Linnea contempló la cabeza gacha y se preguntó qué era lo que le impedía demostrar sus sentimientos. ¿Seria timidez? ¿Ella no le gustaba tanto como creía? ¿O sería la maldita diferencia de edades? Fuera lo que fuese, lo tenía atrapado en sus garras. Supuso que esperaría en vano si no pasaba algo que lo impulsara a hablar.

Estiró una mano y le tocó el brazo. La barbilla se levantó y los ojos adquirieron una sombría e interrogante intensidad. Bajo la manga de la camiseta, los músculos se tensaron. En la garganta de Linnea palpitó el pulso cuando declaró con sencillez:

– Lo echaré de menos, Theodore.

Los labios del hombre se abrieron, pero de ellos no salió ningún sonido. Los dedos de la muchacha se apretaron.

– Dilo -pidió con suavidad-. ¿De qué tienes miedo?

– ¿Tú no lo tienes?

– Oh, no -suspiró alzando los ojos y posándolos en el cabello de él y en su frente, para volver a los entrañables ojos castaños de expresión confundida-. Nunca. No de esto.

– Y si lo digo, ¿después qué?

– No lo sé. Lo único que sé es que yo no tengo miedo como tú.

Lo vio vacilar, pensar en las posibilidades, en las consecuencias.

– Tú le enseñas aritmética a los niños. Quizá deberías aplicarla un poco. Por ejemplo, restarle dieciocho a treinta y cuatro. -Su mano se cerró sobre la muñeca y le apartó la mano-. Quiero que dejes de mirarme de ese modo, ¿me oyes? Porque si no las lecciones tendrán que terminar para siempre. Y ahora vete a la cama, Linnea.

Los ojos angustiados de la muchacha se clavaron en los suyos. El corazón le palpitó con fuerza al oír su propio nombre cayendo suavemente de sus labios.

– Theodore, yo…

– Vete -la interrumpió, apremiante, ronco-. Por favor.

– Pero tú…

– ¡Vete! -ladró empujándola, señalando hacia la escalera.

Antes de que pudiese obedecerlo, siquiera, las lágrimas le hacían arder los ojos. Quería correr, pero no alejándose sino hacia él. Pero si ella se sentía desdichada tenía un consuelo: Él también.

16

A medida que se acercaba el solsticio de invierno, el tiempo se hacía más crudo. A Linnea le daba la impresión de que las caminatas hasta la escuela cada vez eran más largas y tenía que empezarlas más y más temprano. Avanzando con dificultad por el camino en las horas sombrías anteriores al amanecer, con el aliento escarchado a la helada luz blanca de la luna que se ponía, sintiendo crujir la nieve bajo los pies como huesos quebrados, parecía que los campos nunca perdían su capa de oro ni los álamos sus sombreros verdes.

En la escuela, la peor parte del día eran las tareas matinales. El viento castigaba el cobertizo del carbón, levantando la nieve del suelo y formando con ella torbellinos. Adentro el guardarropa estaba oscuro y helado y el ruido del carbón cayendo desde la pala en el tubo de hojalata daba escalofríos. El aula misma tenía un aspecto tristón. Las tapas de la estufa soltaban un ruido fantasmal cuando las levantaba para encender el fuego. Temblando y encorvándose delante de las astillas restallantes, tenía la impresión de que el salón jamás se caldearía.

Si había nieve reciente que el viento hubiese arrastrado, tenía que quitarla con la pala de los escalones de entrada y de las construcciones exteriores. Luego empezaba a temblar ante la peor de todas las tareas: traer el agua para el uso de ese día. Incluso a través de los mitones de lana, la manivela de la bomba le entumecía los dedos y, a veces, cuando vertía el agua en el recipiente, se le mojaban. Una mañana se le congeló el meñique y le dolió durante el resto del día. A partir de entonces, tuvo la sensación de que era más sensible al frío que el resto del cuerpo.

Una mañana especialmente fría, mientras bombeaba agua, se le ocurrió la idea de la sopa: si los varones podían cocinar conejo, ¿por qué no podían las chicas preparar sopa?

Cuando les presentó la idea la aceptaron de inmediato y no sólo las chicas sino también los varones. Así, el viernes se convirtió en el día de la sopa. Se pusieron de acuerdo; trabajarían de cuatro en cuatro, dos de los mayores y dos menores, y se turnarían para pedirles recetas a las madres y traer ingredientes desde las casas: huesos, patatas, nabos y zanahorias. Al mismo tiempo que hacían la sopa, los niños aprendían a planificar, a cooperar y a ejecutar. Linnea sonreía a menudo cuando los más pequeños empuñaban por primera vez un cuchillo de mondar, bajo la tutela de alguno de los más grandes. Y hasta les daba una calificación por sus esfuerzos.

