– Si. Exactamente lo que me dijo mi madre esta mañana: que eres demasiado mayor para mí.

– Tiene razón.

Se encasquetó la gorra y se negó a mirarla a los ojos.

– Theodore. -Le oprimió el brazo-. ¿Qué tienen que ver los años con lo que sentimos? Son sólo… números. Supón que no fuésemos capaces de medir los años y no pudieses decir que tienes dieciséis años más que yo.

Señor del cielo, cuánto la amaba. ¿Por qué tenía que ser tan joven?

La sujetó por los brazos con las manos enguantadas y la obligó a atender razones.

– ¿Qué dices con respecto a los hijos, Linnea?

– ¿Hijos?

– Sí, hijos. ¿Los deseas?

– Sí, tus hijos.

– Yo ya he tenido uno y tiene diecisiete años. Casi tantos como tú.

– Pero, Teddy, sólo tienes treint…

– ¿Y qué me dices de Kristian? Está enamorado de ti, ¿lo sabías?

– Sí.

Theodore esperaba que lo negase, pero, como no lo hizo, se quedó confundido.

– ¿Acaso no te das cuenta del embrollo que podría generarse?

– No sé por qué. Le he dejado muy en claro, de todas las formas posibles, que soy su maestra y nada más. Soy el primer enamoramiento que tiene y lo superará.

– Linnea, él me lo dijo. Lo que quiero decir es que acudió directamente a mí y me dijo lo que sentía por ti aquel día que fuimos juntos a buscar carbón. ¡Por primera vez me confió sus sentimientos! Imagínate cómo se sentiría si ahora le dijese que voy a casarme contigo.

Pero Linnea entendió qué era lo que en realidad estaba inquietándolo.

– Estás asustado, ¿no es cierto, Teddy?

– Ya lo creo que estoy asustado, ¿por qué no debería estarlo?

Con sus suaves mitones, Linnea le sostuvo la cara, clavando la mirada en sus ojos.

– Porque yo no soy Melinda. Yo no huiré dejándote abandonado. Amo este lugar Lo amo tanto que estaba impaciente por volver.

Pero era demasiado joven para pensar que, si tenían hijos, para cuando se fueran de la casa él sería muy viejo… si vivía tanto. Dándole la espalda, se encaminó a zancadas hacia la carreta.

– Ven, vámonos.

– Teddy, por favor…

– ¡No! No tiene sentido seguir hablando de esto. Vámonos.

Viajaron en silencio hasta que se acercaron al sendero que llegaba hasta la escuela.

– ¿Podríamos detenernos unos minutos en la escuela?

– ¿Necesitas algo?

– No, es que la he echado de menos.

La miró a la cara.

– ¿Que la has echado de menos?

¿Podía ser que hubiese añorado ese pequeño bulto en medio de la pradera?

– Eso y muchas otras cosas.

Theodore se acomodó la gorra y se concentró otra vez en guiar.

– Podemos detenernos un minuto, pero no más. Hace frío aquí.

Cuando frenaron en el patio, Linnea exclamó:

– ¡Bueno, alguien ha despejado de nieve los senderos!

Theodore detuvo a los caballos y se bajó, pero evitando los ojos de la muchacha.

– Bueno, un día nevó un poco y la nieve se amontonó.

– ¿Tú lo hiciste? -le preguntó, con complacida sorpresa.

Theodore dio la vuelta al vehículo para ayudarla a apearse. Recordaron el primer día que ella había ido ahí y que él había asegurado no tener tiempo para cuidar flores de invernadero.

– Qué amable. Gracias, Teddy.

– Si quieres entrar, entra -le ordenó, gruñón.

La vio correr hacia la puerta y sacudió la cabeza con la vista en el suelo. Era tan joven… Qué tenía que hacer él, vagando por la nieve con ella, si nada podría resultar de todo ello y él lo sabía…

La siguió y se quedó cerca de la puerta del guardarropa, observándola mientras ella hacía una rápida inspección del salón. Lo observó con cariño y, de paso hacia el frente, fue tocando la estufa, los pupitres, el globo terráqueo, como si pudiesen sentirla. El salón estaba helado, pero la muchacha no lo notaba y en su rostro brillaba una sonrisa complacida. Lo que había dicho era verdad: ella no se parecía en nada a Melinda, pero -¡maldición!- no pensaba que, cuando ella tuviese treinta y cuatro años como él ahora, él tendría los cabellos grises y no quedaría nada de su juventud.

Linnea subió al estrado, tomó un trozo de tiza y escribió sobre la pizarra limpia:

– ¡Bienvenidos otra vez! ¡Feliz año nuevo 1918!

