad, aunque de todos modos el encanto se rompió.
Junto los papeles y empezó a recogerlos.
Linnea sintió que la desilusión le pesaba en el pecho.
– Yo me ocuparé de esto.
Le quitó los papeles de las manos. Theodore se levantó, acercó la silla a la mesa y luego observó como golpeteaba las hojas para colocarlas. Sintió la tentación de tocar, de terminar la velada como ambos deseaban hacerlo. Pero se dio la vuelta y cruzó la habitación, levantó una tapa de la cocina y metió una palada de carbón. La oyó caminar detrás de él y detenerse al pie de la escalera.
– Bueno, buenas noches, Theodore.
En su voz vibró una leve traza de temblor y una veta de decepción.
Theodore cerró la tapa de la cocina, tragó con dificultad y se preguntó si sería capaz de darse la vuelta, mirarla y, aun así, conservar la serenidad. En ese momento, tuvo la sensación de que tenía que demostrarse eso a sí mismo y a ella. Metió las manos en los bolsillos y se volvió hacia ella borrando de su semblante todo vestigio de fraternidad.
Linnea tenía los papeles en una mano, apretados contra las costillas y el diminuto reloj colgaba de la parte más prominente del pecho. Sin la menor duda. Theodore supo que, si daba un solo paso, esos papeles quedarían esparcidos por el suelo y que el reloj latiría contra su propio pecho.
Mientras la decisión pendía en un precario equilibrio, las miradas se enlazaron.
– Buenas noches -logró decir.
El semblante de la muchacha se convirtió en una rara mezcla de desilusión y esperanza.
– ¿Podremos estudiar la segunda parte del alfabeto mañana por la noche?
El hombre asintió.
– Pensaré unas cuantas palabras divertidas que le resulten fáciles de recordar.
Asintió de nuevo y hundió más los dedos junto a las nalgas, pensando: "¡Sube, muchacha, vamos!"
– Bueno., -Agitó dos dedos a modo de saludo, pero se quedaron inmóviles en la mitad del gesto-. Buenas noches.
– Buenas noches.
Linnea se dio la vuelta y subió corriendo. Tras ella, Theodore soltó una bocanada de aire, dejó caer los hombros y cerró los ojos.
Los días que siguieron, se sorprendía a menudo besando cosas. Las cosas más extrañas. Espejos. El dorso de su propia mano. Los cristales helados de las ventanas.
Un día, la pequeña Roseanne la sorprendió haciéndolo. Regresó a la escuela a buscar la cazuela del almuerzo que se había olvidado y preguntó desde el fondo del salón:
– ¿Qué'tá haziendo, zeñorita Brandonberg?
Linnea giró, sorprendida, dejando dos marcas húmedas en la pizarra.
– ¡Oh, Roseanne! -Se apretó el corazón con una mano-. Caramba, chiquilla, me has dado un susto terrible.
– ¿Que'taba haziendo? -insistió Roseanne.
– Tratando de borrar una marca de tiza rebelde, eso es todo. En realidad, no es una manera muy saludable. Tú nunca debes lamer la pizarra, ¿me lo prometes? Lo que sucede es que hace tanto frío afuera que no quise salir a bombear agua para mojar el trapo y quitarla.
– ¿Así que pensaba borrar todo con la lengua?
Roseanne hizo una mueca de asco.
Linnea echó la cabeza atrás, riendo.
– No, todo no. Y ahora será mejor que tomes lo que te habías olvidado y te vayas. Los otros deben de estar esperándote.
A partir de eso, Linnea se esforzó más por controlar el impulso de dejarse llevar por sus fantasías acerca de Theodore. En la casa las lecciones continuaron, pero el clima siguió siendo leve, con frecuencia, cómico. Mientras pudiesen reír, estaban a salvo. Le enseñó a recitar el alfabeto por medio de una canción simple que usaba con los niños de primer grado, con la melodía de: 'Titila, titila, estrellita.":
A. B, C. D, E, F, Geee…
H, I, J, K, L, M. N. O. Peee…
Q, R. S. y T. U, Veee…
Doble V, y X, Y, y Zeta.
Ahora que el ABC aprendí,
quiero saber lo que piensas de mí.
– ¡No pretenderá que cante eso…!
– Claro que sí. Es la manera más fácil de aprender las letras.
A esas alturas, Linnea ya se había acostumbrado a ver que balanceaba la silla sobre dos patas y era capaz de percibir cada uno de sus cambios de humor. El de ese momento era de obcecación. Tenía tos brazos cruzados sobre el pecho, apretados, y la frente arrugada.
– Ni se le ocurra.
– ¿Sabe lo que les hago a mis alumnos cuando me contradicen?
– ¡Tengo treinta y cuatro años, soy demasiado grande para cantar!
Ella sonrió con afectación.
– Nunca se es demasiado viejo para aprender.
Theodore le echó una mirada capaz de quemarle el cabello a varios metros.
Lo hizo cantar una vez, pero nunca más, porque Kristian cometió el error de disimular la risa. Sin embargo, sospechaba que Theodore practicaba cuando estaba solo en la talabartería o trabajando por alguna parte de la propiedad, porque una vez se encontró con él en la cocina, pegando la suela de las botas de Kristian y silbando "Titila, titila" entre dientes. Se quedó detrás de él sonriendo, escuchándolo. Cuando Theodore la oyó canturrear suavemente junto con él, dejó de silbar. Se dio la vuelta y la encontró con las manos enlazadas tras la espalda, prosiguiendo la melodía donde él la había interrumpido. En voz muy queda y burlona, cantó:
– Ahora que el ABC aprendí, quiero saber lo que piensas de mí.
