– Bueno, es tarde, será mejor que me vaya. -Se puso de pie y fue en busca del abrigo-. ¿Puedo volver mañana?
– Claro que sí -respondió Trigg.
– ¿Linnea?
No tuvo fuerza suficiente para decir que no.
– Si quieres.
Theodore asintió con solemnidad y dio las buenas noches.
Volvió a la noche siguiente, pero no con su mejor traje. Llevaba una camisa de franela gris escocesa con las mangas enrolladas hasta el codo, el cuello abierto, exhibiendo las mangas y la cartera de la sempiterna camiseta de invierno. Tenía una apariencia muy masculina. Linnea tenía el cabello sujeto con una cinta, cayéndole por la espalda. Con el vestido azul marino y blanco a media pierna, tenía un aspecto muy juvenil.
Le dio a leer un cuento, y él se dispuso a hacerlo hundido en la silla, con la sien apoyada en dos dedos. Linnea alzó la vista una vez y descubrió que, por encima del borde del libro, le miraba los pechos que ella apoyaba sobre las muñecas cruzadas en la mesa. Su rostro se puso encarnado, se echó atrás en la silla, y Theodore volvió la mirada al libro.
La noche siguiente, le pidió que escribiese una oración con la palabra azul y él escribió: "Linnea tiene bellos ojos azules".
Como un latigazo, los bellos ojos azules se encontraron con los bellos ojos castaños. El rostro de la muchacha se convirtió en una rosa roja y Teddy sonrió. Acalorada procuró disimular tomando la pizarra para corregirle la ortografía. Imperturbable, él borró todo y, apoyando la tiza, escribió: "Eres hermosa cuando te sonrojas".
Fue seis noches seguidas, y Linnea seguía negándose a regresar. Se sentaban a la mesa como de costumbre, con Clara y Trigg cerca, y Theodore la estudiaba disimuladamente. Ella corregía tareas, mientras él supuestamente leía, pero era imposible. Esa noche se había peinado de una manera diferente. Le caían finos mechones por las sienes, y ella retorcía uno alrededor de un dedo, dándole vueltas distraída a uno y otro lado. De pronto rió por algo que leía en un papel.
– Tienes que ver esto, -Lo desplazó de modo que él pudiese verlo-. Es una prueba de ortografía que he puesto hoy. Se supone que aquí debería decir miedo.
Decía m.i.e.r.d.a.
Todos rieron, echándose atrás. Theodore observó cómo disminuían las risas y la cabeza de la muchacha se inclinaba otra vez sobre la tarea. En un momento dado, terminó, y colocó la pila de hojas, alzó la vista y lo descubrió admirándola.
– ¿Has terminado la tarea que le di?
Theodore carraspeó.
– Ehh… no toda.
– ¡Theodore! -le regañó-, puedes leer más rápido que lo que leíste.
– Algunas noches.
– Bueno, podrás terminarlo en casa. Es hora de que te dé un par de palabras nuevas.
Sacó la pizarra y se pusieron a trabajar. Otra vez olía a almendras, y eso hacía trizas la concentración del alumno. Recordó cuando bailaron juntos, oliendo esa fragancia de almendras tan cerca. Recordó cómo se había sentido cuando la besara. Joven. Vivo. Pictórico. El solo hecho de mirarla evocaba todo eso, le hacía correr la sangre y martillear el corazón. Tomó la pizarra como si no tuviese alternativa y, por más que se sintiera atemorizado y un poco tímido, tenía que pedírselo. Tenía que hacerlo. La vida era un infierno sin ella.
"¿Puedo pasar a buscarte para el baile de mañana?", escribió.
Esta vez, Linnea no manifestó sorpresa. Ningún sonrojo encendió sus mejillas. Ninguna excitación brilló en sus ojos. Lo único que había en sus ojos cuando la miró era una triste resignación, y negó lentamente con la cabeza.
Sintió una breve llamarada de ira: ¿qué pretendía hacer con él? Pero lo sabía, y sabía que era lo bastante terca y fuerte para sostener su decisión y quedarse a vivir el resto del año en la casa de Clara. Y el otoño siguiente, no volvería. Lo leyó todo en los ojos tristes que lo miraban y, de repente, la vida se extendió ante él como un lúgubre y eterno purgatorio. Sabía perfectamente lo que debía hacer para convertir ese purgatorio en un paraíso.
Sabía lo que ella estaba esperando.
Sintió como si estuviese ahogándose, como si las paredes de su pecho fuesen a hundirse en cualquier momento. Como si el corazón fuese a salírsele de su sitio… ese intenso dolor bajo las costillas, el sudor en las palmas, el temblor de las manos. Pero, de todos modos, tomó la tiza y escribió lo que ni todo el sentido común del universo le hubiese impedido escribir:
– Entonces, ¿te casarías conmigo?