Dejó la tiza con un golpe resuelto, se sacudió las manos y volvió donde estaba Theodore, para girar otra vez y contemplar el mensaje desde ahí.

– ¿Sabes leerlo? -le preguntó.

Theodore frunció el entrecejo, concentrándose unos segundos.

– Puedo leer otra vez y feliz. -Se debatió con la primera palabra- Bbbb… -Cuando la descifró, su rostro se relajó-: Bienvenidos otra vez.

– ¡Bien! ¿Y lo demás?

Linnea observó cómo se esforzaba por entenderlo.

– La palabra que sigue es feliz -le apuntó.

– Feliz año nuevo 1918 -leyó lentamente y luego releyó todo el mensaje: Bienvenidos otra vez Feliz año nuevo 1918.

Sonrió, orgullosa: era cierto que había estado estudiando.

– Para fines de este nuevo año, estarás leyendo tan bien como mis alumnos de octavo grado.

Cuando él le devolvió la sonrisa, la tensión que había estado aumentando se relajó.

– Ven, vámonos a casa. Mamá está esperándonos.

Entrar en la cocina de Nissa fue como quitarse unas sandalias nuevas de baile y ponerse unas gastadas zapatillas de fieltro. Todo estaba igual: el hule sobre la mesa, las chaquetas colgadas del gancho detrás de la puerta, el tanque y la palangana, el olor delicioso que salía de la cocina.

Nissa estaba haciendo albóndigas de carne con patatas y salsa para la cena y todas las ventanas estaban empañadas de vapor. La anciana se volvió y se acercó con los brazos abiertos.

– Ya era hora de que regresaras aquí.

Linnea devolvió el cariñoso abrazo.

– Mmmm… huele bien aquí. ¿Qué está preparando?

– Estofado de corazón.

Rieron y Linnea la empujó en broma.

– Le diré a Theodore que me lleve de vuelta a la estación.

– No creas que te hará mucho caso. Me parece que estaba un poco perdido sin ti.

– ¿Ah, sí? -Arqueó una ceja, mirando al aludido-. No lo habría imaginado. De camino aquí, me tiró en un campo de nieve.

– ¡En un campo de nieve!

Desde el otro lado de la cocina, Theodore fruncía el entrecejo. En ese preciso momento, Kristian, que volvía de revisar sus trampas, bajó a galope las escaleras y frenó girando cuando vio a Linnea con una sonrisa tan ancha que parecía levantarle las orejas. Aún tenía las mejillas sonrosadas, el cabello erizado y le sobresalían las puntas de las medias rojas. Línea casi pudo sentir el esfuerzo que hacía para no abrazarla. Ella se casaría con su padre. ¡Lo haría! Y sería conveniente que toda la familia se habituase al hecho de que no tenía la menor intención de andar de puntillas en torno de Kristian sintiéndose culpable cada vez que tuviese ganas de tocarlo. Le apoyó los mitones de visón en las mejillas.

– Kristian, son los mitones más abrigados y bellos que he visto jamás. ¿Tú los hiciste?

Se ruborizó y removió los pies.

– ¿Le quedan bien?

– Perfectos. ¿Ves?

Kristian le agradeció el conjunto de cepillo y peine de palo de rosa, Linnea dio las gracias a Nissa por las chinelas y el momento incómodo pasó. Nissa se burló en tono hosco:

– Gracias a usted, también, señorita, pero ¿para qué necesita una vieja tonta como yo esa elegante agua de lilas que me regalaste? No hay hombre en seis kilómetros a la redonda que se acerque lo suficiente para olerla.

Mientras todos reían y se contaban lo que había sucedido en esas dos semanas, Linnea puso la mesa. Poco antes de la hora de comer, apareció John, envuelto en la nueva y fina bufanda de lana azul que la muchacha le había regalado para Navidad y que usaba encima de la gorra con orejeras.

– ¡John, creí que estaba enfermo!

– Lo estaba. Ya no.

Linnea le dio un rápido abrazo y se echó atrás para observarlo con actitud crítica.

– Sí que lo está. Mire esa nariz enrojecida y esos ojos acuosos. No tendría que haber venido hasta aquí con este frío.

Igual que Kristian, removió los pies, incómodo, y se puso encarnado.

– No quería perderme nada.

Todos rieron. Ah, qué bueno era estar de regreso. Así era como debía de sentirse uno cuando le daban la bienvenida.

Cuando se sentaron a comer, Linnea no pudo resistir la tentación de observar a Theodore mientras decía la plegaria: cabeza gacha, el cabello un poco aplastado por la gorra, los párpados bajos, las comisuras de los labios ocultas tras las manos unidas.

