– Todas las noches. Ese Kristian no es mal maestro, lo es, ¿sabes?
– Kristian no es mal maestro -lo corrigió,
Le dirigió una sonrisa ladeada.
– Acabas de llegar y ya estás emprendiéndola conmigo.
Le apretó más fuerte el codo, la ayudó a subirse y poco después iban camino de la casa.
– Bueno, sí no te corrigiese un poco, creerías que te has equivocado de chica.
La sonrisa persistente la recorrió y se tomó un buen tiempo antes de responder:
– No, eso es imposible.
El corazón de la muchacha bailoteó de alegría.
– ¿Cómo estaba tu familia? -le preguntó el hombre.
Conversaron sin cesar, sin importarles demasiado de qué, sentados lado a lado, con los codos chocándose suavemente de vez en cuando. Si bien el sol no era demasiado entusiasta, la temperatura era moderada. La nieve estaba blanda y abrazaba los patines como una mano infinita. Era agradable deslizarse acompañados por el chirrido incesante y el golpeteo de los cascos. Alrededor, las nubes colgaban del cielo como viejas gallinas blancas después de un baño de polvo. Parecían fruncir el entrecejo sobre sus cabezas de ellos. En la línea de unión con el horizonte no se distinguían bien la tierra del aire y sólo se veía una mezcla blanca grisácea que no se levantaba ni definía el contorno del mundo.
Cuando estaban a unos ochocientos metros de la escuela, Theodore enderezó los hombros, dirigió la vista hacia el Norte y tiró de las riendas. Cub y Toots se detuvieron en mitad del camino, patearon la nieve y relincharon.
Preocupada, Linnea echó una mirada a la yunta y luego a Theodore.
– ¿Qué pasa?
– Mira.
Le señaló,
– ¿Qué? No veo nada.
– Allí, ¿ves esas manchas oscuras que avanzan hacia nosotros?
Linnea entornó los ojos y escudriñó.
– Oh, ahora lo veo. ¿Qué es?
– Los caballos. -Y agregó, excitado-: Ven, baja.
Enroscó las riendas en la vara del freno y saltó de la carreta, tendiéndole la mano, distraído, para ayudarla a apearse. Caminaron junto a la zanja pasaron al otro lado dando pasos gigantescos en la nieve que les llegaba a las rodillas y se detuvieron junto a una cerca de dos hileras de alambre de púas. Inmóviles, contemplaron a la manada que galopaba en dirección a ellos, sin trabas, desde un campo lejano. En unos minutos, los caballos se habían acercado lo suficiente para distinguirlos unos de otros, pero sólo las cabezas. Las panzas quedaban ocultas por la nieve suelta que se movía como una nube baja alrededor de ellos. Los cascos la hacían arremolinarse y parecía fundirse con el mundo ataviado de blanco de abajo y las nubes lechosas de arriba. Era un espectáculo soberbio, una estremecida masa en movimiento.
A medida que se acercaban, Linnea percibió un débil temblor a través de las suelas, una vibración del alambre bajo los mitones. Debían de ser unos cuarenta animales y el caudillo era un orgulloso picazo con una ondulante crin gris y poderosos hombros moteados de gris y blanco, que parecían una extensión de las nubes sucias que les servían de fondo.
Percibiendo su presencia, el animal relinchó y levantó la cabeza, con las fosas nasales dilatadas y los ojos vivaces. Con un resoplido, viró y condujo a la manada en una dirección nueva. Qué majestuosa exhibición de poderío y belleza, con los cascos aporreando espírales blancas, las colas sueltas, el pelo largo e hirsuto del invierno.
Estos no eran como los esbeltos trotadores de Virginia, sino más bien gigantes de vigorosos músculos, de dudosa genealogía, con pechos macizos, hombros fornidos y patas delgadas, bestias que conocían el arado y la rastra y habían ganado un lapso de libertad.
Los dos espectadores se estremecieron de emoción. Sin saberlo, Linnea trepó a la hilera baja de la cerca para ver mejor. Haciendo equilibrio, observando a los caballos que pasaban haciendo temblar la tierra, casi no advertía el brazo de Theodore que la sostenía de las caderas. Las vibraciones fueron extinguiéndose y la nube de nieve fue disipándose.
Theodore levantó la vista.
La joven podría ser una de esas criaturas sueltas gozando de su libertad. Tuvo la impresión de que había olvidado que él estaba junto a ella, ahí parada sobre el alambre más bajo, con las rodillas apretadas contra la de arriba, el cuello estirado y la nariz al aire, esforzándose por lograr una última visión de la manada que desaparecía. Se preguntó si sería consciente siquiera de que estaba encaramada ahí. Parecía más niña que nunca con la pañoleta de lana sobre el cabello, atada bajo la barbilla.
