– ¿En serio?
Rieron y luego se quedaron en silencio, tratando de pensar en algo que decir.
– La última vez que estuvimos solos aquí me diste la bufanda que me hiciste para Navidad, y yo me sentí mal porque no tenía nada para regalarte.
Patricia se encogió de hombros y manoseó la manga de una chaqueta que colgaba junto a ellos.
– Yo no quería que me regalaras nada a cambio.
Patricia tenía los ojos más hermosos que hubiese visto, y cuando apartaba la vista con timidez, como en ese momento, Kristian tenía ganas de levantarle la barbilla y decirle:
– No apartes la vista de mí.
Pero le daba mucho miedo tocarla.
De repente. Patricia lo miró de frente.
– Mi madre dice…
Las miradas se encontraron y no pudo continuar. Entreabrió los labios, y la mirada de Kristian se posó en ellos… esos hermosos labios en forma de arco de Cupido; el solo hecho de mirarlos lo hacía hervir por dentro como una máquina de vapor enloquecida.
– ¿Qué dice tu madre? -susurró con voz aguda.
– ¿Qué? -susurró ella a su vez.
Se miraron fijamente como si se vieran por primera vez y sintieron pulsar sus cuerpos inexpertos con los latidos del miedo y la expectativa Kristian se inclinó para tocar los labios de la joven con los suyos… un beso tan simple, tan despojado de complicaciones como la juventud. Pero, cuando se apartó, vio que Patricia estaba tan sin aliento y ruborizada como él. La besó por segunda vez y, con gesto tímido, le puso las manos en la cintura para acercarla más. La muchacha no se resistió, y le apoyó levemente las manos en los hombros. Cuando terminó ese segundo beso, se apartaron y se sonrieron. Luego la mirada de él se apartó hacia el rincón, y la de ella hacia el pecho de él, mientras ambos se preguntaban cuántos serían los besos permitidos la primera vez. Pero segundos después las miradas volvieron a encontrarse. Hubo apenas un instante de vacilación, y los brazos de ella se alzaron, los de él la rodearon, y quedaron tan próximos como cuando bailaban, con los labios pegados.
Se abrió la puerta que daba al exterior, y Kristian se apartó de un salto, sonrojándose intensamente pero sujetando la mano de la chica sin advertirlo.
Eran su padre y Linnea.
Cuando los recién casados entraron en el guardarropa vieron, sorprendidos, a las dos figuras que se apartaban de repente, deshaciendo un apretado abrazo.
– Kristian… -dijo Linnea-. Oh, Patricia, hola.
– Hola-respondieron al unísono.
Linnea notó que Theodore se detenía junio a ella, clavando la vista en su hijo, y le resultó evidente que no tenía idea de cómo manejar la situación. Y cubrió la brecha con una naturalidad que desvaneció la culpa en la expresión de Patricia, que dejó de forcejear para soltar la mano del apretón nervioso de Kristian.
– Tu padre y yo nos vamos. ¿Te quedarás hasta terminar el baile?
Patricia echó al joven una mirada esperanzada, y el mensaje que se leía en ella pudo detectarse hasta en los penumbrosos confines del guardarropa. El joven la miró, luego a la pareja que los había interrumpido y respondió.
– Por lo menos un rato. Después acompañaré a Patricia a su casa. Si no tienes inconveniente, me quedaría con la carreta, pa.
– Eh… está bien. Bueno, ten cuidado entonces, y nos veremos por la mañana.
Kristian asintió.
– Bueno, disculpadnos, pues tenemos que entrar a despedimos -intervino Linnea.
El muchacho asintió de nuevo.
Cuando terminaron de despedirse y salieron, el guardarropa estaba vacío. La conocida carreta verde no estaba ya en el patio. Buscándola con la vista, Theodore frunció el entrecejo.
– ¿Y adonde crees que han andado?
– Habrán ido a la casa de Patricia, con toda seguridad. ¿Acaso tú a su edad, no lo habrías hecho, aprovechando que la casa está vacía porque los padres están en un baile de bodas?
Theodore dejó perder la mirada en el camino, hacia el Este. Estaban ahí de pie, junto a su propio carruaje negro, y Linnea contempló el cabello recién cortado por encima del cuello de la chaqueta, los hombros anchos, la mirada abstraída. Ha llegado la hora, Theodore, tanto para ellos como para nosotros. No le resistas. En ademán posesivo, le pasó una mano por el brazo y preguntó, en tono sereno:
– ¿Acaso no lo harías ahora, mientras la casa está vacía y la tenemos toda para nosotros?
