– Este sigue siendo tu cuarto. Si vamos a compartirlo, tienes que dejar los remaches exactamente donde estaban antes de que nos casáramos.

En ese momento, si ella hubiese recitado un romántico poema no la habría amado tanto. Se preguntó de nuevo qué hora sería y si lo creería un perverso en caso de que se inclinara hacia ella y la besara y la llevase a la cama como quería hacer, sin hacer caso de que el resto del mundo aún estuviese ordeñando o cenando en ese momento. O bailando en la boda, sin él. En el nombre de Dios, ¿qué era eso de estar hablando de remaches? ¿Cómo hacía un hombre para insinuarle a su esposa que se preparase para la cama a las seis menos cuarto de la tarde?

Linnea recorrió la habitación con la mirada, candida e inocente, y el imponente sombrero resaltaba la fragilidad de su cuello. El corpiño del vestido desaparecía bajo una chaqueta entallada con cuello alto, con diminutos botones que abrochaban con presillas desde la cintura hasta la garganta. "Señor, que debajo de eso haya un vestido enterizo", pensó el esposo, mientras sugería:

– Pienso que tal vez quieras quitarte el abrigo y el sombrero y ponerte más cómoda, de modo que te dejaré sola unos minutos.

Linnea había soñado cómo sería esa noche, y en ninguno de esos sueños figuraba un esposo dolorosamente tímido. Recordaba lo que le había dicho Clara, y anhelaba tenerlo todo. En voz suave y temblorosa aventuró:

– Pensé que esa era tarea del marido.

Los ojos de Theodore se posaron en el reloj que estaba sobre la mesilla de noche, andando, resonando en el súbito silencio, y vio que la manecilla marcaba casi las seis. Volvió la vista hacia sus ojos.

– ¿Eso pensaste?

Asintió dos veces, tan levemente que Theodore tuvo que prestar mucha atención para notarlo. Linnea tenía los ojos grandes y brillantes a la luz de la lámpara, y estaba ahí de pie, con una mano apoyada en el borde de la cómoda.

Theodore dio un paso, y los labios de la mujer se entreabrieron. Dio otro paso, y ella tragó saliva. Dio el tercero, y Linnea ladeó la cabeza, con los ojos ya oscurecidos, elevándose hacia él desde abajo del ala del sombrero. Se quedaron quietos, cercanos, embelesados, observándose respirar. La besó una vez, mucho más suavemente de lo que deseaba, y, sujetándola de los hombros, la hizo darse la vuelta. En el espejo, la muchacha sólo vio la mitad superior de la cara de su marido por encima de la colmena de su sombrero.

Los dedos del hombre buscaron la perla en forma de lágrima y quitaron el alfiler del sombrero, de tres centímetros. Lo sujetó entre los dientes mientras sacaba con delicadeza las peinetas que tenía detrás de las orejas. Cuando levantó el sombrero, una de las peinetas enganchó un mechón rubio y lo soltó. Linnea levantó una mano para colocarlo, mientras Theodore clavaba el alfiler en el sombrero y lo dejaba en la cómoda, delante de ella.

Las miradas se encontraron en el espejo, tan oscuras que no parecían tener color, sino sólo un chisporroteo de expectativa. El mechón de cabello suelto pendía suelto, detrás de la oreja. Estaba tan cerca, que el aliento de Theodore lo hacía ondular como una espiga de trigo en el viento estival. Lo tocó, lo levantó y lo llevó, con torpeza, hacia atrás, viéndolo flotar colgando sobre el cuello esbelto, escultural. Linnea aguardó, conteniendo el aliento, deseando que siguiera. Como si le hubiese adivinado el pensamiento, Theodore tanteó los secretos del peinado con dedos torpes y encontró las horquillas de celuloide ocultas dentro, soltándolas una por una, hasta que la masa de oro se derramó cayendo por su propio peso para descansar, enrollada, sobre los hombros. La peinó con los dedos callosos, y, como era tan fino, se le enganchó en la piel. ¿Cuándo había sido la última vez que oliera el cabello de una mujer? Se inclinó y hundió la cara en esa masa fragante, inhalando largamente. Linnea vio por el espejo cómo la cara de Theodore desaparecía y luego reaparecía cuando él se enderezaba.

Cuando las miradas se encontraron, Theodore sintió que mil pulsaciones luchaban por abrirse paso en su garganta. Linnea había levantado la botella de perfume. Sosteniéndole la mirada en el espejo, destapó el frasco con movimientos lentos, lo inclinó sobre la yema de un dedo, y luego se pasó el perfume debajo de la barbilla. Una, dos veces, hasta que el olor a lirios del valle convirtió la habitación en una glorieta. Retiró uno de los puños dejando al descubierto la delicada piel surcada de venas azules en la cara interna de la muñeca, la perfumó, después la otra, y volvió a tapar el frasco, mientras lo retenía prisionero con esos ojos como zafiros.