Cuando giró la pizarra hacia ella y esperó, no hubo el menor ruido en la habitación. Se le contraían los músculos del estómago.
Cuando Linnea lo leyó, la impresión apareció en su rostro: se quedó boquiabierta e hizo una brusca inspiración. Lo miró con ojos agrandados, se miraron uno a otro con la respiración agitada, como si acabaran de llegar al clímax por tercera vez. Tenían los rostros inundados de color y, al parecer, ninguno de los dos podía moverse. Por fin Linnea recogió la tiza con mano temblorosa y… por una vez, no le corrigió la ortografía.
– Sí -escribió.
A continuación, la pizarra le fue arrebatada de la mano y cayó al suelo boca abajo. De un solo salto impaciente. Theodore se levantó y fue a buscar su chaqueta, evitando mirarla.
– Esta noche hay aurora boreal, y Linnea y yo saldremos a verla.
Tuvieron la impresión de que tardaban un año y no un minuto en abotonarse los abrigos y cerrar la puerta después de salir. Y las únicas auroras que vieron fueron las que explotaban tras los párpados cerrados cuando Theodore la atrajo con vehemencia hacia sus brazos y estampó su boca en la de ella. Se besaron como locos, insaciables, hasta que llegaron a un punto en que todo les pareció asequible y la vida les corrió, alborotada, por las venas. Separaron las bocas apretándose hasta que les temblaron los músculos, murmurando frases a medias con prisa desesperada.
– Nada parecía bueno sin…
– Me he sentido desdichada…
– ¿En realidad quieres…?
– Sí. sí…
– Traté de no…
– No sabía cómo llegar a ti…
– Oh, Dios, Dios, te amo…
– Te amo tanto que…
Se besaron otra vez queriendo meterse dentro de la piel del otro sin poder, pero intentándolo de todos modos. Se pasaron las manos por todos los lugares permitidos, y lo más cerca posible de los prohibidos. Se separaron aturdidos por el desacostumbrado alivio que les había dejado llegar a un acuerdo. Se besaron otra vez todavía atónitos, y luego se detuvieron buscando el equilibrio.
Linnea apoyó la frente en el mentón de Theodore.
– Recuérdame que te enseñe cómo escribir casarías.
– ¿No lo sé?
Girando la cabeza sin despegarla de su mentón:
– No.
Theodore rió entre dientes.
– Al parecer, no tiene importancia.
La muchacha sonrió y le frotó los costados con las manos.
– C-a-s-a-r-í-a-s, así se escribe si quieres casarte conmigo. C-o-s-e-r-i-a-s es que me quedaría unida a ti.
– Ah, pequeña. -Sonrió y la atrajo más hacia sí-. ¿Acaso ignoras que, cuando seas mi esposa, habrás cumplido con ambas cosas?
Linnea no sabía que un corazón era capaz de sonreír. Se besaron otra vez, ya sin tanta prisa, pues la ansiedad inicial ya estaba saciada y podían explorar a gusto. Linnea lo aferró del cuello, atrajo la cabeza hacia él y probó la boca tibia y húmeda con la suya, saboreando la textura, experimentando la seducción. La cabeza de Theodore se movía en lánguidos círculos, le masajeaba el torso con las manos. Entonces surgió la impaciencia y Theodore, apelando a la voluntad, se apartó.
– Dije que salía contigo para contemplar la aurora boreal. Tal vez sería conveniente que echáramos un vistazo.
– No me gusta la idea -murmuró, apretándose a él, besándole el cuello.
A Theodore se le escapó una risa gutural, y Linnea la sintió en los labios.
– Qué muchacha tan desagradecida. La naturaleza pone en escena semejante espectáculo y ella ni se inmuta.
– Aquí mismo la naturaleza me está mostrando otro espectáculo, y estoy intentando demostrarte cuánto me importa.
Pero Theodore era noble, no heroico. La hizo girar entre sus brazos, apretando la espalda de ella contra su pecho y rodeándola desde atrás.
– Mira.
Miró, y se quedó atónita.
Del cielo, que hacia el Norte era violáceo, irradiaba un resplandor fantasmal, y unos dedos de luz rosácea se estiraban y retrocedían formando dibujos cambiantes. La aurora boreal se extendía como el halo de la tierra iluminado desde abajo, reflejándose sobre el manto blanco que cubría el suelo. Por momentos, parecía que no sólo el cielo sino también la tierra irradiaba, generando una vista nocturna que era como ver el centro candente de la tierra a través de una inmensa ventana opaca. Hasta donde alcanzaba la vista, la tierra dormía, abrigada con la nieve. Un espacio plano, infinito, que seguía siempre, como el resto de su vida juntos.