– Señor, gracias por este alimento y por todo lo que nos brindaste hoy, sobre todo por habernos devuelto sana y salva a nuestra pequeña señorita. Amén.

Cuando levantó la vista la sorprendió mirándolo y los dos tuvieron plena conciencia de que Linnea pertenecía a ese lugar, a ese hueco que habían abierto para ella en sus vidas.

Recorrió la mesa con la vista y algo agudo muy cercano al dolor le oprimió el corazón. Caramba, amaba a estas personas. No sólo a Theodore sino a todos ellos, a Nissa, con su áspero afecto, a Kristian, con esos súbitos sonrojos de admiración, y a John, con su corazón de oro y sus actitudes lentas y tranquilas.

Theodore vio que la mirada de la muchacha volvía a él y se apresuró a tomar la fuente con las albóndigas, aunque había estado observándola desde que terminó de decir la oración, recordando lo vacías que parecían las comidas sin ella. Durante su ausencia, la familia había vuelto a la antigua costumbre del silencio, de comer con el único propósito de llenarse la barriga. Pero, en cuanto Linnea entró en la casa, junto con ella pareció que recuperaban la capacidad de conversar.

Theodore pensó en la primavera, en que ella se marcharía, y las sabrosas albóndigas le supieron a serrín.

Cuando terminó la comida, Linnea dijo:

– Estoy impaciente por ver qué has aprendido. ¿Me lo enseñas?

Aunque respondió con aparente desinterés:

– Si no estás demasiado cansada… -se sintió más inquieto de lo que nunca había estado, cuando su madre dijo:

– Teddy te llevará a tu casa, John.

John se puso las botas, se abotonó la chaqueta y cerró la hebilla de las orejeras. Se envolvió trabajosamente la bufanda nueva alrededor de la cabeza y tanteó los bolsillos buscando los mitones. Con una mano en el picaporte, Theodore no decía palabra. Hubo otra demora para que Nissa metiera un frasco de sopa de verduras bajo el brazo de John y le ordenó quedarse en la cama al día siguiente.

Cuando dejó a John en la casa, regresó, desenganchó los caballos y entró en la cocina, Theodore estaba nervioso y excitado. Nissa y Kristian estaban sentados a la mesa, junto a Linnea. Desparramados encima estaban los libros y la nueva pizarra, ya preparados, y Kristian había abierto el silabario en la última página con la que estuvieron trabajando, ansioso por demostrar todo lo que le había enseñado a su padre.

Durante la ausencia de Linnea, Theodore había trabajado ávidamente con la lectura. Perseguía a Kristian para que lo ayudase y, en ese momento, mientras su hijo dictaba, orgulloso, una prueba de ortografía, se concentró por entero en la escritura de las palabras. Las trazó con sumo cuidado: Theodore, conocer, rodilla, sangre, salchicha, cerca, Kristian, corazón, Cub, Toots, hace, ase, John, madre, estufa, Linnea, Lutefisk.

– Lutefisk ¿Le enseñaste a escribir Lulefisk?

– Me obligó.

Linnea rió, pero cuando Theodore leyó en voz alta tuvo noción del inefable progreso que había logrado, en parte gracias a su decisión y en parte gracias al insólito método que usaron para elegir palabras familiares.

– ¡Caramba, Theodore, ya estás leyendo tan bien como mis alumnos de quinto grado!

– ¡Porque me volvió loco, por eso! -exclamó Kristian-. Casi no me dejaba tiempo para revisar mis trampas. -Aunque el rostro del padre se puso encarnado, de todos modos Linnea vio que estaba orgulloso-. Un día, hasta lo encontré escribiendo palabras en la nieve con una vara.

– ¿En la nieve?

Al echar una mirada a Theodore, vio que el sonrojo se había acentuado. La miró un instante y después apartó la vista.

– Bueno, no tenía la pizarra y no recordaba cómo escribir una palabra: me resultaba más fácil si la veía.

Sólo la ocasión en que descubrió que no sabía leer lo vio tan acalorado y sonrojado. Cuando se ruborizaba y le daba timidez, parecía tan joven que a Linnea le daba un vuelco el corazón.

A la noche siguiente, estaban otra vez sentados a la mesa, con Nissa y Kristian cerca, y Linnea decidió hacerlo tropezar. Escribió en la pizarra:

– ¿Te conté que mi padre compró un automóvil?

Se volvió para mirarlo, vio que leía sin dificultades y luego fruncía el entrecejo al llegar a la última palabra. Movió los labios sin ruido tratando de descifrarla y, tras varios segundos, Linnea giró la pizarra y, después de dividir la palabra con una barra inclinada: auto/móvil, se la mostró de nuevo.