"No es más que un hombre. Un hombre viejo, amargado, malhumorado. Soy una maestra graduada y el comité escolar me ha dado su aprobación. ¿Acaso eso no tiene más peso que la opinión de ese intolerante?"

Pero dolía.

No era así como soñaba que sería al llegar allí: las sonrisas francas, tos cordiales apretones de manos, el respeto… eso era lo que más ansiaba, pues con sus dieciocho años sentía que había ganado el derecho a ser respetada, no sólo como maestra sino como adulta. Y ahí estaba lloriqueando como una idiota porque el recibimiento no alcanzaba a sus expectativas.

"Bueno, eso es lo que ganas cuando te dejas llevar por tu tonta imaginación." Las lágrimas borronearon el contorno de la maleta y las rosas de la alfombra.

Tenias que arruinarlo todo, ¿no, Theodore Westgaard?

Pero ya verás,

¡Te lo demostraré!

2

La pequeña señorita aún estaba arriba cuando Theodore salió de la casa a zancadas y se dirigió de nuevo hacia los campos. "¡Mujeres!", pensó. "Sólo hay una cosa peor que tener una cerca, y es tener dos." ¡Y qué dos tenía en ese momento!

Lo enfurecía el modo en que lo había tratado su madre delante de la chica, pero ¿qué otra alternativa tenía sino quedarse ahí y soportarlo? ¿Cuánto tiempo más tendría que tolerar que le diese órdenes? Todavía le ardía la cara de vergüenza.

¡No tenía derecho a humillarlo de ese modo! Era un hombre mayor, de treinta y cuatro años. Y en cuanto a la antigua amenaza de mudarse a la casa de John… ¡Dios quisiera que lo hiciese! Pero en la casa de John no había nadie a quien regañar y ella lo sabía.

Todavía fastidiado, Theodore llegó a donde se veía a dos figuras guiando a sus respectivos animales, segando trigo. Se detuvo y esperó en el extremo de una hilera de gavillas. Le daba cierta paz observar a John y a Kristian cambiar el aspecto del campo. Las hojas de la segadora cortaban los gruesos tallos de los cereales, que parecían de oro bruñido en la punta y que se hacían opacas en el extremo cortado. Iban formando fajas paralelas:

John iba un poco más adelante; Kristian lo seguía, dejando un dibujo en escalera en el borde del plantío, a medida que avanzaban con paso firme e incesante.

Llegó el momento en que se convirtieron en dos puntos en el horizonte, que luego dieron la vuelta en dirección a donde estaba Theodore, y este los veía cada vez más nítidos a cada paso que daban los caballos.

Cuando estuvieron más cerca, pudo oír el traqueteo de las barras de madera al toparse con las hojas. Contempló la caída de los tallos y respiró: no había nada más dulce que la fragancia del trigo secándose al sol. También sería dulce el precio que obtendrían por él ese otoño. Gracias a la guerra en Europa, cada grano era como de oro puro, y no sólo por el color. Ahí, bajo el sol fundente, viendo cómo lo abatían las segadoras, a Theodore le pareció un sacrilegio que algo tan bello terminara sirviendo para algo tan feo como la guerra. Se decía que llegaría el momento en que serviría de alimento a soldados yanquis, pero, tal como iban las cosas, no se vislumbraba ese momento, pues, si bien los campos de entrenamiento norteamericanos bullían de reclutas impacientes, se comentaba que no tenían uniformes ni armas. Se entrenaban en ropas de civil, con palos de escoba. Por todo el país había personas que cantaban: "Yo no crié a mi hijo para que fuese soldado", y a Theodore le parecía que la única guerra que debía preocuparlo era la que libraba con esa maestra jovenzuela.

Todavía pensaba en eso cuando su hermano se le acercó: John tiró de las riendas y gritó;

– ¡Soo, chicas! -para luego bajarse pesadamente del asiento de hierro. Los animales sacudieron las cabezas y el aire quieto de la tarde se pobló del tintineo de los arneses.

– Has vuelto -dijo John, quitándose el sombrero de paja y enjugándose la frente, donde el pelo iba raleando, con el antebrazo.

– Sí, he vuelto.

– ¿Lo has recogido?

– Sí.

