Era la segunda vez que la llamaba Linnea, aunque antes jamás lo hacía.
– Vas a casarte con ella, ¿verdad?
La mano pesada del padre cayó sobre el hombro del hijo.
– Así es, pero necesito saber lo que sientes al respecto.
Sí bien Kristian sentía desilusión, no era tanta como esperaba. Al escuchar la deducción de Nissa, había tenido tiempo de digerir la idea.
– ¿Cuándo?
– Dentro de una semana, si podemos organizarlo, de lo contrario, dos.
– Uh, qué rápido.
– Hijo, me angustiaba pensar en lo que sentías por ella. No quise enamorarme de ella, tienes que saberlo… Me refiero a que, si bien hay dieciséis años de diferencia entre nosotros, al parecer eso no ha impedido que nos enamorásemos. Cuando sucede, sucede, y sin embargo cuando lo supe me atormenté recordando que tú habías sido el primero en pretenderla.
Kristian sabía lo que debía decir:
– Oh, ella no me considera más que un chico. Ahora lo comprendo.
– Te sorprendería saber que no es así. Hemos hablado al respecto, y Linnea…
– ¿Quieres decir que sabe lo que siento por ella? -Kristian alzó la cabeza consternado-. ¿Se lo dijiste?
– No tuve necesidad de decírselo. Lo que debes comprender es que las mujeres notan esas cosas sin que se las digan. Ella veía lo que sentías, y tenía miedo de que eso causara problemas en la familia. -Theodore puso la mano bajo la nariz de Toots, sintiendo las blancas bocanadas de aliento contra el guante-. ¿Los causará?
Kristian no sería origen de ningún problema, por duro que fuese para él hacerse a la idea de que Linnea fuera la esposa de su padre.
– No. De cualquier modo, lo más probable es que lo mío haya sido un enamoramiento de cachorro, como dice Ray. -Kristian quiso aligerar el ánimo-. Pero no tendré que decirle madre, ¿verdad? -Kristian estudió a su padre-. ¿Te molestaría?
Hubiese debido ser Theodore el que formulase esa pregunta, y comprendió de pronto lo afortunado que era al tener un hijo como Kristian.
Hizo algo que raras veces había hecho, lo estrechó entre sus brazos y lo apretó contra él un rato.
– Hijo, harías bien en criar un hijo como tú algún día. No los hay mejores.
– Oh, pa.
Sus brazos se apretaron contra la espalda del padre. Tras ellos, Cub lanzó un suave bufido, y desde el cobertizo llegó el sonido apagado de la concertina que empezaba otra pieza. En otra parte del mundo, los soldados luchaban por la paz, pero allí, donde padre e hijo se estrechaban, corazón a corazón, la paz ya había derramado su bendición.
20
Theodore y Linnea se casaron el primer sábado de febrero, en la pequeña iglesia rural donde el novio y la mayoría de los invitados a la boda habían sido bautizados. Su pura aguja, como un lirio invertido, se recostaba majestuosa contra el pecho azul del cielo. El tañido de una sola nota de la campana reverberó a lo largo de kilómetros en el aire limpio y fresco. En el sendero de grava que había frente al edificio, los postes para atar a los anímales estaban llenos, pero los caballos, curiosos, giraban las anteojeras hacia los automóviles que llegaban con ese sonido diferente de cualquier relincho que hubiesen escuchado y que dejaban un rastro que no se parecía a ninguno que hubiesen olido jamás.
Contra el fondo del cielo del color de las flores de lino, una estrepitosa bandada de mirlos no dejaba de hacer barullo, al tiempo que desde un campo de maíz sin segar llegaba el desafinado cacareo de los faisanes.
Sobre los trigales segados se extendía la nieve recién caída, como una capa de armiño, y el sol se derramaba sobre la modesta iglesia de la pradera atravesando las sencillas ventanas en arco, como para añadir un augurio de promesas de dicha a los votos que estaban a punto de pronunciarse.
Estaban presentes en la congregación casi todas las personas que más querían Theodore y Linnea. Los coches sin caballos pertenecían al inspector Dahí y a Setmer Brandonberg, que había llegado con su esposa y sus hijas esa mañana, temprano. Todos los alumnos de la escuela estaban allí, como también la familia completa de Theodore, salvo Clara y Trigg, pues ella había dado a luz una niña dos días antes y todavía guardaba cama.
Kristian era el acompañante de Theodore; Carríe, de Linnea.
