– Claro, cómo no -repuso él, sardónico.

Linnea giró sobre los talones:

– ¡Bueno, es verdad!

Aunque el sombrero le ocultaba los ojos, Linnea podía adivinar las chispas en sus profundidades. Tenía el cuello de la chaqueta subido hasta las orejas y las botas firmemente plantadas, bien separadas.

– ¿Otro más para tu colección? -la acusó.

– ¿Y a ti qué te importa? -repuso, cerrando los puños dentro de los mitones.

– ¿Lo es? -insistió Theodore, cerrando los puños con los guantes puestos.

– No es asunto tuyo. ¿Cómo te atreves a hacerme preguntas sobre mi vida personal? ¡No eres más que el patrón de mi alojamiento!

– ¿Qué haces con él, paseas en automóvil? -se burló.

– De hecho, así lo hice. Y me divertí. Y me llevó a una fiesta, bailamos, bebimos ponche de champaña y fue a cenar a casa de mis padres. ¿Y sabes qué mas hizo, Theodore? -Acercó más la nariz a él, provocándolo con ojos brillantes, desafiantes-. Me besó. ¿Eso era lo que querías saber? ¿Eso?

Se acercó más aún y tensó la barbilla, viendo que el rostro de Theodore se ponía como un pimiento con manchas blancas,

– Estás presionándome demasiado, señorita -la amenazó en voz baja y grave.

Linnea retrocedió y resopló, desdeñosa:

– Oh, no me hagas reír. Theodore. Haría falta una locomotora para presionarte. Estás asustado de tu propia sombra. -El hombre dio un paso amenazador, pero la muchacha no cejó-. ¿No lo estás?

Se enfrentaron, cada uno buscando un punto débil en el otro sin poder encontrarlo, hasta que al fin, Theodore preguntó:

– ¿Cuántos años tiene?

– Veinte, tal vez veintiuno. ¡Y ahora, huye, Theodore, huye como siempre haces!

La miró, serio, con los músculos del cuello tan tensos que le dolía hasta la cabeza. Entonces Theodore, que rara vez maldecía, gruñó la segunda maldición del día.

– Maldita seas.

La atrajo hacia si sujetándola por los codos, dejando caer la boca sobre la de ella en un beso salvaje. La boca de Linnea se abrió de inmediato y forcejeó como para gritar, pero él la retuvo, sintiendo que los brazos de la muchacha se ponían tensos. Bajo su boca, emitió un sonido ahogado, como si tratase de hablar, pero no quiso soltarla para que volviese a gritarle. Le metió la lengua entre los dientes y la de ella le salió al encuentro con el mismo impulso. Sólo en ese momento comprendió que ella no forcejeaba para alejarse de él sino para acercarse más. Aflojó de inmediato la presión en los codos, y ella le rodeó el cuello con los brazos y se puso de puntillas, aproximándose, pegándose a él.

Los brazos de Theodore le rodearon la espalda, atrayéndola a él, con la barrera de la ropa de abrigo interponiéndose entre ellos.

Alzó la cabeza bruscamente, alejándola, respirando con dificultad.

Los ojos de Linnea eran como ascuas encendidas. Ardían con brillo quemante, fijos en el rostro de él.

– Teddy, Teddy. ¿Por qué lo rechazas?

El aliento se le escapaba rápido, agitado.

Theodore cerró los ojos tratando de controlarse, apartándola con los brazos.

– Porque soy lo bastante mayor para ser tu padre. ¿Acaso no lo entiendes?

– Entiendo que lo usas solamente como excusa.

– ¡Basta! -le gritó, abriendo los ojos y revelando la expresión torturada-. ¡Piensa en lo que estás diciendo, en lo que estamos haciendo! ¡Tienes dieciocho años…!

– Casi diecinueve.

– Está bien: el mes que viene tendrás diecinueve. Y dos meses después, yo tendré treinta y cinco. ¿Cuál es la diferencia? Sigue habiendo dieciséis años entre nosotros.

– No me importa. -Insistió.

– A tu padre sí le importaría. -Inmediatamente advirtió que había tocado un punto vulnerable-. Seguro que él ha elegido para ti a un joven llamado Adrián, que tiene trabajando en su tienda, ¿no es así?

– Adrián me escribió a mí. Yo no le escribí.

– Pero lo besaste e hiciste todas esas cosas con él, y yo estoy celoso aunque no tenga derecho a estarlo, ¿no lo ves? Tendrías que estar con gente joven como él, no con viejos como yo.

– No eres ningún viejo, para mí es más divertido estar contigo que con él, y cuando me besa él no me pasa nada de lo que me pasa cuando tú…

– ¡Shhh!

Le cubrió la boca con el dedo enguantado, y sintió que la furia se desvanecía tan rápido como se había encendido.

