– Aquí está. Adrián, de vuelta en el hogar desde Álamo. Linnea, quisiera presentarte a Adrián Mitchell, el muchacho que ocupó tu lugar como mi mano derecha. Adrián, mi hija Linnea.
El resentimiento se adueñó de ella casi en el mismo momento en que se dieron la mano sobre el mostrador. Su madre le había escrito contándole que habían empleado a un nuevo "muchacho" y ahí estaba, con más de un metro ochenta de estatura y una elegante corbata de lazo.
– Un placer, señorita Brandonberg.
– Señor Mitchell -respondió amable.
– Adrián está en segundo año de la Universidad. Y va avanzando -afirmó su padre, con evidente orgullo en la voz.
Adrián le sonrió.
– Y tengo entendido que tú estás en el primer año de graduada de la escuela normal. ¿Cómo te resulta ir a enseñar tan lejos?
Conversando con él, Linnea notó que tenía una cordialidad innata, los dientes más perfectos que hubiese visto y un rostro casi injustamente apuesto. Eso no hizo más que aumentar su resentimiento por que hubiese usurpado su lugar.
No se quedaron mucho en la tienda. Poco después, ya estaban de nuevo a bordo del Ford, dirigiéndose hacia la casa.
– Creí que habías dicho que empleaste a un nuevo muchacho -comentó, con sequedad.
El padre se limitó a reír entre dientes.
– Bueno, ¿de dónde lo has sacado?
– Un día entró y dijo que necesitaba un empleo para mantenerse mientras estudiaba y prometió hacer crecer mi negocio en un cinco por ciento los seis primeros meses o reembolsarme la mitad de su salario, ¡y que me condenen si no lo ha logrado en tres!
A su resentimiento se añadieron los celos. Tuvo más deseos aun de llegar a la casa, donde todo estaría igual que cuando se marchó.
Su madre estaba preparando su plato preferido: pollo fricasé, y el corazón de la muchacha desbordó de gratitud. En la planta alta, Carrie y Pudge tenían el cuarto inmaculado, pero, cuando Linnea bajó a la cocina y preguntó dónde estaban sus hermanas, la madre le respondió:
– Oh, me temo que se han ido, pero llegarán para la hora de la cena.
– ¿Que se han ido? -repitió Linnea, decepcionada.
Había esperado que se precipitaran sobre ella con miles de preguntas, con el mismo asombro infantil que exhibieran cuando supieron que la hermana mayor saldría al mundo.
– El grupo de GirI Scouts está cortando y cosiendo mochilas de campaña para los soldados que se marchan.
¿Mochilas de campaña? ¿Sus hermanas pequeñas?
– ¿Así que has pasado por la tienda? -preguntó su madre.
– Sí, unos minutos.
– Entonces has conocido a Adrián.
– Sí.
– ¿Qué te ha parecido?
Linnea lanzó una mirada suspicaz a su madre, pero Judith estaba atareada modelando pastelillos y echándolos en la olla.
– No he estado más de cinco minutos.
Ni lo pienses, madre. No es mi tipo.
Carrie y Pudge llegaron a tiempo para la cena, regocijadas de ver su hermana pero agitadas y hablando hasta por los codos de sus propias actividades, casi sin preguntar por las de ella. Durante la comida, Linnea se enteró de que la tropa de Scouts había pasado semanas recogiendo huesos de melocotón para quemarlos y convertirlos en carbón, que se usaría en la confección de filtros para las máscaras de gas, y que ahora se habían comprometido en una campaña por medio de la cual reunirían jabón, agujas, hilos y otros elementos necesarios para llenar las mochilas de campaña. A Carrie la entusiasmaba el hecho de que cada persona que llenaba una mochila podía poner una tarjeta con su nombre. Esperaba recibir noticias de los soldados que recibieran las suyas. Charlaban sobre los elefantes blancos que estaban recolectando para la venta de caridad en la escuela, con la que pensaban ganar los ciento veinticinco dólares que donarían a la Campaña de Fondos de Guerra.
Linnea estaba desconcertada. Cuando se fue de la casa, sus hermanas se dedicaban a trepar a los árboles y a despellejarse las rodillas. Carrie era desmañada. Ahora, en cambio, lucía una silueta esbelta. El cabello del color de la miel le llegaba a los hombros y pronto sus ojos azules atraerían la atención de los muchachos. También Pudge* había cambiado: el sobrenombre ya no le iba. Se había estilizado y ya no llevaba trenzas sino una cascada de rizos de color caramelo sujetos por una cinta. Cuando hablaba del trabajo en el grupo de Scout Girls, los ojos almendrados se encendían de entusiasmo, y Linnea podía imaginar la bella joven que llegaría a ser muy pronto. ¿Cómo podían haber cambiado tanto en cuatro meses?