Como siempre, John asintió. Era un hombre apacible, sin demasiada inteligencia ni demasiado preocupado por nada. De treinta y ocho años, algo más ancho de hombros, más estrecho de coronilla y mucho más lento en todo, desde la realización de las tareas hasta montar en cólera. Era de constitución robusta, vigoroso, y se movía con singular falta de prisa, cosa que le daba un aire a la vez torpe y gracioso. Tenía un cuerpo al que se adaptaban bien las batas de trabajo, las botas de punteras anchas y altas y las camisas de franela gruesa. Incluso los días de más calor llevaba la camisa abotonada hasta el cuello y las muñecas, y jamás se quejaba del calor ni de ninguna otra cosa. Sus intereses no iban más allá de las lindes de los campos, y en ellos se ganaba el sustento diario a su propio ritmo apacible. Mientras pudiese hacerlo, no le pedía mucho más a la vida.

– La siega va bien -comentó-. Entre los tres, creo que podremos terminar esta sección antes de que caiga la noche.

Se acuclilló balanceándose sobre los talones, dejando vagar los ojos sobre el campo, mientras mordisqueaba un tallo de trigo.

Como siempre, la falta de curiosidad de su hermano con respecto a lo que pasaba a su alrededor dejaba perplejo a Theodore. Pero así era. Estaba tan conforme que no se le ocurría averiguar ni desafiar- Y tal vez fuese precisamente esa vaguedad lo que hacía que Theodore lo amara sin reticencias y se sintiera inclinado a protegerlo.

– John. ¿qué hay en esa mente tuya cuando te acuclillas así, sin moverte y contemplas el horizonte?

– Él resultó ser ella -le informó Theodore al hermano mayor.

John levantó la vista con expresión confundida, pero no dijo nada.

– Es una mujer -explicó Theodore.

– ¿Quién es mujer?

Era Krístian, quien, saltando del asiento de la máquina con una agilidad opuesta a la de su tío, formulaba la pregunta. Igual que los otros dos, iba vestido con una bata de trabajo a rayas, pero debajo tenía la espalda desnuda, y no llevaba sombrero para protegerse la cabeza. Tenía nervudos brazos tostados con unos bíceps que sólo habían comenzado a definirse la última mitad del año. El repentino crecimiento daba al cuello la apariencia de larguirucho, porque la manzana de Adán había crecido más rápido que la musculatura que la rodeaba. Tenía un rostro largo y anguloso, que cada día se volvía más apuesto a medida que la estructura ósea se rellenaba de carne, en su tránsito a la madurez. Tenía los ojos castaños del padre, aunque no la expresión cínica que solía aparecer en ellos y el labio inferior sensual de la madre, un poco más lleno que el superior. Cuando hablaba, la pronunciación exhibía el leve acento de un noruego que ha crecido en un medio bilingüe: noruego e inglés.

– La nueva maestra de la escueta -respondió el padre, con acento aun más pronunciado. Hizo una pausa, pensó, y luego agregó-: Bueno, no es exactamente una mujer. Más bien una muchacha que trata de pasar por mujer. No parece mucho mayor que tú.

Los ojos de Kristian se agrandaron.

– ¿En serio? -Tragó saliva, dirigió una mirada hacia la casa y preguntó-: ¿Se quedará? Aunque nunca se lo hubiese dicho con todas las letras, sabía que su padre sentía aversión por las mujeres. Muchas veces había oído hablar a los viejos de ello, cuando creían que no había "orejas de pequeños" cerca.

– Tu abuela la ha llevado al piso alto y le ha enseñado la habitación así que parece que se queda.

Una vez más, Kristian entendió con absoluta claridad: ¡si la abuela decía que se quedaba… pues se quedaba!

– ¿Cómo es?

En un gesto de desaprobación, el mentón de Theodore se aplastó:

– Todavía con la leche en los labios y atrevida como un grajo.

Kristian rió entre dientes.

– ¿Cómo es?

Theodore lo miró, serio:

– ¿Qué te importa cómo es?

El muchacho enrojeció un poco.

– Sólo preguntaba, nada más,

Theodore se puso más serio aún:

– Tiene un aspecto menudo y ratonil -respondió, avinagrado- tal como uno espera que sea una maestra. Y ahora volvamos a trabajar.

Mientras duraba la cosecha, la cena empezaba tarde, porque los hombres se quedaban en los campos hasta que desaparecía el último rayo de sol y sólo se detenían a última hora de la tarde para ordeñar y comer unos emparedados que les permitiesen aguantar hasta la cena.

Si bien Linnea había tenido la cortesía de ofrecer ayuda, Nissa no quiso saber nada y la rechazó con una contundente afirmación:

– Los maestros se alojan y comen aquí. Es parte de su paga, ¿no es cierto?

