Theodore deletreó la palabra y en su rostro se abrió una sonrisa.

Pero, en lugar de responder hablando, tomó la pizarra, la borró y escribió:

– No. ¿Paseaste en él?

Linnea borró y escribió:

– Sí, fue delicioso.

Pensó un buen rato y por fin se dio por vencido:

– Esa no la sé -dijo.

– Delicioso.

– Ah.

Se puso súbitamente pensativo y, mientras la contemplaba, olvidó la pizarra. "Un automóvil", pensó. Sería de la clase de mujeres a las que les gusta tener un automóvil. Cuando llegara la primavera, volvería a su vida en la ciudad, donde gozaría del automóvil de su familia y de todas las demás comodidades que, sin duda, compararía con la vida allí y la encontraría en desventaja. ¿Qué motivos tendría para regresar el otoño siguiente? Y había otra cosa que no podía sacarse de la cabeza, aunque le parecía tonto preguntarlo.

Pasó el trapo impregnado de tiza por la pizarra y escribió:

– ¿Viste a Lorents?

Pensó largo rato la pregunta, mientras intentaba juntar coraje para mostrársela. Echó un vistazo a Nissa y a Kristian, al otro lado de la mesa pero la madre estaba remendando un calcetín, y el hijo, inclinado sobre un libro. Cuando alzó la vista, vio que Linnea tenía el mentón apoyado en un puño y esperaba a ver con qué iba a salir. Lenta, muy lentamente, torció la pizarra de modo que sólo ella pudiese verla.

Los ojos de la muchacha le dispararon una mirada y apartó la barbilla del puño. El corazón apresuró los latidos y echó un cauteloso vistazo a los otros dos presentes para comprobar que no les prestaban la menor atención.

Le sacó la pizarra de los dedos y, sin borrar la pregunta, escribió debajo:

– ¿Lawrence?

Theodore observó el nombre bien escrito, sintiendo su torpeza y un calor que te subía por el cuello. Borró Lorents, lo escribió correctamente, giró la pizarra hacia ella y asintió.

Las miradas de los dos, intensas, oscuras, se sostuvieron durante interminables minutos por encima de la pizarra. Kristian pasó una página. Las tijeras de Nissa cortaron un hilo. En el último momento, un instante antes de posar la mano sobre la pizarra, Theodore creyó ver una chispa divertida en los ojos de la muchacha.

– No -escribió.

Cuando Theodore lo leyó, dejó escapar un largo suspiro silencioso y relajó los hombros, respaldándose contra la silla.

Esa noche, cuando fueron a acostarse, aunque ninguno de los dos dijo una palabra sobre los mensajes intercambiados por medio de la pizarra, los dos los tenían presentes.

Tenerla tan cerca todo el tiempo no resultará. O te casas con ella o la sacas de aquí.

No funcionará vivir bajo el mismo techo con él. Si no se casa contigo, el año que viene tendrás que buscar otro lugar para enseñar.

Al día siguiente, cuando Linnea volvió de la escuela, había un sobre apoyado contra la maceta de filodendro, sobre la mesa de la cocina. El remitente era Adrián Mitchell.

Linnea se quedó de una pieza al ver la carta y sentir, de repente, un par de ojos que la censuraban. Al mirar hacia el otro extremo, vio a Theodore parado en la entrada del vestíbulo delantero, mirándola como si acabara de anunciar que era espía alemana. Entre los dos, Nissa trabajaba junto a la cocina, y los ignoraba. Lo único que rompía el silencio era la cebolla chisporroteando en la grasa caliente. Theodore giró sobre los talones y desapareció, y Linnea pensó: "Ah, no me quieres para ti, pero nadie más puede tenerme, ¿no es cierto?"

Tomó con gesto brusco la carta de la mesa y subió la escalera pisando fuerte.

Adrián era tan eficiente escribiendo cartas como manipulando clientes y padres. Algunos de sus cumplidos la hacían sonrojar y los planes que tenía para el verano la impulsaron a ocultar el sobre en un cajón, bajo la ropa interior, para que Nissa no lo viera cuando fuese a cambiar las sábanas.

Esa noche, cuando se sentaron para la lección, la tensión entre los dos era palpable. Por una vez, el hombre deseó estar a solas con ella para hablar, pero Nissa ocupó la silla de costumbre y se puso a tejer, y Kristian estaba reparando un zapato para la nieve y masticando cecina. Cuando no pudo soportarlo más, Theodore escribió en la pizarra:

– ¿Quién es Adrián?

Volvió el rostro hacia la muchacha con expresión dura y los labios apretados en una sola línea.