Pero la mayor recompensa era, sin duda, la sopa misma.

Durante esos fríos días de diciembre, nada olía mejor ni sabía más delicioso que la sopa de los viernes.

El trabajo para la obra de Navidad empezó de hecho tanto en el hogar como en la escuela. Todos los alumnos estaban más ansiosos que nunca ese viernes, el último antes de las vacaciones de Navidad.

Recurrió a Kristian para que la ayudase a fabricar una tosca cuna de madera para la escena del pesebre, y le pidió colaboración a Nissa para confeccionar los trajes de aquellos que carecían de originalidad o de materiales para hacérselos por si mismos. En la escuela, los niños se dedicaron a preparar un telón de fondo sobre una sábana vieja, con la estrella de Navidad, palmeras y dunas desiertas, con tizas de colores. Los que tenían mayores habilidades artísticas recortaron siluetas de ovejas y camellos sobre cartón y les dibujaron los detalles. Francés sonrió desde que empezó hasta que terminó la jornada: sería un ángel. Linnea eligió a Kristian para hacer de José… como explicó a los demás chicos, a fin de cuentas había cumplido diecisiete y era el mayor de la escuela. Patricia Lommen, con sus largos cabellos oscuros, sería una María perfecta. En lo que se refería a instrumentos musicales, Linnea no consiguió más que un acordeón. Cuando pidió un voluntario para tocarlo, el único que levantó la mano fue Skipp y lo mejor que logró fue tocar "Noche de paz" con un solo dedo.

Cada alumno llevó a su casa una nota pidiendo un árbol de Navidad.

Poco después de las cuatro de la tarde siguiente, los niños se habían ido, y Linnea estaba escribiendo el programa de los villancicos en la pizarra, cuando oyó un tímido golpe en la puerta. Asomó la cabeza de John, con una gorra escocesa roja y negra con orejeras.

– ¡John! ¡Hola!

Se quitó la gorra y se quedó con un pie en el guardarropa y uno en el aula.

– Hola, señorita Linnea.

La aludida bajó de la tarima y cruzó con vivacidad el salón, con sonrisa complacida.

– Qué grata sorpresa.

– Supe que necesitaba un árbol de Navidad.

– Las noticias vuelan.

– Kristian me lo dijo.

De pronto, Linnea atisbo un trozo de abeto.

– Oh, John, ¿ha traído uno? -Los ojos le brillaron de excitación y fue hacia la puerta para abrirla de par en par, flexionando las rodillas y dando una palmada, exclamó-: ¡Oh, lo ha traído! ¡Bueno, éntrelo, hace frío ahí fuera! -Lo hizo entrar junto con el árbol. Cerró rápidamente la puerta y giró para examinar el árbol, dio oirá palmada y, con un movimiento impetuoso, se puso de puntillas para depositar un beso en la mejilla del hombre-. ¡Oh, gracias, John! ¡Es precioso!

John se puso encarnado como una ciruela madura, removió los pies y se dio con la gorra en el muslo.

– No, caramba, pero es el mejor que pude conseguir. Está un poco aplastado de ese lado, pero supongo que puede ponerlo contra esa pared.

La maestra dio una vuelta completa alrededor del árbol.

– ¡De todos modos, es precioso! -protestó, alegre-. O lo será mañana, para cuando los niños hayan terminado de decorarlo, ¡y qué fragancia! -Se inclinó hacia el árbol y lo olió-. ¿No es glorioso, John?

John la vio bailotear alrededor, tan voluble, tan hermosa como una muñeca de porcelana, y se preguntó por qué Teddy no se adueñaba de ella y se casaba. Sería una esposa arrebatadora para un hombre y era evidente que Teddy le gustaba. Cualquiera diría que Teddy tendría que verlo.

– Claro que sí, señorita Linnea. Nada huele mejor que un abeto fresco.

Con gestos alegres, Linnea giró de cara hacia la parte delantera del salón.

– ¿Dónde podríamos ponerlo, John? ¿En ese rincón o en aquel? Mire, ¿no le parece que los niños han hecho un excelente trabajo con esa estrella de Belén?

John observó la estrella, las palmeras, la oveja y sacudió dos veces la cabeza, como un oso.

– Sí, está muy bien. ¿Quiere que traiga el árbol aquí?

– Sí, aquí mismo, a la izquierda, me parece. -De repente, giró hacia él con expresión compungida-. Pero ¿en qué vamos a ponerlo?