Pero no importaba. Lo único importante era que también era capaz de apreciar la majestad de los caballos, igual que él. Una vez más, lo sacudió la noción de lo mucho que había echado de menos a esta especie de muñeca con la infantil pañoleta, con la nariz roja como una cereza y que apoyaba una de sus manos metida dentro de un mitón, sobre su hombro.
Rió entre dientes, con la esperanza de relajar la súbita tensión que sentía en la ingle.
Linnea miró hacia abajo.
– Bájate, a ver si te caes del otro lado y te pierdo en la nieve.
La tomó de la cintura y la muchacha se bajó de un salto. Se quedaron un instante así, los mitones de ella apoyados en los bolsillos delanteros de él.
– ¿No ha sido imponente, Teddy?
Echó una última mirada melancólica hacia donde habían desaparecido los caballos. Todo había quedado en silencio, como si la manada jamás hubiese pasado por allí.
– Te dije que alguna vez los veríamos.
– Sí, pero no me dijiste que sería tan bello… tan… -Buscó la palabra adecuada-. ¡Tan imponente! ¡Ojalá pudiera hacer que los chicos lo dibujaran tal como se ven, poderosos, resoplando y arrojando nieve hacia todos lados! -Sin aviso previo se inclinó, recogió dos puñados de nieve y los arrojó sobre sus cabezas. Cayó sobre la cara levantada, mientras Theodore reía y retrocedía, para eludirla-. ¡Theodore, gallina! -lo provocó-. En verdad, nunca conocí a alguien tan gallina.
– No soy ninguna gallina. Lo que pasa es que soy más sensato que ciertas maestritas que conozco, que acabarán en cama con gripe, igual que John.
– ¡Oh, bah! ¿Qué mal puede hacer un poco de nieve?
Se agachó, excavó y dio un bocado. Theodore casi se sentía capaz de precisar el segundo exacto en que había vuelto a convertirse de mujer en niña. Eso formaba parte de los motivos para amarla tanto: esos cambios tan repentinos. Despreocupada, empezó a modelar una bola de nieve palmeteándola por arriba y por abajo, pasándola de mitón a mitón, arqueando una ceja con maliciosa intención.
– Inténtalo y ya verás qué es lo que quedará mal -le advirtió Theodore, retrocediendo.
– No es más que nieve limpia. -Dio otro bocado y avanzó sin prisa-. Ten, prueba.
Theodore echó la cabeza atrás y la agarró por las muñecas.
– Linnea, vas a lamentarlo.
– ¿Ah, sí? Muerde… ten… muérdelo, toma un bo… -Empezaron a forcejear, riéndose, mientras Linnea intentaba aplastarle la nieve en la cara-. Vamos, Teddy, buena nieve limpia de Dakota del Norrrte.
Imitó el acento noruego que a veces se colaba en el habla de Theodore.
– ¡Basta, chiquilla sinvergüenza!
Esa vez, casi lo atrapó, pero él era muy rápido y mucho más fuerte.
– No me digas chiquilla sinvergüenza, Theodore Westgaard. ¡Tengo casi diecinueve años!
Mientras seguían forcejeando en un combate mano a mano, Theodore reía sin freno.
– Oh, cómo es eso… se marcha por dos semanas y vuelve un año mayor.
Linnea rechinó los dientes y rezongó:
– ¡Voy a atraparte, Theodore!
El se limitó a reír, y entonces la muchacha le enganchó la bota con un tacón, dio un fuerte empujón y lo hizo caerse de espaldas sobre la nieve. Ahí se quedó sentado, con expresión atónita, hundido hasta las costillas y los codos mientras ella se tapaba la boca y se retorcía de risa. Theodore metió la mano y palpó dentro de la manga: la nieve había quedado apretada contra el forro. Dio una sacudida lenta y fuerte, sin dejar de atravesarla con una mirada feroz. Levantó la otra mano, se quitó la mano de la muñeca y se puso de pie con deliberada lentitud. Linnea empezó a retroceder.
– ¡Theodore, no te atrevas… Theodore…!
El se sacudió la ropa y avanzó, componiendo una mueca malvada.
– Ahora ruega, después de que ha buscado el castigo. ¿Qué pasa, señorita Brandonberg, la asusta un poco de buena nieve limpia de Dakota del Norrrte? -se burló.
– Theodore, si lo haces, yo… yo…
Sin inmutarse, siguió avanzando.
– ¿Tú qué?
– ¡Se lo diré a tu madre!