– Trabaja en la tienda de mi padre -respondió Linnea, por escrito.

No intercambiaron más mensajes personales, pero Theodore estaba rígido y enfurruñado. Hizo los ejercicios de escritura sin mirarla ni una vez, y al terminar, cuando ella le dio las buenas noches, no le respondió.

A la mañana siguiente, cuando Linnea despertó, el termómetro marcaba treinta y dos grados bajo cero, y el viento cortaba desde el Noroeste con tanta fuerza que parecía que el molino iba a volarse hasta Iowa.

Se turnaron para lavarse en la cocina: no tenía sentido hacerlo arriba, donde hacía casi tanto frío como afuera. Las ventanas estaban tan cubiertas de hielo que no se podía ver el exterior. John ni apareció para desayunar.

Una vez terminada la comida, Theodore empujó la silla hacia atrás, tomó el abrigo y, sin mirarla siquiera, le ordenó:

– Reúna sus cosas. La llevaré a la escuela.

Linnea alzó la vista, sorprendida:

– ¿Me llevará?

– Eso he dicho. Y ahora recoja sus cosas.

– Pero usted dijo…

– ¡no me diga lo que dije! Antes de llegar al final del sendero, estará congelada hasta el tuétano. -Con gestos bruscos, se puso la chaqueta de lana, la abotonó, subió el cuello y se encasquetó el gastado Stetson.

Abriendo la puerta de un tirón, repitió hosco-: Recoja sus cosas.

Obediente, Linnea se apresuró a subir. Cinco minutos después, mientras corría por el sendero recién despejado de nieve, frenó de golpe ante el espectáculo del artefacto más estrambótico que hubiese visto jamás, al que estaban enganchados Cub y Toots. Parecía un pequeño cobertizo apoyado sobre esquíes, con una chimenea que sobresalía del techo escupiendo humo y unas riendas que salían al exterior a través de un tosco orificio para mirar. Tras una portezuela Theodore aguardaba, impaciente, con expresión tenebrosa e inabordable.

– ¿Qué es esto? -preguntó Linnea, observando el techo combado

– ¡Entre!

La agarró de un brazo, la metió dentro y cerró la puerta. Dentro estaba tibio y oscuro. Por las rendijas de la estufa de hierro más diminuta que hubiese visto jamás resplandecía el fuego. No era más grande que un bote de crema pero bastaba y sobraba para caldear el pequeño recinto. A través del agujero para mirar, se colaba un delgado rayo de luz diurna. Cuando Theodore se abrió paso junto a ella, tocó la roca del suelo, mientras él le advertía:

– Como no hay asientos, tendrá que mantenerse erguida y sujetarse.

Antes de que pudiese obedecerlo, Theodore chasqueó las riendas y ella estuvo a puntó de caer sentada. Tambaleándose, tanteó hacia delante y se sujetó al borde del agujero que servía de mirilla y por el que se veían las grupas de los caballos.

– ¿Y qué pasará con Kristian?

– Está cumpliendo sus tareas. Lo llevaré más tarde.

– Pero siempre realizan las tareas antes del desayuno.

– Tenía que recoger sus cosas antes del desayuno -afirmó, con el tono más gruñón posible.

La ira de Linnea terminó por explotar:

– No tenía por qué hacer nada, Theodore. ¡Yo podría haber caminado!

Mirando por el agujero, él repuso:

– ¡Ja!

– ¡No pedí que me tratase como a una… como a una flor de invernadero!

– ¿Tiene una idea del efecto que tiene este viento sobre la piel cuando la temperatura llega a treinta y ocho bajo cero?

– Podría cubrirme la cara con el echarpe.

El pequeño cuadrado de luz que entraba por el agujero le permitió ver cómo Theodore giraba los ojos en dirección a ella. Lanzó una risilla despectiva, y giró otra vez la vista.

– Lamento haberlo hecho salir-replicó Linnea, sarcástica-. La próxima vez que construya una carreta para mí, podría preguntarme primero si necesito que me lleve.

– Yo no construí una carreta para usted -repuso él en tono similar-. Se desarma y se guarda en el cobertizo. Lo único que tuve que hacer fue instalarla sobre los patines del trineo y fijarla.

A cada instante, la altivez y el tono insultante de Theodore la enfurecían más.

– ¡ Theodore, no sé qué le pasa últimamente que se comporta como… como un oso con una espina en la pata!

El hombre le dirigió una mirada asesina, pero no dijo nada.

– Bueno, ¿qué he hecho? -quiso saber, balanceándose con el movimiento del vehículo, tratando de no chocar con el brazo de él.

