– Tengo un regalo de Navidad para ti, Kristian.

Sacó de atrás un paquete de color verde, con un lazo de lunares.

– ¿P…para mí?

– Sí.

Lo miró con expresión radiante.

– P…pero, ¿por qué?

Patricia se alzó de hombros.

– ¿Tiene que haber un motivo?

– Bueno… cielos, yo… Jesús… ¿para mí?

Recibió el regalo y se quedó mirándolo boquiabierto. Al aceptar la delicada caja, advirtió lo ridículamente grandes que parecían haberse vuelto sus manos desde el año anterior, con unos nudillos del tamaño de pelotas de béisbol.

Cuando levantó la vista se encontró mirándose en los ojos de la muchacha y su corazón se precipitó en un ritmo extraño y bailarín. Últimamente había notado cosas relacionadas con ella: lo buena que era con los niños más pequeños mientras dirigía la obra del día de Acción de Gracias; lo perfecta que resultó como Virgen, parada al otro lado de la cuna, en la escena del pesebre; lo bellos que eran sus ojos castaños, rasgados hacia arriba, con sus espesas pestañas negras; cómo llevaba el cabello siempre limpio y rizado y las uñas pulcramente recortadas. Y le habían crecido pechos del tamaño de ciruelas silvestres.

– Yo no… -Trató de hablar, pero la voz le salió como el graznido de una rana toro en la época del celo. Lo intentó de nuevo y logró decir en voz queda y gutural-: Pero yo no tengo nada para regalarte.

– No importa. El mío no es gran cosa. Es sólo algo que he hecho yo.

– ¿Tú lo has hecho? -Tocó el lazo, tragó saliva y luego levantó la vista y murmuró, maravillado-: Dios, gracias.

– No puedes abrirlo ahora. Tienes que aguardar hasta la noche de Navidad.

La boca de Patricia parecía sonreír, aunque no estuviese haciéndolo. Una oleada de embeleso recorrió el cuerpo de Kristian. Oh, cielos, qué bonitos labios tenía. Asomó la punta de su lengua para humedecérselos, y el corazón de Kristian duplicó su latido. Allí estaba ante él, erguida y expectante, con la barbilla un poco levantada y las manos cruzadas tras la espalda. Tenía una expresión en los ojos que él no había visto jamás en ninguna chica. Le hizo palpitar con más fuerza el corazón y su mirada se posó en sus labios. Tragó saliva, lanzó un hondo suspiro para darse coraje y se inclinó unos milímetros hacia ella. Los párpados de la niña se agitaron y contuvo el aliento.

Kristian sintió que se ahogaba. Se acercaron más… más…

– ¡Patricia, mamá te llama!

Los dos se apartaron de un salto, culpables. El hermano de Patricia estaba en el vano de la puerta, sonriente:

– Eh, ¿qué estáis haciendo vosotros dos aquí?

– No es cosa tuya Paúl Lommen, tú ve y dile a mamá que iré dentro de un minuto.

Con una mueca perspicaz, el chico desapareció. Patricia dio una patada en el suelo.

– ¡Oh, ese estúpido de Paúl! ¿Por qué no se meterá en sus propios asuntos?

– Tal vez sea mejor que entres. Aquí hace mucho frío y podrías resfriarte.

Kristian se preguntó cómo sería estirar la mano y frotarle suavemente los brazos, pero el clima se había roto y él había perdido valor. Patricia se abrazó y él vio cómo se elevaban los pechos sobre los brazos cruzados.

La miró a los ojos con la intención de recuperar el coraje, pero, antes de que pudiese hacerlo, ella le respondió:

– Supongo que sí. Bueno, nos veremos en la iglesia, ¿de acuerdo?

– Sí, claro.

Patricia se volvió, ocultando a medias su desgana.

– Patricia -la llamó, antes de que abriese la puerta.

– ¿Qué? -Se volvió hacia él, ansiosa.

Kristian tragó saliva y dijo algo muy varonil, que se le había ocurrido desde que empezaron a ensayar la obra de Navidad:

– Eres la virgen más hermosa que hemos tenido nunca.

El rostro de la chica se iluminó con una radiante sonrisa y luego abrió la puerta y entró.