– ¡Decírselo a mi madre! ¡Ja, ja!
Se acercó con paso firme.
– ¡Bueno, lo haré!
– Sí, hazlo. Me gustaría saber lo que diría mi madre.
Se abalanzó de repente, la atrapó por las muñecas y trató de hacerla caer hacia atrás, pero Linnea chilló y se debatió. La empujó con más fuerza y ella agitó los brazos, forcejeando, riéndose.
– ¡No quería, te lo juro!
– ¡Ja, ja!
Dio un paso más y la muchacha se le agarró de la chaqueta para no tropezar, pero ya era demasiado tarde. Cayó hacia atrás, arrastrándolo con ella sobre la nieve mullida y aterrizaron en un embrollo de brazos, piernas, faldas, Theodore extendido sobre ella como una especie de manta humana.
El cayó de lado, con una pierna cruzada sobre las rodillas de ella y los dos riendo a carcajadas sin poder parar.
Acabó tan repentinamente como había empezado. El mundo se tornó silencioso. El peso de la pierna del hombre sobre las de la mujer aumentó. Pareció iniciarse un pulso que provenía de la tierra misma, a través de la nieve y penetraba en sus cuerpos.
Theodore se incorporó sobre un codo y la miró. Las miradas se intensificaron.
– Linnea -exhaló, con una voz extraña, estrangulada.
Tenía nieve en la parte de atrás del cuello y en los hombros. Línea lo vio por un fugaz instante, ya sin la gorra azul con el rostro enmarcado en ese cielo de peltre, el aliento que salía con trabajo por los labios abiertos. Luego su boca se apoderó de la de ella y su peso la hundió más en la nieve. Las lenguas se encontraron, se acoplaron, cálidas contra los labios fríos y él se tendió a todo lo largo de ella, que lo atrajo con brazos ansiosos.
Cuando levantó la cabeza, los corazones de los dos se habían vuelto locos, erráticos, y supieron de la impaciencia por recuperar el tiempo perdido.
– Te he echado de menos… Oh, Teddy.
La besó de nuevo, sujetándole la cabeza con las manos enfundadas en los guantes, y sintió como si estuviese pasando otra vez la manada, haciendo temblar la tierra. El beso acabó tan a desgana como el primero.
– Yo también te he echado de menos.
– Yo me esforzaba por pensar que estaba en mi casa, pero ya no me parecía mi casa porque lo único que quería era volver aquí, a ti.
– Como no podía soportarlo, pasaba la mayor parte del tiempo en la talabartería.
Del cuello de la chaqueta cayó un poco de nieve sobre la mejilla de la muchacha y ella cerró los ojos y abrió los labios, mientras él la lamía. La boca se deslizó otra vez hacia la suya, adueñándose de ella con un fervor que revivió los cuerpos de los dos.
Sin muchas ganas, Theodore se apartó y se tendió de espaldas.
– Hasta creí que no volverías -confesó él.
– Tonto.
Sin su peso sobre sí, se sintió rechazada y rodó para acomodarse sobre el pecho del hombre.
Le besó un ojo y dejó los labios ahí, respirándolo, oliéndolo… cuero, lana, nieve.
– ¿Fue de veras lo que dijiste en la estación?
– Oh, Dios. Linnea.
La apretó con fuerza, cerrando los ojos, preguntándose qué hacer.
Ella se apartó para verle el rostro.
– Lo d…dijiste en serio, ¿no?
Su temor inundó el corazón de Theodore con una nueva oleada de amor.
– Sí, lo dije en serio. Pero no está bien.
– Claro que está bien. ¿Cómo puede estar mal el amor?
Tomándola de los brazos, la hizo levantarse y se sentaron cadera con cadera. Theodore deseó volver a ser joven y precipitarse a la vida con el mismo arrojo que ella. Pero no lo era y tenía que usar el sentido común que la muchacha aún no había desarrollado.
– Linnea, escúchame. Te dije que no sabía qué hacer y…
– Bueno, yo sí. He pensado mucho en ello y hay sólo una cosa que hacer. Tenemos que…
– ¡No! -Se levantó de un salto y se volvió-. No empieces a formarte ideas. No resultará.
En un instante. Linnea estaba de pie, junto a él, insistiendo:
– ¿Por qué no?
Theodore recogió el sombrero de la nieve y lo sacudió contra el muslo.
– Linnea, por el amor de Dios, usa la cabeza.
Lo hizo volverse agarrándolo del brazo.
– ¿La cabeza? -Lo miró a los ojos, obligándolo a mirarla, también-. ¿Por qué la cabeza? ¿Por qué no el corazón?
– ¿Has pensado en lo que dirá la gente?
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