* Pudge, en inglés, regordeta. (W. de la T.).
También habían cambiado los intereses de su madre. Ya no se quedaba en la casa, zurciendo medias en su tiempo libre. Era encargada del comité de mujeres de Fondos para Ayuda a belgas y armenios en la iglesia y trabajaba con el Comité de Ayuda Militar Suplementaria para equipar trenes y proveer de comida a los soldados alistados que pasaban por la ciudad, en el trayecto a los campamentos del ejército. Asistía a las clases de la Cruz Roja para aprender a preparar vendas quirúrgicas y pasaba dos tardes por semana en la biblioteca pública recogiendo estopa.
– ¿Qué es estopa? -preguntó Linnea, y todos la miraron como si hubiese blasfemado.
Pero eso no era todo. Poco antes, su padre había pasado un día junto con otros ciudadanos que se habían denominado a sí mismos: "Orden de Aserradores de Madera". La Compañía de Azulejos Fargo había donado un lote de bosque junto al río para la Cruz Roja y los hombres habían pasado el día cortando árboles y aserrándolos para hacer leña. Luego fue subastada y ese esfuerzo de guerra rindió 2.264 dólares. ¿Su padre aserrando madera? Le explicó que ese año la fiesta de Navidad sería menos abundante.
Linnea sólo quería que las cosas fuesen como antes. En realidad, esperaba que su regreso al hogar la convirtiese en el eje en torno del cual girase la familia mientras estaba allí. En cambio, el eje era, al parecer, el esfuerzo bélico.
Esa noche, cuando fue a acostarse, permaneció despierta rumiando su desilusión. Había faltado de allí cuatro meses -ni siquiera cuatro meses enteros- y no había dejado más vacío que el de una taza de agua sacada de un barril lleno. Sus emociones eran un torbellino. Nada deseaba más que la constancia por parte de su familia, y todos estaban muy ocupados. ¡Tan comprometidos…! Tuvo ganas de llorar, pero las lágrimas no acudían con tanta facilidad como el verano anterior, antes de que empezara a madurar.
Por lo menos la casa no había cambiado. El dormitorio que compartía con sus hermanas era tan luminoso y alegre como siempre, con el papel floreado en las paredes y las largas ventanas dobles. Cuando se levantó por la mañana, el suelo no estaba helado bajo sus pies y no tuvo que caminar por un sendero nevado hacia un edificio externo, ni lavarse en una palangana, ni recorrer un largo camino hasta la escuela, apalear carbón, encender fuego ni bombear agua.
Sin embargo, echaba todo eso de menos de una manera terrible.
El día de Nochebuena, su padre le pidió que fuese a ayudarlo a la tienda, como solía hacerlo.
– Muchos clientes me preguntan por ti, sé que les encantaría verte, además, hoy realmente me vendría bien tu ayuda. Hasta que cerremos, eso será una carrera.
– Pero tienes al muchacho nuevo.
– Adrián estará, pero habrá suficiente trabajo para tenemos a todos atareados. ¿Qué dices, pequeña?
No podía negarle nada a su padre cuando la llamaba por el viejo apodo familiar y, por mucho que hubiesen cambiado las cosas, le encantaba ir a la tienda.
Cuando llegaron, Adrián ya estaba allí, ataviado con elegantes ropas de estudiante, barriendo la nieve de la acera.
– ¡Buenos días, señor Brandonberg! -saludó, quitándose una gorra de tweed de las que solían usar los golfistas y sonriéndole a Linnea al mismo tiempo-. Señorita Brandonberg.
– Buenos días. Adrián. La he convencido de que hoy venga a echarnos una mano.
– Por supuesto, nos hará falta. ¿Está disfrutando de sus vacaciones?
Con las manos cruzadas sobre el mango de la escoba. Adrián Mitchell parloteaba con tanta amabilidad como si fuesen viejos amigos. Tenía una sonrisa maravillosa, que lucía casi todo el tiempo, y esa clase de cortesía natural que ella se esforzaba tanto por inculcar a sus alumnos en la escuela.
Saludaba a los que pasaban quitándose el sombrero y les deseaba una buena mañana. Cuando Linnea y su padre se dirigieron hacia la tienda, les abrió la puerta para luego continuar barriendo.