En cuanto terminó la ceremonia en la iglesia, Nissa había ido a la casa de Clara, y se quedaría allí por lo menos una semana.
Theodore la miró y, por la expresión de su rostro, Linnea supo que ya no pensaba en Kristian y Patricia.
Hizo el trayecto de regreso a la casa junto a un extraño rígido y formal, que la dejó en la puerta, preocupada, mientras él conducía hasta el establo para atender a los caballos y ocuparse del coche.
En la cocina hacía frío. Encendió una lámpara y se sentó en una de las duras sillas, junto a la mesa. Todavía tenía su ropa y sus efectos personales en la habitación de la planta alta. ¿Cuándo las trasladarían abajo? ¿Y quién lo haría?
Se abrió la puerta y entró Theodore, trayendo consigo una ráfaga del frío aire nocturno que hizo retorcerse y parpadear la llama de la lámpara.
Permaneció unos momentos mirando alrededor, como si ese ambiente perteneciera a alguna otra persona. Luego sus ojos volvieron a Linnea, con el alto sombrero cubierto de red todavía en la cabeza, el abrigo abotonado y las manos enguantadas apoyadas sobre el regazo.
– Tienes frío. Encenderé el fuego.
Percibió el inmenso alivio que le procuraba tener algo que hacer, oyendo el entrechocar de la tapa de la estufa. En pocos instantes, el fuego estaba encendido, Theodore volvía a bajar la tapa, y reinaba otra vez el silencio.
– Bueno… -dijo, con sonrisa vacilante.
Se levantó de la silla y, mientras se acercaba a él, Theodore se limpiaba las manos en los pantalones.
Linnea se preguntó si, esa noche, tendría que ser ella la que hiciera los primeros movimientos para todo. Qué decepción sería. Imaginó que un hombre que ya había estado casado seria muy hábil para afrontar la situación. En cambio, Theodore se crispaba cada vez que ella se le acercaba y apartaba la vista cada vez que trataba de retener su mirada.
Volviéndose de lado, extendió las manos hacia la tenue tibieza del fuego. Theodore fijó la vista en la parte de atrás del sombrero, en la espumosa red de color marfil con pequeñas motas, como gotas de rocío matinal atrapadas en la tela de araña, las finas separaciones donde el cabello estaba recogido con peinetas, que sujetaban el adorno de flores del peinado. Linnea bajó el mentón y su esposo observó la pequeña medialuna del recatado peinado bajo el ala del sombrero y el surco de la nuca, donde varios cabellos habían quedado atrapados en el cuello de lana. Recorrió con la vista los hombros estrechos, bajando hacia las caderas, hasta el ruedo del abrigo, y lo asaltó una erección tan feroz que tuvo que meter las manos bajo las axilas para no asustarla con lo que quería hacerle a una hora tan poco apropiada. Y, además, en la cocina.
– Al parecer, todos estaban divirtiéndose en el baile -dijo la muchacha, aunque el baile era lo que menos le importaba en ese momento.
– ¿Quieres quitarte el abrigo ahora? -le preguntó, al mismo tiempo.
– Oh, sí, creo que sí.
Mientras Theodore la miraba sobre el hombro, se quitó los guantes grises nuevos. Los metió en el bolsillo y se desabotonó el abrigo. El se lo quitó de los hombros y se quedó sin saber qué hacer con él. Linnea siempre lo había guardado en el dormitorio de arriba.
Lo miró sobre el hombro y las miradas chocaron, generando electricidad por un segundo.
– Bueno, creo que ahora lo colgaré en mi habitación.
Giró hacia el vestíbulo del frente y luego se quedó un momento pegado al perchero con las dos manos, recordando con cuánto cuidado había quitado el polvo del suelo y cambiado las sábanas, ordenando el cuarto hasta dejarlo impecable. Tal vez no lo había dejado tan bien como lo hubiese hecho su madre, pero hizo todo lo que había podido. Exhaló un profundo suspiro y regresó a la cocina.
Al oír sus pasos, Linnea se apresuró a tomar la tetera y a llenarla con agua del cubo.
Desde la entrada, la vio moverse por el cuarto con pasos diminutos y cuidadosos, pues la falda era demasiado estrecha para permitir movimientos más libres. Qué tontería. El año pasado las alas de pájaro, y ese año, las faldas estrechas que hacían el efecto de grilletes. Supuso que tendría que pagar muchas chucherías femeninas más, pero no le importaba. Quería hacer tanto por ella… tanto… Además, esa falda, y la manera en que la obligaba a moverse, tema algo que hacía volver la cabeza a cualquier hombre.