La novia llevaba un sencillo vestido de suave lana blanca, que su madre le había llevado de la ciudad. La falda tenía la forma de un tulipán cerrado. El sombrero de ala ancha haciendo juego estaba envuelto en un tenue nido de red blanca que le daba la apariencia de que un grupo de arañas industriosas hilaba sus refugios en tomo de la cabeza de la novia.
Calzaba unas delicadas sandalias de satén de tacones altos, así sus ojos quedaban en el mismo nivel que los labios de Theodore, y provocaba suspiros de envidia en todas las alumnas.
A ojos del novio nunca había estado más bella.
Theodore llevaba un traje negro nuevo de lana, camisa blanca corbata negra y el cabello recién cortado, que acentuaba la oreja torcida y lo hacía parecer una grulla que estirase el cuello para ver mejor.
Tenía el cabello meticulosamente alisado hacia atrás, dejando ver los restos del bronceado veraniego que terminaba un poco por encima de las cejas.
A ojos de Linnea nunca había estado más apuesto.
– Mí querida bienamada…
De pie ante el reverendo Severt, el novio estaba rígido, la novia, ansiosa. Cuando pronunciaron los votos, él fue sobrio, ella, sonriente. Al colocarle la sortija de oro, los dedos del hombre temblaron, los de ella se mantuvieron firmes. Cuando fueron declarados marido y mujer, Theodore exhaló un trémulo suspiro, y Linnea adquirió una expresión radiante. Cuando el reverendo Severt dijo:
– Puede besar a la novia -Theodore se ruborizó, Linnea se lamió los labios.
El beso fue breve y púdico, en presencia de los invitados. Flexionando la cintura, cuidó de no tocar nada que no fuesen los labios, mientras que Linnea le apoyó la mano en la manga y alzó la cara hacia él con tanta naturalidad como el girasol alza los pétalos hacia el sol. Empezó a bajar los párpados, pero no cerró del todo los ojos.
En el carruaje que los llevaba a la escuela, acompañados por el coche del padre de Linnea y del inspector Dahí resoplando junto a ellos, Theodore iba sentado, rígido como el tronco de un roble, y Linnea, contenta, apretaba el pecho y la mejilla contra el brazo de su esposo.
En la escuela, durante la cena que prepararon todas las mujeres de la iglesia, Theodore conversaba, tenso y formal, con los padres de la novia, y se comportaba como si le aterrase tocar a su hija delante de ellos. Cuando comenzó la danza, bailó mecánicamente el vals con Linnea, cuidando de que los cuerpos mantuviesen una distancia respetable.
Lo más romántico que dijo en todo el día fue cuando Selmer y Judith se acercaron a felicitarlos:
– La cuidaré bien. No tendrá que preocuparse por ella, señor.
Sin embargo, la expresión escéptica del padre y abatida de la madre dijo a la muchacha que no se quedaban demasiado tranquilos.
A la propia Linnea le divertía bastante la desusada nerviosidad de Theodore. A veces, levantaba la vista lo sorprendía observándola desde el otro lado del salón y, para su deleite, lo veía ruborizarse. Lo vio beber cerveza y comprobó que cuidaba de no excederse. Y cuando ella bailó con Lars, Ulmer o John, supo que los ojos del flamante esposo la seguían admirados, aunque procuraba no ser descubierto.
Ahora estaban de pie en la penumbra del final de la tarde, mientras el coche de su padre resoplaba ya por el camino de regreso y la nieve fresca resplandecía al resplandor rosado del vibrante atardecer. El ruido que salía de la escuela indicaba que la diversión recién comenzaba. Theodore hundió las manos en los bolsillos y miró a su esposa:
– Bueno… -Carraspeó, echando una mirada al edificio de la escuela-. ¿Entramos?
Lo último que ella deseaba en el mundo era volver a unirse al baile como si fuesen una pareja de indios de madera. Ya eran marido y mujer.
Quería que estuviesen solos… y juntos.
– ¿Cuánto tiempo?
– Bueno… quiero decir, ¿quieres bailar?
– En realidad, no, Theodore. ¿Y tú? -le preguntó, cautivándolo ' con la mirada.
– Yo… bueno… -Se alzó de hombros, miró otra vez hacia la puerta de la escuela, sacó el reloj y lo abrió-. Han pasado unos minutos de las cinco -comentó, nervioso, volviendo a guardar el reloj.
Los ojos de Linnea siguieron el relámpago que reflejó a la luz menguante del día y lo vio desaparecer dentro del bolsillo del chaleco entallado que la había subyugado durante todo el día por el modo en que se le adhería al torso y señalaba hacia el vientre.