Por largo rato, las miradas se abrazaron, hasta que Linnea quitó el dedo de su boca y murmuró:

– Pero es verdad.

– Vives en mí casa. ¿No sabes lo que la gente podría decir, lo que podría pensar?

– ¿Que me amas? -preguntó con suavidad-. ¿Tan terrible sería eso?

– Linnea, no… -exhaló, insistiendo en alejarla.

– Oh, Teddy, yo… te amo tanto que hago locuras -confesó en tono quejumbroso- Beso pizarras y ventanas y almohadas porque no me besas tú.

Por mucho que deseara ser fuerte contra ella, el ingenio de la muchacha provocó una triste sonrisa en la boca de Theodore. El problema consistía en que lo que más le gustaba de ella eran las cosas que la hacían demasiado joven para él. Ninguna otra chica que conociera era tan natural, tan carente de caprichos. Fijó la mirada en la línea del cabello, en el echarpe rojo que le rodeaba, severo, el rostro. Los ojos sinceros. La boca dulce.

Con mucha más suavidad, Linnea dijo:

– Te amo, Teddy.

Señor, Señor… Muchacha, no me hagas esto.

Pero cuando ella alzó una vez más la mirada hacia él, Theodore cedió y la atrajo a sus brazos, esta vez con ternura. Cerró los ojos y la acurrucó bajo la barbilla con una mano, sujetándola por la parte de atrás de la cabeza.

– No lo hagas -le pidió en voz seca y áspera. Linnea sintió el movimiento de la nuez contra la coronilla-. No trates de madurar demasiado deprisa y no desperdicies en mí estos años preciosos. Sé joven y tonta. Besa pizarras y ventanas, y habla con personas que no existen.

Mortificada, se hundió más bajo la barbilla de él.

– Lo adivinaste, ¿cierto?

– ¿Que hablas con personas que no existen? Sí, ese día que te sorprendí aquí, junto a la pizarra. Y otra vez, cuando te oí en la planta alta hablando con tu amigo Lawrence. ¿Ya estás dispuesta a decirme quién es?

Se echó atrás para verla mejor, y ella dejó caer la cabeza, avergonzada. Theodore le alzó la barbilla con un dedo obligándola así a mirarlo a los ojos. En los pómulos de Linnea apareció un rubor y parpadeó con fuerza.

– No es nadie -admitió-. Yo lo inventé.

Theodore frunció el entrecejo.

– ¿Lo inventaste?

– Es sólo un personaje imaginario. Una persona que pudiese ocupar el lugar del amigo que no tuve cuando llegué aquí. En realidad, lo inventé cuando tenía unos trece años, cuando empecé a notar la diferencia entre los chicos y las chicas. El y yo… bueno, simplemente, puedo conversar con él como nunca pude hacerlo con un muchacho real.

Dejó caer la barbilla y se puso a examinar la solapa del bolsillo de Theodore.

El le miró la nariz, las cejas, la curva de las pestañas, que protegían los hermosos ojos azules. Los labios eran delicados y levemente hinchados, y lo que más anhelaba era besarlos y enseñarles los cientos de maneras de devolver un beso.

– ¿Qué voy a hacer contigo, pequeña? -le preguntó en voz suave.

Linnea levantó la vista y lo miró.

– Cásate conmigo.

– No puedo. Por mucho que quiera, no puedo. No sería justo para ti.

¿Por qué sería injusto que él hiciera lo que la convertiría en la mujer más feliz del mundo?

– ¿Justo? ¿Para mí?

– Piensa, Línea. Piensa que dentro de veinte años, cuando tú todavía seas joven… y yo ya haya pasado la mediana edad.

– Oh, Teddy, estás obsesionado con los años. Estas siempre calculando. ¿No comprendes que es más importante contar la felicidad? Pero si dentro de veinte años podríamos tener más felicidad que la mayoría de la gente en cincuenta años. Por favor…

Los ojos eran sinceros y la boca le temblaba, y estaba a un suspiro de distancia. Cuando posó la vista en los labios de él, el ritmo del pulso de Theodore le hizo una advertencia, pero le resultó imposible moverse cuando ella se puso de puntillas, alzó hacia él los labios entreabiertos y, sujetándole la cara entre los mitones de visón, murmuró:

– Por favor… -inclinó la cabeza y rozó suavemente su boca, le pasó las manos por el cuello y lo atrajo hacia ella-. Por favor…

Trató de hacerse fuerte para resistir, pero la lengua de Linnea se deslizó por su boca, hurgó, tímida, pasando entre los dientes, por la piel sensible de la parte interior de los labios. Exhalando un sonido gutural, la apretó contra él, inclinó la cabeza y se unió plenamente a ella. Las lenguas se toparon en un sedoso encuentro, y los cuerpos se apretaron entre si. Los corazones parecieron chocar, pecho a pecho, y la excitación se convirtió en una tormenta.