¿Dónde había aprendido semejante cosa una muchacha de su edad?

Durante todo el día, cada vez que evocaba este momento, la imaginación de Theodore se bloqueaba al pensar en la inexperiencia de su esposa. Pero la invitación era inconfundible.

Apretándole los brazos, la hizo girar como a una bailarina de caja de música y contempló sus ojos un instante antes de llevar la mano al botón que cerraba el vestido en la garganta. El botón era una cuarta parte del tamaño de su pulgar y estaba pasado por una delicada presilla que se le enganchó dos veces en los dedos, hasta que supo cómo manipularlo. Luego, con mucha lentitud, desabotonó los otros trece.

Bajo la chaqueta, el corpiño se tensaba sobre los pechos, que subían y bajaban al ritmo acelerado de la respiración de Linnea. Theodore alzó la vista hacia la boca delicada, entreabierta y en espera.

Qué increíble: eran marido y mujer.

Se inclinó para posar su boca en la de ella, y el cabello suelto le sombreó la cara mientras ahuecaba las manos en las mandíbulas y la besaba con tierna consideración para empezar, con besos suaves, como tiernos picotazos, al tiempo que la sedosa tibieza del interior de sus labios se unía al de ella. Linnea se balanceó hacia él, tocando las solapas con las yemas.

Cuando al fin levantó la cabeza, los dos respiraban agitados, los corazones bailaban un rondó, y se miraban a los ojos.

Sin hablar, le quitó la chaqueta, la dobló y la dejó sobre la cómoda.

Ella tendió la mano hacía la corbata y el botón del cuello, decidida a hacer su parte.

Tic, tic, tic, se oyó, desde la mesilla de noche.

– No son más que las seis -recordó él, con extraña voz ahogada.

Los dedos que manipulaban en el cuello se detuvieron, y los claros ojos candidos se alzaron y lo miraron de frente.

– ¿Acaso hay un momento bueno y uno malo?

Theodore jamás se había hecho esa pregunta. En toda su vida, nunca hizo nada similar excepto a la hora de acostarse, al amparo de la noche y de la oscuridad. Con algo parecido a la sorpresa, comprendió que él iba dispuesto a ser el maestro y terminaba aprendiendo.

– No, supongo que no -respondió, y su corazón se aceleró mientras ella continuaba quitándole la corbata, abriéndole el cuello y soltando los tres primeros botones de la camisa, hasta que la detuvo el chaleco.

Surgió a la vista reluciente vello oscuro, y Linnea apoyó los labios en la abertura, como había imaginado durante tanto tiempo.

Un suspiro desgarrado le acarició el cabello de la coronilla y los brazos de su esposo la rodearon.

– La chaqueta -lo interrumpió, y él retiró los brazos y permitió que se la quitara y la colgara de un gancho en la pared, junto a su propio abrigo.

A continuación, desabotonó el chaleco, tomó el reloj en la mano y miró a Theodore.

– No miremos nunca los relojes, Teddy -le pidió con suavidad, dejándolo sobre la cómoda.

Cuando se dio la vuelta, él estaba esperando para atraerla hacia sí, abatiendo su boca sobre la de ella con los labios abiertos, la lengua buscando los tesoros de la boca que se le ofrecía. Linnea se apretó contra él alzándose, acurrucándose. Los brazos del hombre la alzaron exigentes, y la apretaron contra músculos y articulaciones que muy pocas veces ella había tocado… ah, cuan pocas.

El beso se arremolinó entre ellos con excitante ansiedad, la lengua arrasó el interior de la boca y ella respondió en loca y amorosa esgrima.

Apoyó los dedos bien abiertos sobre la tibia espalda satinada del chaleco, curiosa por conocer cada centímetro de él. El pecho del hombre pugnaba contra los pechos de la mujer, provocándole deseos de más.

Arrancó la boca de la de ella, derramando sobre la oreja de Linnea el aliento entrecortado.

– Oh, Linnea.

La mujer se apartó lo suficiente para mirarlo a los ojos.

– ¿Qué pasa, Teddy? Todo el día te has comportado como si me tuvieras miedo.

– Lo tengo. -Lanzó una risa amarga… un sonido forzado y doloroso, que sonó en la habitación iluminada por la lámpara. Luego le apartó el cabello de las sienes y sostuvo la cabeza entre las anchas palmas-. Eres tan joven… Sigue obsesionándome, por mucho que me esfuerce en quitármelo de la cabeza.