– ¿Y a la gente le parecería extraño que nos fuésemos a una hora tan insólita?
La atrevida conjetura de la muchacha sacudió la calma del hombre.
Tragó con dificultad y se quedó mirándola, preguntándose qué diría la gente si se marchaban en ese momento.
– ¿No crees? -dijo casi ahogado.
Pobre Teddy, tan acorado en su noche de bodas… Supo que debía ser ella la que diese el primer paso.
– Podríamos decir que nos vamos para pasar por la casa de Clara y Trigg, como habíamos prometido.
– Pero ya lo hicimos de paso para la iglesia.
Linnea se acercó y le apoyó una mano en el pecho.
– Quiero ir a casa, Teddy -repitió en voz suave.
– Oh, bueno, entonces iremos, por supuesto. Si estás cansada, nos iremos ya mismo.
– No estoy cansada. Únicamente quiero ir a nuestra casa. ¿Tu no?
La pregunta hizo humedecerse la piel de Theodore en ciertos lugares. Señor, ¿de donde sacaba ella esa calma? El sentía como si tuviese cientos de puños en el estómago, que se apretaran más cada vez que pensaba en la noche que les esperaba.
– Bueno, eh… si. -Introdujo un dedo dentro del cuello de celuloide y lo aflojó-. Será agradable quitarse esta cosa.
Linnea se puso de puntillas, sosteniéndose con las yemas de los dedos en el pecho de él, y le dio un leve beso.
– Entonces vamos -susurró.
Oyó el brusco siseo del aire que Theodore inhalaba al tiempo que le apoyaba las manos fin los brazos. El hombre echó una mirada cautelosa a la puerta de la escuela y le depositó un suave beso en la frente.
– Tenemos que ir a decir adiós.
– Vamos a decirlo, pues.
La hizo girar por el codo y rodearon el caballo y el coche y subieron los peldaños.
Kristian estaba pasándolo en grande. Había bebido un par de cervezas, y bailó con todas las chicas. Era evidente como la nariz en la cara de Carrie Brandonberg que le gustaba a ella. Mucho. Pero cada vez que bailaba con Carrie, los ojos de Patricia Lommen seguían cada uno de los movimientos que ellos hacían. Terminó una pieza y la buscó, bromeando:
– La próxima es tuya Patricia, si la quieres.
– Te crees especial, ¿eh, Westgaard? Como si fueras el único muchacho con el que quiero bailar el vals.
– ¿Y no lo soy?
– ¡Ja!
Levantó la nariz y trató de alejarse, pero él la atrajo a sus brazos y, sin pedirle permiso, instantes después giraban al ritmo de un vals. Cuanto más bailaban, más cerca estaban. Los pechos de la muchacha rozaban la chaqueta del traje de Kristian. Una cosa llevó a la otra y, como por arte de magia, Patricia quedó apretada contra él. Kristian se convenció de que nada había sido tan placentero en su vida.
– Mira que hueles bien, Patricia -le dijo en el oído.
– Usé el agua de violetas de mi madre.
Tenía la mejilla apoyada en el mentón de él, y la tibieza de sus pieles parecía mezclarse.
– Bueno, pues me gusta.
– Me parece que tú también usaste la colonia de tu padre.
Se echaron atrás, se miraron a los ojos y rieron sin parar. Y se callaron al mismo tiempo. Sintieron una gozosa contracción en las entrañas, se acercaron otra vez, conociendo la sensación de dos cuerpos que se rozaban.
Cuando terminó la pieza, Kristian retuvo la mano de la muchacha.
El corazón le palpitaba con la incertidumbre de los comienzos.
– Hace un poco de calor aquí. ¿Quieres que vayamos a refrescamos un poco al guardarropa?
Patricia asintió y lo precedió. Aunque tenían el helado recinto para ellos solos, fueron hasta un rincón. Desde atrás, Kristian vio cómo Patricia esponjaba el cabello en la nuca.
– ¡Uh! Sí que hacía calor ahí dentro.
– Podrías resfriarte. ¿Quieres que te traiga el abrigo?
Patricia giró hacia él.
– No. Me gusta así.
– Eh, eres buena bailarina, ¿sabes?
– Pero no tan buena como tú.
– Sí que 1'ueres…
– No, no lo soy, pero soy mejor en gramática. Por lo menos no digo l’ueres.
– Ya no lo digo más.
– Acabas de hacerlo. Cuando te decía que no eras el único muchacho con el que yo quisiera bailar el vals.
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