John lo apoyó contra un rincón y volvió hacia la puerta.

– No se preocupe, tengo material para hacerle un soporte. Está afuera, en la carreta.

Volvió con martillo, serrucho y madera y se dispuso a trabajar. Observándolo, la muchacha comentó:

– Ya veo que ustedes, los Westgaard, son capaces de arreglar cualquier cosa, ¿no?

Apoyado en una rodilla, aserrando sobre el borde de la tarima, John respondió:

– Casi más.

John era una persona a la que jamás corregía. Le gustaba tal como era.

– Theodore arregla de todo, desde zapatos hasta arneses.

– Teddy es muy inteligente, ya lo creo.

– Pero tiene un carácter terrible, ¿no?

John levantó la vista, desconcertado.

– ¿Le parece?

Sorprendida, Linnea se encogió de hombros.

– Siempre lo creí así.

John se rascó la cabeza y se enderezó la gorra.

– Teddy nunca se enfada conmigo. Ni siquiera cuando soy lento. -Hizo una pausa, pensando varios segundos y luego agregó-: Y soy bastante lento.

Se quedó mirando la hoja del serrucho largo rato y luego reanudó el trabajo con su característico ritmo lento. Mientras lo observaba, sintió que había en su corazón un espacio tibio de simpatía hacia él, diferente del que reservaba a Theodore, pero igual de repleto. Hasta ese momento no sabía que John tenía conciencia de ser más lento que el común de las personas, o que eso le molestara. Percibía en él el tranquilo amor que sentía por su hermano y saber que Theodore tenía paciencia con él hizo que lo amara más aún.

– Usted no es lento, John, sólo que no es… precipitado. Es muy diferente.

John levantó el rostro y las orejeras de la gorra de lana revolotearon sobre sus orejas como alas rotas. Tragó saliva y las mejillas de huesos marcados se colorearon. La expresión de su semblante expresaba con claridad que las palabras de Linnea lo habían hecho más feliz que cualquier regalo que hubiese podido envolver para él y dejarle debajo del árbol.

– ¿Asistirá a la función de Navidad, John?

– ¿Yo? Ya lo creo, señorita Linnea. Nunca he faltado desde que Kristian participa.

– ¿Y… y Theodore también?

– ¿Teddy? No se le ocurriría faltar. Estaremos todos aquí, no se preocupe.

La noche del gran acontecimiento estaban todos, tal como John había prometido. No sólo su propia "familia", sino las de todos los demás alumnos. El aula estaba desbordada en su capacidad. Habían tenido que usar hasta los primeros bancos, los que se empleaban para recitar las lecciones y los del guardarropa, que solían servir para cambiarse las botas, para poder dar asiento a todos los asistentes.

Linnea sentía un cosquilleo en el estómago.

El "telón" -dos sábanas confiscadas del cajón de la cómoda de Nissa- colgaba ante el escenario y, tras él, el rostro de Francés Westgaard resplandecía tanto como el halo de oropel; iba ataviada con la larga túnica blanca de ángel, con el cabello brillante cayéndole suelto entre los omóplatos. La pequeña Roseanne se echó a llorar porque había perdido el halo.

Norna fue enviada a buscarlo, pero, en cuanto ese problema quedó resuelto. Sonny tropezó con el telón de fondo y lo arrancó de la cuerda de la que estaba colgado. Linnea puso cara de enfado, pero Kristian levantó rápidamente a Sonny, lo puso a un lado y se estiró sin dificultades para colocar de nuevo las pinzas de ropa. Desde afuera llegaba el aroma del café que hervía en la estufa y del chocolate calentándose. Linnea espió entre las sábanas y sintió toda la ansiedad de un director de escena en la noche del estreno. Nissa e Hilda Knutson estaban disponiendo tazas y repartiendo galletas y panecillos de nuez sobre una mesa. Los hermanos menores de los alumnos se subían a los regazos de sus madres, impacientes por que empezara la función. ¡Y estaba el inspector Dahi! Y la dama que estaba a su lado debía de ser su esposa. Divisó a Theodore y el corazón le dio un vuelco. Era innegable: no sólo quería que todo saliera bien por el bien de los niños, sino para ganar mérito a los ojos de él.

Bent Linder le tiró de la falda.

– No puedo ponerme bien esta cosa en la cabeza, señorita Brandonberg.

Se inclinó y, aceptando de manos de Bent el pañuelo rojo de granjero, lo retorció formando un rollo y luego se lo ató alrededor de la toalla blanca que llevaba en la cabeza. Comprobó que tuviese la rama de "mirra", y lo hizo colocarse en su lugar.