– No lo soy. Soy una mujer, y estoy preparada para esto. Tienes una obsesión con el tiempo: los relojes, los años. -Dejó caer una lluvia de besos breves en el mentón, las mejillas, la boca-. Por favor… piensa en el amor, no en los años. Ahora soy tu esposa. No me hagas esperar más.

Tras un beso fugaz, indeciso, la volvió buscando los cierres del vestido. Sin una palabra, Linnea le presentó la espalda, levantando el cabello hacia un lado, mientras él desabotonaba la espalda del vestido. Debajo tenía una camisa de algodón blanco que desaparecía bajo las enaguas. Fascinado, observó cómo su mujer desabotonaba la cintura de las enaguas, se sacaba el vestido por los brazos y dejaba caer las dos prendas sobre las caderas esbeltas.

Cuando se volvió de cara a él, Theodore pudo ver bien la prenda interior. La cubría desde los hombros hasta la mitad del muslo, donde se sujetaba por medio de elásticos a las piernas. La cintura estaba ajustada por medio de un cordón blanco, que se ataba delante. En el escote del corpiño había otra hilera de botones -cerrados- que no dejaban ver mucho más que los contornos de la clavícula.

Su madre usaba camisas y calzones y, en invierno, ropa interior abrigada, pero él nunca había visto una prenda blanca como la que llevaba Linnea. Las medias finas desaparecían dentro de las perneras, y vio que las pantorrillas esbeltas y bien formadas emergían desde los relucientes zapatos forrados de satén, que arqueaban delicadamente los pies.

Cuando levantó la vista desde los pies hasta el rostro, tanto Theodore como Linnea estaban acalorados y sin aliento.

Por los labios de la mujer pasó una sonrisa pudorosa que pronto desapareció. De repente, el chaleco del hombre bajó por los brazos y aterrizó en el suelo tras él, dejando al descubierto los tirantes negros flamantes que enmarcaban los hombros sobre la camisa almidonada. Metió los pulgares debajo y los bajó, sacó fuera los faldones de la camisa y tendió su mano para tomar la de ella sin apretarla, mientras contemplaba los pechos de la mujer y, sin advertirlo, desabotonaba el resto de la camisa.

Era glorioso verlo desvestirse. Contemplar el juego de los músculos de los hombros, los tirantes que caían, el mar de arrugas que aparecían en la parte baja de la camisa, y la torsión de las muñecas que se libraban de los puños de la camisa.

La camisa cayó al suelo y Linnea no pudo contener una exclamación admirativa:

– ¡Oh, Theodore…! -exhaló, en una nota descendente-. ¡Míiiirate…!

Obedeciendo a un impulso, estiró la mano para tocar con cuatro dedos el vello oscuro que bajaba por el pecho cálido, siguiéndolo a mitad de camino hacia el vientre, hasta que advirtió a dónde apuntaba. Se apresuró a retirar la mano exploradora y la enlazó con la otra. Los ojos dilatados se alzaron hacia él. Theodore le atrapó la mano y la colocó en el sitio de donde se había retirado.

Jugueteó sobre él, subyugada.

Qué duro, qué sedoso, qué masculino. Cuan maravillosa la diferencia con ella. Mientras exploraba el hueco de la garganta, el dorso de los nudillos de Theodore le acariciaban la clavícula, para luego bajar hacia los botones de la pechera.

Linnea se olvidó de respirar.

La mano de Theodore subió y se ahuecó sobre un pecho.

Linnea cerró los ojos y se quedó inmóvil, arrasada por la sensación.

Se le erizó la piel de los brazos, del vientre, llegando en oleadas hacia el pecho que él masajeaba tiernamente. Se irguió para él y cambió de forma bajo su mano. La lengua del hombre tocó su labio inferior, trazó un húmedo sendero circular, volviendo al punto de salida donde mordió y sorbió dentro de su boca, acariciándola sólo con la punta de la lengua hasta que la mujer empezó a retorcerse y a temblar. Las manos de Linnea subieron hacia el pecho de él, el cuello, el cabello, abriendo los dedos, entrelazándolos en él, acariciándole la cabeza mientras la atraía hacia ella para recibir el beso.

Dentro de su boca, la lengua de su esposo bailoteó, lujuriosa. El cuerpo de Linnea se tensó, latiendo contra él hasta que Theodore acarició los pechos y la sintió entregar la carne a sus caricias. Le pasó las manos por la espalda, deslizándolas hacia las nalgas, apretando con fuerza para alzarla contra él. Inició un ritmo, un dulce y lento balanceo que los mecía uno contra otro.