– ¿Cómo se le llama a esa clase de falda?
– Capullo.
– Es un poco estrecha, ¿no?
Observó desde atrás cómo apoyaba la tetera sobre la estufa y se daba la vuelta con vivacidad.
– Mi madre dice que hacen furor. Un profesor de Harvard dice que las faldas más estrechas permitirán ahorrar tela para uniformes… por eso es… la…
Mirándolo, se le cortaron las palabras. Theodore clavó la vista en ella calculando el tiempo que faltaba hasta la hora habitual de acostarse.
Dios del cielo: en ocasiones, cuando estudiaban, no se habían acostado hasta las once de la noche. ¡Para eso fallaban más de cinco horas!
– ¿Tienes hambre? -le preguntó la mujer, como con una súbita inspiración.
– No. -Manoseó los botones del chaleco-. He comido bastante en la escuela. -De repente, recordó los buenos modales- ¿Y tú?
– No, para nada. -Miró alrededor, como si buscara algo-. Bueno… – ¡Ya la había hecho buena! Hacía una hora, estaba completamente confiada. Pero ya se le habían contagiado los nervios de él- Mis cosas están arriba. ¿No tendría que… quiero decir…?
– Oh, yo las bajaré. Bien podría llevarlas a mi cuarto.
En su ansiedad por salir de la cocina, casi saltó hacia la otra lámpara. Cuando Linnea oyó que sus pasos se detenían, sonrió, se cubrió la boca con una mano y sacudió la cabeza, mirando al suelo. Luego fue tras él por la escalera y lo encontró en la entrada de su dormitorio, desconcertado y titubeante.
– Con permiso, Theodore.
Sobresaltado, se hizo a un lado para dejarla pasar y observó cómo se acercaba a la cómoda, abría los cajones y sacaba cosas que iba acumulando sobre el brazo: todo blanco, algunas prendas con encaje calado y cintas azules. De encima de la cómoda tomó un cepillo con mango de bronce, un peine, un recipiente para las horquillas y una botella en forma de corazón que contenía agua de colonia; de un gancho que había detrás de la puerta tomó la bata de felpilla azul. Después recordó algo más y, volviendo hacia la cómoda, recogió una pequeña piedra.
Cuando se reunió con él, dijo, animada:
– Ya está. Creo que ya tengo todo lo que necesito. Lo demás puede esperar hasta mañana.
– ¿Qué es eso? -preguntó, señalando lo que tenía en la mano.
Linnea abrió la mano, y los dos miraron:
– Es un ágata que encontré en el camino, el otoño pasado. Tiene una veta marrón del mismo color de tus ojos.
Le miró a los ojos, sorprendiéndolo con la guardia baja, otra vez maravillado de que ella en verdad fuese suya, y que tanto tiempo atrás, el otoño anterior, a Linnea le interesara el color de sus ojos, Pero, cuando avanzó hacia la puerta y bajó la escalera, Theodore se apartó, iluminando con la lámpara la copa del sombrero. Linnea se detuvo en la entrada del dormitorio de su esposo, y permitió que él la precediera y dejase la linterna sobre el tocador.
Lo siguió con la mirada, dudando, pero el retrato de Melinda ya no estaba. Theodore abrió un cajón de la cómoda y luego se irguió y la miró, ansioso por complacerla:
– Puedes poner tus cosas aquí. Lo limpié y tiré algunas cosas viejas para dejarte espacio.
– Gracias, Theodore.
Colocó sus cosas en el cajón, junto a una pila de camisas de trabajo azules y un par de elásticos para las mangas que él jamás usaba. A Theodore le palpitó la sangre teniéndola tan cerca. Hacía mucho tiempo que no veía a una mujer hacer esas cosas: alisar prendas, cerrar el cajón, acomodar el cepillo y el peine sobre el tapete que cubría la cómoda, dejar la piedra, el recipiente para horquillas y el frasco de perfume junto a los cuellos de celuloide desechados, el cepillo del marido… ¿y un puñado de remaches?
Theodore se precipitó a extender la mano para recogerlos.
– Ayer estuve arreglando unos arneses -le explicó, contrito, y los arrojó en un cajón, cerrándolo luego con expresión culpable.
Con una sonrisa ladeada, Linnea avanzó, abrió otra vez el cajón, y apartó a Theodore. Rebuscando en el rincón, bajo el montón de ropa interior de abrigo, encontró las piezas de metal y las dejó donde estaban antes, encima de la cómoda.
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