Tras haber apagado las lámparas de la escuela y cerrado la puerta, todos volvieron juntos a la casa. Theodore y John se sentaron delante, en el frío asiento de madera. Nissa, Linnea y Kristian, en el de atrás, en medio de una abigarrada variedad de sábanas, toallas, la olla para sopa de Nissa, recipientes con los restos de sanhakkels y krunwkaka, tazas de café, un saco con regalos de Navidad que Linnea había recibido de los alumnos, más un disfraz de Santa escondido bajo la paja. Esa noche, Theodore había llevado la calesa de cuatro ruedas y las ruedas que se usaban en verano habían sido sustituidas por deslizadores de madera que crujían sobre la nieve. Las campanillas del trineo que había usado en las piernas colgaban ahora alrededor de los cuellos de Cub y Toots y se balanceaban al ritmo de la marcha en la noche clara tachonada de estrellas. El aire punzaba de tan frío, tan helado que podía taponar las narices con hielo, pero los viajeros iban de muy buen humor. Linnea tuvo que soportar una descripción de su rostro sonrojado cuando se sentó en las rodillas de Santa Claus y muchas bromas por toda la situación. Theodore también aceptó de buen grado su ración de bromas y todos rieron por el olor a naftalina que despedía su barba. Repitieron el comentario de Roseanne con respecto a la "zopa".

Cuando dejaron a John en su casa, todavía reían.

– Vendremos a recogerte por la mañana, de camino al pueblo -le recordó Theodore a John, cuando este se apeó de la carreta.

– Seguro -accedió John, mientras se daban las buenas noches.

El corazón de Linnea dio un vuelco. Había abrigado la esperanza de estar sola con Theodore en el trayecto al pueblo, pero al parecer él no se atrevía a correr ese riesgo. Se animaba a sentarla sobre la rodilla, apretarle la cintura y hasta permitir que le diese un beso en la mejilla frente a toda la escuela, pero cuidaba mucho de mantener la distancia cuando se quedaban solos. La joven comprendía la importancia de ir acompañados en esa zona durante el invierno y sabía que no debía de enfadarse por que John fuese para acompañar a Theodore en el camino de regreso, pero ¿cuándo dispondría de un minuto a solas con él antes de marcharse? En verdad, era lo único que deseaba para Navidad.

En la casa, Theodore frenó cerca de la puerta trasera y todos colaboraron para descargar el vehículo. Linnea repasó las cosas que quería decirle cuando tuviese ocasión. Pero era tarde y cuando llegara la mañana habría que realizar las tareas, después vendría el desayuno con toda la familia y luego estaría John con ellos todo el tiempo.

Theodore entró en la cocina con el último montón de objetos y se volvió hacia la puerta para atender a los caballos. Si ella no actuaba en ese momento, habría perdido la oportunidad.

– Ustedes dos vayan a acostarse -les dijo a Nissa y a Kristian-. Yo quiero hablar un minuto con Theodore.

Y salió afuera tras él. Él ya estaba subiéndose al vehículo cuando ella gritó:

– ¡Theodore, un minuto!

Él bajó el pie, se volvió y preguntó:

– ¿Qué está haciendo aquí afuera?

Por cómo se sentía en ese momento, lo último que necesitaba era quedarse solo con ella… precisamente esa noche, cuando se cernía una separación de dos semanas que parecía de dos años.

– Quisiera hablar con usted un momento.

Theodore lanzó una mirada suspicaz hacia las ventanas de la cocina.

– Hace un poco de frío aquí afuera, para hablar, ¿no?

– No es nada comparado con bombear agua en la escuela por las mañanas. -En el cuarto de Nissa se encendió la lámpara-. Déjeme acompañarlo al cobertizo.

Pareció transcurrir un tiempo infinito mientras él tomaba una decisión.

– Está bien. Suba.

La ayudó a subir. Después subió él y dio a los animales la señal para arrancar. A la luz lechosa de la luna se erguía el molino, alto y oscuro, dibujando una larga sombra enrejada sobre la nieve. Los almacenes eran sombras negras con relucientes sombreros blancos. Los deslizadores chillaban quedamente, las campanillas tintineaban, las cabezas de los caballos se balanceaban al ritmo de la marcha.

– Ha sido un Santa Claus espléndido.

– Gracias.

– Tuve ganas de estrangularlo.

El hombre rió:

– Ya lo sé.

– ¿Por qué no me lo dijo?

– Porque estropearía la sorpresa.

– ¿Lo hace todos los años?

– Nos turnamos. Pero tiene que ser uno que no tenga hijos pequeños, pues de lo contrario lo reconocerían.

– Y estuvo muy bien leyendo esos nombres de los paquetes. ¿Cómo los aprendió tan rápido?

– Me ayudó Kristian.

– ¿Cuándo? -se asombró.

– Lo hacíamos en la talabartería.

– Ah, -Se sintió un poco engañada, pero insistió-: ¿Me promete que seguirá practicando intensamente cuando yo no esté?