Theodore sabía a café y olía al aire del invierno. El interior de su boca estaba caliente, mojado, y la tentaba más de lo que hubiese podido imaginar. Ninguno de los besos que había experimentado la sacudieron como este. Pensó que, si no podía ser suyo para siempre, moriría.

Pero, de repente, él se apartó y le arrancó los brazos del cuello. El echarpe había caído y yacía en suaves pliegues, rodeando el cuello de Linnea. Tenía los ojos agrandados, suplicantes, los labios entreabiertos, de los que salían pequeñas bocanadas jadeantes. La voz de Theodore tembló, y su aliento fue trabajoso.

– Tengo que irme.

– Pero ¿qué me dices de nosotros?

– La respuesta sigue siendo no.

Linnea se esforzó por deshacer el nudo que tenía en la garganta y dijo, trémula:

– Entonces yo también tendré que irme. Por lo que siento, no puedo quedarme más en la misma casa contigo.

Sabía que llegarían a eso, pero lo que no sabía era que le dolería tanto.

– No. Te prometo que no…

Le tocó los labios para silenciarlo.

– Yo no puedo hacer la misma promesa, Teddy… -susurró.

Tuvo la impresión de que todo le dolía. Todo en él deseaba. Deseaba a Linnea, y mucho más: la vida rica y plena que podía vivir con ella. No imaginó que pudiese doler tanto, de que se pudiera desear tanto.

– Volveré a buscarle a las cinco y entonces hablaremos de esto. No tienes que emprender el camino a casa, ¿entendido?

– Sí -susurró Linnea.

– Cuando necesites más carbón, manda a Kristian a buscarlo afuera. ¿Lo prometes? -Como no le respondió, le dio una leve sacudida, exigiendo con ternura-: ¿Lo prometes?

– Lo prometo.

– Arréglate el cabello. Creo que lo tienes revuelto atrás.

La voz fue rasposa mientras retrocedía y la sostenía por los brazos.

– Lo haré -respondió Linnea, con dureza.

Entonces Theodore la soltó y se fue sin mirar atrás.

19

Ese día el tiempo era tan gélido que los padres llevaron y fueron a buscar a sus hijos. Linnea dejó una nota para Teddy en la puerta de la escuela, y regresó con Trigg y Bent. Le bastó una mirada a Clara para que las lágrimas que había logrado contener desde la mañana saltaran con ímpetu. Un momento después, estaba rodeada por los brazos consoladores de su amiga.

– ¿Por qué, Linnea, qué pasa?

– Oh, Clara -gimió, aferrándose a ella.

Clara envió un silencioso mensaje a Trigg, y este desapareció con Bent, que era asombrado testigo de la maestra que sollozaba.

– Shhh… shh… no puede ser tan terrible. ¿Otra vez has tenido problemas con Alien?

Linnea retrocedió sollozando, buscando el pañuelo.

– Es Th… Theodore.

– Ah, mi hermano Theodore. ¿Qué ha hecho esta vez?

– Oh, C…Clara, es horrible.

Clara se echó atrás para poder ver la cara de Linnea.

– ¿Qué es lo horrible? No podré ayudarle si no me lo cuentas.

– Lo a…amo.

La mujer contuvo la sonrisa.

– ¿Eso es horrible?

– El también m…me ama, y n…no quiere casarse conmigo.

Linnea sufrió un nuevo acceso de llanto, y Clara la abrazó de nuevo. Frotándole la espalda estremecida, la condujo hacia la mesa.

– ¿Eso significa que se lo has pedido?

Linnea asintió, abatida, y se dejó sentar en una silla. Clara no pudo evitar una sonrisa. Pobre Teddy, ¿nunca tendría oportunidad de ofrecer él mismo matrimonio?

– Eso hiciste, ¿eh? Hace falta cierto coraje para hacerlo. ¿Y qué te respondió él?

– El cree que soy demasiado joven para él, y dice que no quiere más hijos y…¡oh Clara!, ¿qué voy a hacer?

Apoyó la cabeza sobre la mesa y dejó fluir su pena.

"¿Hijos?", pensó Clara. "¿Ya han hablado de hijos?" El pobre Teddy ya estaba destinado a Linnea, pero aún no lo sabía.

– Llora todo lo que quieras, y cuando te hayas calmado un poco conversaremos de todo el asunto.

Eso fue lo que hicieron. Linnea se descargó contando todo lo que sentía, las complicaciones que Theodore interponía una y otra vez entre ellos. Clara escuchó, le expresó su simpatía, la calmó. Y cuando la historia quedó terminada y lo único que quedaba del llanto de Linnea era la hinchazón de los párpados, la joven dijo: