Theodore dio curso a un río que fluyó por el cuerpo de Linnea, inundando sus riberas. La sensación fue tan súbita que le aflojó las rodillas.

Cuando se dejaba caer, las bocas se abrieron con un suave ruido de succión y, por un momento, Theodore sujetó el peso de ella con la rodilla hasta que Linnea sintió un momentáneo alivio de las tensiones que crecían dentro de ella. La rodilla se apartó, dejándola posarse otra vez en el suelo.

Las manos de Theodore jugueteaban sobre la espalda. Las lenguas y los labios estaban unidos cuando él tocó, por primera vez, la piel desnuda del trasero. Levantó la cabeza, asombrado.

– ¿Qué es esto?

– Un teddy.

– ¿Qué?

Apartó la cabeza y miró, sosteniéndola por la cintura.

– Un teddy. A esto no le pusieron el nombre en honor al señor Roosevelt.

Theodore rió entre dientes y volvió a mirar.

– Ahh… un teddy, ¿eh?

Volvió a besarla y metió la mano dentro de la abertura que parecía extenderse desde la parte de atrás de la cintura hasta la eternidad. Acarició las curvas de carne preguntándose hasta dónde se abriría ese acceso, movió la mano para explorar el estómago y comprobó que la abertura iba de adelante atrás, por entre las piernas. Sin embargo, a medida que la exploración continuaba, dejó de importarle la forma de las prendas. Los dedos se abrieron paso dentro de la costura de la tela blanca, y se posaron sobre el vientre tibio para luego bajar más, hasta tocarla al fin en el sitio más íntimo. Ante esa invasión Linnea se sobresaltó y luego se relajó contra el brazo fuerte que le rodeaba la cintura. En su mente se abrieron mundos de maravilla, mundos para los que no la había preparado toda su imaginación. Detrás de los párpados cerrados bailoteaban colores que iban de lo tenue a lo apasionado. Se balanceó y se meció contra él, dejándose fluir en ese ritmo primitivo.

El contacto se profundizó, inundándola de deleite en su propia carne.

– Oh, Teddy… Teddy… -murmuró, barrida por el deseo.

La dejó para acercarse a donde estaba la lámpara, y Linnea exclamó en voz queda:

– ¡No! -El hombre se detuvo y se volvió-. Por favor… yo jamás había… quiero decir… -Las mejillas se le colorearon y se miró las manos, para luego alzar la vista hacia él, decidida-. Quiero verte.

La petición hizo latir con fuerza el corazón de Theodore. Nunca había visto a las mujeres bajo esa luz… una nueva lección para Theodore Westgaard.

Dejó que la linterna ardiese, tenue, y, llevándola junto a la cama, se inclinó luego para desatarse los zapatos. Ella lo imitó, quitándose las sandalias desde el talón y dejándolas juntas. Theodore metió la mano en las bocamangas para quitarse los calcetines y la esposa lo imitó una vez más, enrollando las ligas hasta los tobillos y quitándolas junto con las medias opacas. El hombre se puso de pie, desabotonó los pantalones y se los quitó, pero ella permaneció con la vista baja cuando comprendió que él estaba ante ella, desnudo.

– Linnea…

Fue levantando la vista, dudosa, hasta encontrarse con la de él. Lo único que se oía en el cuarto era el tic tac del reloj y el retumbar de los corazones en los oídos. Theodore extendió una mano, con la palma hacia arriba. La muchacha puso la suya encima y él la hizo ponerse de pie para librarla del teddy sin más trámite.

Antes de que tuviese tiempo de avergonzarse, Theodore la apoyó sobre la cama, cayendo junto con ella, los dos cuerpos unidos en el abrazo.

Con las bocas juntas, la acostó de espalda, buscando primero el pecho desnudo con la mano y luego con la lengua, murmurando con sonidos guturales, mientras la naturaleza lo empujaba a erguirse, pidiendo más. Lo bañó, dejándolo mojado para el roce del pulgar. Le sonrió, lo frotó con los labios suaves, vueltos hacia arriba, sobre la punta erguida, con infinita delicadeza, para luego ocuparse del otro.

Linnea se retorcía, lánguida, murmurando su nombre, alzándose en invitación, pasando los dedos entre los cabellos de él. La lengua mojada le parecía sedosa y profundamente poderosa chupando, soltando, chupando otra vez, provocándole sensaciones en lo más profundo del vientre. Gritó su extasiado hosanna cuando él tironeó con los dientes, con delicadeza. Se meció, sumida en el placer, estirando los brazos sobre la cabeza hasta que el vientre se hundió y Theodore lo acarició con la mano, lo besó largamente y luego la hizo rodar por la cama. Aterrizó encima de él y bajó la cabeza buscando la boca. El cabello de Linnea quedó atrapado entre los dos; él lo apartó y la besó, casi con brusquedad. Ella se aferró, devolviendo las caricias de igual a igual.

Tras largos minutos, Linnea levantó la cara.

Theodore le apartó el cabello de las sienes con las dos manos, los dos relucientes de oscura e intensa pasión:

– Linnea, te amo. Solía estar aquí acostado pensando en esto. Tantas noches mientras tú estabas arriba, sobre mi cabeza. Y eres mejor de lo que te imaginaba en mis deseos. Te amo… Te amo

– Te amo…

Algunas frases eran de él, otras de ella, imposibles de distinguir unas de otras, mientras intentaban saciarse con besos, hasta que los besos ya no bastaron.