Minutos después, cuando él volvió a entrar, Linnea lo observó moverse por la tienda. Colgó del perchero que había en el fondo su elegante abrigo y la chaqueta del traje, se puso un delantal blanco almidonado y, silbando bajo entre dientes, pasó las cintas hacia delante y luego las ató atrás. Se movía con una vivacidad y una confianza que le daban más apariencia de ser el dueño del local que la del propio dueño. Salpicó mezcla limpiadora sobre el suelo y barrió todo sin que su jefe tuviese que decirle una sola palabra. Una vez terminada la tarea y con el lugar impregnado de un agradable olor, fue hasta la puerta doble, abrió las persianas verdes de las altas ventanas y volvió el cartel que decía abierto.
El primer cliente fue un niño que Linnea no reconoció y a quien su madre había enviado en el último momento a comprar una libra de tocino.
Antes de que el niño se fuera. Adrián metió algo en la bolsa y le dijo:
– Dale esto a tu madre, ¿eh, Lonnie?
– ¿Qué le ha dado? -le preguntó Linnea a su padre en un susurro
– Un separador de huevos. Adrián tuvo la idea de dar pequeños
utensilios de cocina como gesto de buena voluntad durante las fiestas de fin de año. Les demuestra a los clientes que agradecemos sus compras.
Linnea contempló el perfil de su padre, que admiraba a Adrián: no cabía duda de que el nuevo empleado era su favorito.
Otra vez apareció el ataque de celos pero, a medida que avanzaba el día, llegó a entender por qué su padre lo valoraba tanto: los clientes lo adoraban. Los conocía a todos por su nombre, les preguntaba por sus familias y si conocían a la señorita Brandonberg, que ese día estaba presente que había vuelto de la escuela y estaba allí para saludarlos a todos. Cada vez que un cliente se retiraba, le deseaba:
– ¡Feliz Navidad!
Sin duda, sabía ser amable. En ocasiones, Linnea lo observaba con disimulo y se preguntaba si su actitud no sería falsa. Pero, mucho antes de terminar la jornada, llegó a la conclusión de que era genuino, un hombre de negocios nato que amaba a las personas y no tenía escrúpulos en demostrarlo.
A las cuatro de la tarde, cuando cerraron, el padre de Linnea le dio a Adrián un jamón como regalo de Navidad. El joven tenía algo escondido en la trastienda: una caja larga y alta, que le dio al patrón antes de que los dos intercambiaran un cariñoso apretón de manos. Luego se volvió hacia Linnea con su sonrisa radiante.
– Señorita Brandonberg, espero que volvamos a encontrarnos mientras esté en la ciudad. De hecho, si su padre no se opone, me gustaría pasar por su casa una noche de estas a hacerle una visita.
Miró a Selmer Brandonberg buscando aprobación y, antes de que la muchacha pudiese interponer alguna objeción, el padre respondió:
– Cuando quieras. Adrián. Sólo avísale a la señora Brandonberg para que ponga otro plato en la mesa.
– Gracias, señor, lo haré. -Y a Linnea le dijo-: Entonces, una noche de la semana que viene, cuando pase el lío de Navidad.
Linnea estaba apabullada. El joven era tan directo y seguro que, sin darle oportunidad de rechazarlo, les dio los últimos buenos deseos para las fiestas y salió. Se quedó boquiabierta, con la vista fija en las persianas que se balanceaban.
– ¿Qué opinas de él? -le preguntó su padre.
Con las manos en las caderas, Linnea compuso un mohín de disgusto.
– Y tú me dijiste que habías empleado a un nuevo muchacho. No es más muchacho que tú.
Selmer se puso el abrigo, alzó una ceja y sonrió.
– Lo sé. -Abotonándose el abrigo, repitió-: Te pregunto qué opinas de él.
Linnea le dirigió una mirada divertida.
– Todavía no es candidato para el Congreso, ¿verdad?
Selmer rió.
– No, pero dale tiempo. Estoy seguro de que llegará.
– Es exactamente lo que yo opino.
Se miraron unos segundos y luego estallaron en carcajadas. Pero cuando salían de la tienda, Linnea puso la mano enguantada sobre la solapa de su padre,
– Es apuesto, dinámico y verdaderamente tiene empuje, y, aunque al principio me puse bastante celosa de él, ya veo que para ti es toda una adquisición. Pero no estoy buscando novio, papi.
El padre le palmeó la mano y la condujo hacia la puerta.
– Tonterías, pequeña. Tú lo has dicho: Adrián no es ningún muchacho.
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