La mandíbula de Linnea se tensó. Con la vista fija en el frente, por fin escupió:

– ¡Nada! ¡No ha hecho nada!

Entraron en el patio de la escuela, y ella saltó fuera, al viento que cortaba, impaciente por alejarse de él. Sin embargo, para su sorpresa, él la siguió y la sujetó del codo con tanta fuerza que la hizo hacer una mueca, mientras se abrían paso entre la nieve arremolinada que les llegaba a los muslos. El viento era tan feroz que amenazaba con arrebatarle el chal a la muchacha. Theodore se sujetaba el sombrero con la mano libre. Los contornos de las pisadas empezaban a borrarse ya cuando llegaron a la entrada, que estaba sepultada bajo una capa tan gruesa que tuvieron que tantear buscando apoyo para subir.

Linnea se tropezó una vez y él la empujó sin piedad para hacerla levantarse. La puerta estaba totalmente bloqueada por un muro blanco. Después de un intento fracasado de abrir, Theodore bajó de nuevo los escalones hacia la carreta y volvió al momento con una pala.

– ¡ Yo puedo hacerlo!-gritó la muchacha cuando él volvió-. ¡Démela!

Tendió la mano hacia el mango de la pala, y uno de sus mitones encerró el gastado guante de cuero. Linnea tiró. El forcejeó. Se miraron, tercos, ceñudos. El viento agitó el ala del sombrero e hizo revolotear las bolas del echarpe como una bandera. Linnea tenía húmeda la punta de la nariz. Theodore tenía rojos los bordes de las orejas.

Sin hablar, el hombre le arrebató la pala y dijo entre dientes:

– Apártese.

La empujó con rudeza con el hombro, y metió la pala en la nieve acumulada, con vehemencia descontrolada.

– ¡Theodore, le he dicho que yo puedo hacerlo!

Bastaron doce paladas de nieve para despejar la puerta. Theodore la abrió de golpe, sujetó a Linnea del codo y la arrojó dentro.

– ¡Yo apalearé la maldita nieve! -bramó, para luego cerrarle la puerta en la cara.

Linnea se quedó mirándola con las lágrimas ardiéndole en los ojos, y le asestó un feroz puntapié. Con movimientos irritados, fue en busca del cubo para carbón. Pero, cuando salía a buscarlo, él se lo arrancó de la mano, clavó la pala en un montículo, hizo una mueca y, sin agregar una sola palabra, dio la vuelta a la esquina del edificio, con la nieve hasta las rodillas. Linnea se quedó de pie, rígida, con la espalda contra la puerta, cuando él entró pisando fuerte y apoyó el cubo junto a ella con fuerza suficiente para hacer temblar las ventanas. Tras ella, las botas del hombre resonaban como golpes de martillo, y luego oyó golpear las dos puertas.

Encendió el fuego con tanto estrépito como para que a Theodore se le cayeran los dientes… ¡eso esperaba! Cuando terminó, se ajusto con tanta vehemencia las puntas del echarpe que casi se ahogó. Había abierto la puerta del guardarropa y se dirigía hacia el recipiente para el agua cuando él irrumpió desde fuera con la misma intención. Con expresión agria, vio cómo tomaba la marmita y salía, y cerró de un portazo para ganarle de mano.

En unos minutos estuvo de vuelta. Con la espalda contra la puerta y los brazos cruzados, Linnea se quedó junto a la estufa y escuchó cómo vertía el agua en el recipiente del rincón. Luego oyó el chasquido de la tapa de madera, y entonces Theodore llevó de vuelta el cubo al guardarropa.

Portazo de la puerta interior.

¿Theodore estaría dentro o fuera?

Con la vista clavada en la chimenea de la estufa, se quedó un par de minutos, pensando. Sólo había silencio. Por fin, la dominó la curiosidad y miró sobre un hombro: ahí estaba, con las manos en las caderas, mirándola enfadado bajo el ala del Stetson.

Linnea giró otra vez bruscamente hacia la estufa.

– Bueno, ¿me va a hablar de él o no? -espetó el hombre, con voz hostil.

– ¿De quién? -replicó, obstinada.

– ¿Quién? -Lanzo unas carcajadas desdeñosas, y sus botas hicieron un ruido sordo sobre el suelo. Se detuvo a menos de treinta centímetros de la muchacha-. ¡Adrián no sé cuántos, ese!

– Mitchell. Se llama Adrián Mitchell.

– En realidad, me importa un comino cómo se llame. ¿Vas a decírmelo o no?

– Ya te dije que trabaja en la tienda de mi padre -le espetó.