Por lo tanto, la muchacha decidió explorar la propiedad, si bien no había mucho que ver- Metido tras la L que formaban dos graneros, encontró un chiquero que no se veía desde la casa. El gallinero, el cobertizo de las herramientas y el granero no ofrecían nada que despertara en ella un remoto interés. No sucedía lo mismo con las caballerizas: no fue la inmensa y cavernosa construcción lo que la atrajo, sino la talabartería. ¡Ni en el establo de caballos para alquiler de Fargo había visto tanto cuero! Daba la impresión de poder abastecer a un regimiento de caballería completo. Sin embargo, pese a los cientos de lazos y correas colgadas de tas paredes, caballetes y bancos, estaba ordenada y era funcional.

¡Era algo glorioso!

Tenía carácter. Fragancia. Y todo estaba tan bien dispuesto que la obligó a interrogarse acerca del hombre que lo mantenía con semejante pulcritud. Ni una sola rienda estaba colgada de un clavo de metal de modo que corriese el riesgo de ondularse o resquebrajarse, con el tiempo. No colgaban meticulosamente de gruesos tacos de madera y los extremos no tocaban el suelo de cemento- Había otras correas individuales, más pequeñas y sin refuerzo, enrolladas como esos lazos que se usaban para atar al ganado y no se veía en ellas partes enredadas ni irregularidades. En una pared se veían varias colleras ovaladas y un par de monturas cabalgaban sobre un caballete, envueltas en anchas fajas de cuero de oveja para proteger la parte de abajo. En un banco sin desbastar había latas con linimento, aceite y jabón para limpiar monturas, colocadas con tanta pulcritud como la estantería de un boticario- Tenazas para cascos, tijeras y almohazas coleaban de sus respectivos ganchos con fanática pulcritud. Cerca de una ventana pequeña que daba al Oeste, había una vieja silla, tan manchada que era casi negra, con respaldo y brazos en forma de huso. En el asiento cóncavo se veían dos manchas más claras y hacía mucho que las patas habían sido reforzadas con alambre. De uno de los brazos colgaba un trapo manchado, doblado por la mitad y colgado con el mismo cuidado con que una mujer cuelga la bayeta sobre su barra.

Dedujo que el dueño era una persona puntillosa, dedicado al trabajo; nada de juegos, imaginó. Por alguna razón era irritante encontrar tanta perfección en un sujeto tan irritable. Mientras lo esperaban a él y a su hijo para cenar y su estómago refunfuñaba de hambre, imaginó de qué modo lo pondría en su lugar algún día.

Pensando en eso, fue a su cuarto a lavarse y peinarse antes de cenar. Con el cepillo en la mano, se acercó hacia el espejo ovalado con su marco de metal pintado y murmuró, como si no fuese sólo un reflejo:

– Trata a los caballos mejor que a las mujeres. Más aún: ¡trata mejor a los arneses de sus caballos que u las mujeres! La réplica imaginaria la indignó y flexionando una muñeca y tocándose el corazón con las yemas, siguió:

– Señor Westgaard, le hago saber que he sido cortejada por un actor de la escena londinense y por un aviador británico. He rechazado a siete… ¿o eran ocho?… -Por un momento frunció la frente, echó atrás el cepillo con atrevimiento y lanzó sobre el hombro una sonrisa agraciada-. Oh, bueno -terminó, airosa-. ¿Qué más da una propuesta más o menos? Rió sin hacer ruido y siguió cepillándose el cabello que le caía entre los omóplatos. – El aviador británico me llevó a bailar a palacio, por invitación especial de la reina y, después de esa noche, voló en un avión que bombardeó un hangar de zeppelines alemán en Dusseldorf. -Se alzó la falda y se balanceó, ladeando la cabeza con expresión soñadora-. Ah, qué noche esa. -Cerró los ojos, se balanceó hacia la izquierda y luego a la derecha y su reflejo pasaba como un relámpago por el pequeño espejo ovalado-. Al final de la velada, me llevó a casa en un carruaje que había traído especialmente para la ocasión. -Poniéndose seria, dejó caer la falda-. Perdió la vida por servir a su patria. Fue muy triste. Se lamentó por él un momento y luego, sintiéndose heroica, se reanimó y añadió: -Pero, por lo menos, tengo el recuerdo de haber girado entre sus brazos a los sones de un vals vienes. -Estiró el cuello como un cisne y se apartó el cabello de la cara. – Pero claro, usted no sabe de esas cosas y, además, una dama no habla de los besos que recibe. Dejó el cepillo, tomó el peine y dividió el cabello por la mitad. -Y después estuvo Lawrence. -Giró de repente, acercando la cadera al borde de la tarima y apoyándola con gesto provocativo. – ¿Alguna vez le he hablado de Lawrence?