– Oh, Teddy -suspiró, apoyando la cabeza contra su hombro-. Seremos muy felices juntos.
– Creo que ya lo somos.
La meció con ternura y siguieron contemplando el cielo, que a ratos se iluminaba y a ratos se oscurecía.
– Y viviremos para contar a nuestros nietos la historia de esta noche. Estoy segura.
Le besó el pómulo, imaginando ese futuro. Linnea cubrió los brazos de él con los suyos.
– ¿Crees que nuestros caballos están por ahí en algún sitio?
– En algún sitio.
– ¿Piensas que estarán abrigados y satisfechos?
– Aha.
– Como nosotros.
Eso era lo que le gustaba de ella: nunca daba la dicha por descontada.
– Como nosotros.
– Muchos de los mejores momentos que hemos compartido han sido igual a este: simplemente mirar nada… y todo. ¡Oh, mira! -Las luces se movieron, como leche fresca salpicando hacia arriba-. ¡Qué hermosas son!
– Sólo en Noruega son más brillantes -le dijo Theodore.
– Noruega. Ah… me gustaría ir allí alguna vez.
– Mamá le dice la tierra del sol de medianoche. Cuando ella y mi padre llegaron aquí, creyeron que jamás se acostumbrarían a la pradera. Sin fiordos, sin árboles, sin cursos de agua que valiesen la pena ni montañas. Lo único similar eran "las luces". Dijo que, cuando echaban tanto de menos la vieja patria que no podían soportarlo, solían hacer lo mismo que nosotros ahora, y eso los ayudaba a superarlo.
Sin saber cómo, la mano de Theodore se posó sobre el pecho de Linnea, y la sensación fue tan intensa que ella la retuvo por la muñeca.
– Durante esta semana echaba de menos a Níssa -dijo.
– Ven a casa conmigo. Esta misma noche.
Los dos advirtieron dónde estaba la mano, y Theodore la apartó.
Línnea se volvió hacia él.
– ¿Te parece prudente?
– ¿Estando mi madre y Kristian presentes todo el tiempo? -Le subió el cuello del abrigo y dejó allí las manos, rodeándole el cuello-. Por favor, Linnea, quiero que estés allí, y nos casaremos apenas Martin pueda calentar la iglesia. En una semana. Dos como máximo.
Linnea ansiaba ceder. Si bien disfrutaba de la compañía de Clara, no se sentía como en casa. Además, estaba más lejos de la escuela, y Trigg tenía que salir para llevarla en esas mañanas frías. Echaba de menos a Theodore con un anhelo tan feroz que la asustaba. Se puso de puntillas y le dio un abrazo repentino y fuerte.
– Sí, iré. Pero serán las dos semanas más largas de nuestras vidas.
La apretó contra su pecho sólido y bajó el rostro hacia el cuello que olía a almendras, pensando que si sólo podía pasar dos decenas de años con ella estaría agradecido.
En el baile de la noche siguiente, hizo salir a Kristian:
– Necesito hablar contigo, hijo. ¿Podrás salir un minuto?
Kristian observó a su padre un momento y luego contestó:
– Claro.
Salieron afuera, al aire cortante, y vieron una luna no más grande que un recorte de uña. La capa superficial de nieve crujía bajo sus pies, y vagaron sin rumbo aparente hasta que llegaron cerca de un racimo de carretas. Los caballos dormían, con las ásperas crines de la nariz duras de escarcha. Sin darse cuenta, se acercaron a Cub y Toots, los suyos, y permanecieron de pie junto a las grandes cabezas, guardando silencio durante un tiempo. En el cobertizo cesó la música, y lo único que se oía era la ruidosa respiración de los caballos.
– Esta noche no hay aurora boreal -comentó Theodore al fin.
– No.
– Anoche había muchas luces.
– ¿Ah, sí?
– Sí, Linnea y yo… -Dejó perderse la voz, y empezó de nuevo-: Hijo, ¿recuerdas aquel día que fuimos a buscar carbón a casa de Zahi?
– Lo recuerdo.
Kristian ya lo sabía: no era frecuente que Theodore le dijera hijo, y cuando lo hacía era porque se trataba de algo importante.
– Bueno, esa vez me contaste lo que sentías por Linnea, y quiero que sepas que no lo tomé a la ligera.
"Los Dulces Años" отзывы
Отзывы читателей о книге "Los Dulces Años". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Los Dulces Años" друзьям в соцсетях.