La única respuesta fue una instantánea sonrisa. Iba guiando el trineo hacia un alero que había detrás de un granero. De pronto, con la luna tapada, se puso muy oscuro, pero los caballos avanzaron en la oscuridad y se detuvieron recibiendo de nuevo los rayos blancos sobre los lomos. Theodore se bajó de un salto por el lado y Linnea lo imito. Rodeó los caballos, desenganchándolos del balancín y ella le ayudó a extender la lona crujiente sobre el vehículo.

– Me sorprende que Roseanne no haya dicho que la voz de Santa era como la de su tío Teddy.

El hombre rió en sordina.

– A mí también. Esa pequeña es una chiquilla inteligente.

– Lo sé. Y una de mis alumnas preferidas.

– Los maestros no deberían tener preferidos.

Linnea dejó que el silencio se extendiese, punzante, durante varios segundos, y al fin repuso suavemente:

– Lo sé. Pero somos seres humanos, después de todo.

Theodore se enderezó. Todo movimiento cesó. De pie a ambos lados de la yunta, se contemplaron a la sombra densa del alero.

"Piensa en algo", se advirtió a sí mismo Theodore, "cualquier cosa, o acabarás por besarla otra vez."

– Asi que John le llevó el árbol de Navidad.

– Sí, es muy considerado.

Theodore fue hacia los caballos, guiándolos hacia el establo, y Línea anduvo a su lado. Incluso en la atmósfera picante y fresca olía a almendras. Empezaba a gustarle demasiado esa fragancia.

– Está enamorado de usted, ¿sabe?

– ¡ John! Oh, por el amor de Dios, ¿de dónde ha sacado una idea tan absurda?

– John jamás le llevó un árbol de Navidad a ninguno de los maestros varones.

– Quizá porque ellos no lo pidieron.

Theodore rió, irónico, y le ordenó:

– Abra las puertas.

Linnea plegó las grandes puertas dobles y, después de que él hiciera entrar a los animales, las cerró. En el mismo momento en que chasqueó el pestillo, se encendió una lámpara y Theodore la colgó del techo, concentrándose luego en la tarea de quitarles los arneses a Cub y a Toots y de meterlos en sus respectivos pesebres. La muchacha le pisaba los talones.

– Theodore, no sé de dónde saca esas ideas, pero le aseguro que no son ciertas.

– Después tenemos a Rusty Bonner y a Bill. Si, no cabe duda de que los colecciona, ¿no es cierto, señorita Brandonberg?

Con aparente indiferencia, se estiró hacia la lámpara y la descolgó.

– ¡Rusty Bonner! -protestó la muchacha-. Él fue un… un… ¡Theodore, vuelva aquí! ¿A dónde va?

La luz de la linterna desapareció en la talabartería, dejándola casi en la oscuridad total. A grandes pasos lo siguió y puso los brazos en jarras. ¿Acaso este sujeto endiablado tenía que buscar pelea en el mismo momento en que ella quería justo lo contrario?

– ¡No los colecciono, como usted dice, y me fastidia que lo insinúe!

Theodore colgó las colleras, formó lazos con las riendas y luego se volvió hacia ella con la sarta de campanillas en la mano.

– ¿Y qué pasa en Fargo? ¿Allí tiene más piezas de la colección?

Estaba con los pies bien separados, las rodillas tensas, la sarta de campanillas colgando de la mano.

– No hay nadie en Fargo. ¡Nadie! -declaró ella vehemente.

Con un impulso hacia el costado, arrojó las campanillas sobre la mesa de trabajo y cayeron con un tintineo ahogado. Después se hizo el silencio. Theodore se metió los puños en los bolsillos.

– ¿Y quién es Lawrence? -quiso saber.

De repente, la beligerancia de Linnea desapareció.

– ¿L… Lawrence?

– Sí, Lawrence.

En sus mejillas aparecieron unas manchas rojas que se oscurecieron hasta llegar al color de las amapolas. Se le dilataron los ojos y entreabrió los labios, perpleja.

– ¿Cómo se enteró de lo de Lawrence? -logró decir al fin, en un murmullo ahogado.

– Un día la oí hablándole.

Linnea quiso morirse. ¿Cuánto hacia que fantaseaba con Lawrence? ¡Pero si casi había olvidado su existencia! ¡Ahora, cuando besaba ventanas, pizarras y almohadas, era a Theodore a quien besaba, no a Lawrence! Pero ¿cómo le explicaba semejante chiquillada a un hombre que ya la consideraba una niña?

– Lawrence no es asunto suyo.

– Bien -le espetó y dándole la espalda se puso a frotar las campanillas con un trapo, con exagerada violencia.