Con el entrecejo fruncido, le apuntó con la punta de la bota de Kristian.
– Lo que pienso es que le convendrá andarse con cuidado, pequeña señorita, pues, de lo contrario…
– ¡Chist, chist!
Linnea lo apuntó también, en señal de advertencia.
Theodore retrocedió.
– ¡Pienso que es conveniente que tenga cuidado, Linnea, pues de lo contrario perderá a su único alumno de primer grado de treinta y cuatro años!
Las lecciones avanzaban con rapidez. Theodore aprendía a gran velocidad. Captaba los conceptos de inmediato y, como poseía una memoria maravillosa, pocas veces era necesario repetirle las cosas. Dominado por el deseo de aprender, trabajaba con ahínco. Imbuido de natural curiosidad hacía innumerables preguntas y se grababa las respuestas en el cerebro.
En poco tiempo había memorizado todas las consonantes simples, de modo que pudieron pasar a las compuestas con ch y 11 y empezar a formar sílabas con las vocales. Luego llegaron las primeras palabras que, una vez aprendidas, casi nunca olvidaba. En dos semanas era capaz de escribir y leer oraciones simples. La primera fue: "El gato es mío." Luego "El libro es rojo." Y "El hombre era alto." Le enseñó su nombre y así llegó la primera oración personal:
"Theodore es alto."
La noche que Theodore lo escribió, Linnea se disculpó:
– Me temo que deberemos abandonar las lecciones por un tiempo.
– Al ver la expresión consternada, se apresuró a continuar-: Es por el programa escolar para Navidad. Tengo mucho que hacer con los preparativos.
– Ah… bueno… si es eso…
Pero ella percibió su decepción.
– Después de Año Nuevo, nos pondremos al día.
La cabeza de Theodore se alzó de golpe.
– ¿Año Nuevo? ¡Pero fallan tres semanas para eso!
– Iré a mi casa para las fiestas.
Lentamente los labios del hombre dibujaron un Ah, al tiempo que asentía. Se pasó una mano por la nuca y fijó la vista en su regazo.
– Bueno, si he esperado treinta y cuatro años para aprender a leer, ¿qué son un par de semanas más?
Pero no eran las lecciones lo que lo preocupaba, sino pensar en la Navidad sin ella. Qué raro, de repente, le pareció una perspectiva desolada.
– Puedo traer de la escuela un libro de lectura y un silabario, para que los tenga durante las fiestas, y Kristian podría enseñarle algunas palabras nuevas. Entonces, cuando regrese, podrá darme la sorpresa.
– Claro -dijo, aunque su tono carecía de todo entusiasmo.
Linnea se levantó y comenzó a recoger las cosas de la mesa. Theodore la imitó. Cuando ella acercó la silla a la mesa, dejó las manos apoyadas en el respaldo y dijo en voz suave:
– Teddy.
– ¿Eh?
Levantó la vista, distraído.
– Necesito que me haga un favor.
– No estoy pagándole las lecciones, de modo que le debo más de un favor.
– Que me lleve a la estación, a tomar el tren.
La perspectiva de verla irse en el tren despojó a la Navidad de toda alegría.
– ¿Cuándo piensa irse?
– El sábado antes de Navidad.
– El sábado… bien… -Durante unos momentos todo fue silencio, hasta que comentó-: Nunca dijo que se iría a su casa para Navidad.
– Supuse que lo sabría.
– No habla mucho acerca de su familia. ¿Los echa de menos?
– Sí.
Theodore asintió.
– Este año, la fiesta de Navidad se celebrara aquí, en nuestra casa.
– Sí, lo sé. -Esbozó una tenue sonrisa-. Me enteré la noche del estofado de corazón, ¿recuerda?
– Ah, es cierto.
Theodore se miró los pies. Linnea vio que tenía los pulgares metidos en los bolsillos laterales y los dedos tamborileaban, inquietos, en las caderas. Era hora de acostarse. Al parecer, lo mismo ocurría todas las noches a esa hora. Después de dos horas agradables de estudio, en cuanto se ponían de pie la conversación se volvía entrecortada hasta que terminaba por desvanecerse. Pensó cómo decirle que ella también lo echaría de menos durante los días de fiesta.
– Ojalá una persona pudiese estar en dos sitios al mismo tiempo.
Theodore rió sin ganas, pero la nota melancólica que resonó aceleró los latidos del corazón de la muchacha. Muchas veces creyó que él estaba a punto de expresar sus sentimientos, pero siempre se echaba atrás. Los suyos se hacían más. fuertes a cada día que pasaba y sin embargo se sentía incapaz de forzarlo a dar el primer paso. Y, hasta que eso no sucediera, no tenía otra alternativa que esperar y desearlo.
– De repente, parece haberse puesto muy triste. ¿Pasa algo malo? -le preguntó, con la esperanza de que le brindara el consuelo de admitir que la echaría de menos.
Pero Theodore se limitó a exhalar un breve suspiro y a responder:
– Estoy cansado esta noche, nada más. Hemos trabajado hasta más tarde de lo habitual.
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