Theodore la tendió de espaldas y se cernió sobre ella, contemplándole los ojos, y los dos corazones latieron al unísono. Un beso breve sobre los labios abiertos, uno más breve aún sobre el pecho, una mano sobre el vientre de ella, una intensa llama que saltó de su mirada a la de ella mientras él seguía bajando, bajando…

La tocó con cuidado, le hizo separar las piernas bajo su caricia, florecer su carne bajo la exploración. Y, cuando ella estuvo flexible, elástica, encendida, le sujetó la mano y la cerró dentro de la suya para apoyarla sobre su propia carne inflamada y enseñarle ciertas cosas que una mujer debía conocer.

Cerró los ojos y gimió quedamente mientras su carne resbalaba dentro la mano de la muchacha. Echó la cabeza atrás, y Linnea se maravilló de su propio poder para provocar semejante abandono a un hombre tan fuerte e indomable. Al verlo temblar y respirar agitadamente, aguardaba el mayor de los placeres. Irguiéndose sobre ella, le dijo en el oído con voz temblorosa:

– Si algo te duele, dímelo y me detendré. Y ahora, tranquila… tranquila…

La penetración fue lenta, sagrada. Sus codos temblaron junto a las orejas de la mujer, mientras esperaba. Linnea lo recibió a fondo.

– Lin, ahh, Lin… -exhaló, cuando ella se alzó para recibirlo.

La naturaleza no había hecho nada en vano; espada en la vaina, llave en la cerradura… encajaban con exquisita y arcana perfección. Ya no la sintió muchacha sino mujer, tanto como podía desear. Ella le enseñó una nueva juventud, una unión infinita del corazón más que del calendario.

Tendida bajo el movimiento sinuoso de las caderas que la conducían, obedeció las órdenes silenciosas y se alzó para acomodarse a él. Conoció la caricia de su aliento agitándole el cabello y entibiándole el cuello; él, la suave sujeción de esas hebras que se le pegaban a la frente húmeda. Juntos descubrieron el lenguaje sin tiempo de los amantes, hecho de murmullos, susurros y suspiros. Ella conoció la capacidad de él para la ternura; él, la de ella para la fuerza. Juntos, supieron cuándo intercambiar los papeles. Theodore descubrió la alegría de hacerla arquearse y jadear, y ella la misma alegría en hacerlo estremecerse en la liberación. Descubrió que el hombre podía repetir dos veces; él, que tres no era suficiente para ciertas mujeres.

Y el agudo placer que se extendía sobre ellos en los minutos posteriores. Ahh, esos lapsos de debilidad, de languidez, en que los cuerpos exhaustos no podían hacer otra cosa que estar entrelazados, saciados.

Y los años no importaron demasiado. Lo único que importó fue que eran marido y mujer, consumados, que esa era la noche de bodas y que a lo largo de ella se brindaron mutuamente la más alta recompensa para todas las tribulaciones de la vida… una y otra… y otra vez…

21

Ese invierno de 1918 trajo consigo grandes cambios no sólo en el seno de la familia Westgaard sino también dentro de su miembro más reciente y en todo el mundo en su conjunto. Inmersa en su estado de bienaventuranza de recién casada, le hubiese resultado fácil olvidar que los reclutas norteamericanos iban a Francia para mantener la democracia del mundo a salvo y regodearse en la felicidad que iluminaba su corazón. Pero el ejemplo de su propia familia la hizo comprender que ella también tenía una obligación mayor aún por su responsabilidad como maestra. Linnea convenció al inspector Dahí de que le permitiese que la escuela se suscribiese al periódico y, en un esfuerzo por comprender, fue siguiendo junto con los niños los sucesos en Europa.

Por todas partes se oía el clamor para derrotar a Alemania, pero, mientras a finales de enero se anunció que las primeras tropas de Estados Unidos ocupaban trincheras en la Linnea del frente, todavía había campamentos militares en el propio territorio nacional que bullían de soldados inquietos, que debían entrenarse con ropas civiles y con palos de escoba en lugar de rifles. El fervor democrático no bastaba para ganar la guerra. Hacían falta suministros y estos, a su vez, exigían materia prima y esta última escaseaba. El consejo de Guerra se formó para determinar prioridades de producción, y Norteamérica aceptó con alegría el ajuste, los recortes y entonó fervientes canciones patrióticas. De la noche a la mañana brotaban nuevas fábricas que producían abrigos, zapatos, rifles, máscaras de gas, mantas, camiones y locomotoras, y todos los negocios que no tenían contratos para producción bélica cerraban los lunes. Se prohibió utilizar automóviles los domingos. Se instaba a la gente a usar más suéteres y menos carbón, a comer más salvado y menos trigo, más espinacas y menos carne y a adoptar "el credo del plato limpio". Pero, sobre todo, se les pedía a los norteamericanos que fueran generosos.

Miles de hombres se ofrecían a sí mismos. Para la primavera de 1918 habían llegado a Francia medio millón, y uno de esos voluntarios era Bill Westgaard. La iglesia celebró un servicio especial para él el sábado anterior a su partida y, desde ese día, colgaba sobre la nave una bandera con una sola estrella azul, inspirando innumerables plegarias para que jamás fuese cosida sobre ella una estrella amarilla. Poco después, llegó carta de Judith contando que Adrián Mitchetl había recibido orden de alistarse y que ya se había marchado.

Que Bill y Adrián fuesen pretendientes rechazados le importaba poco a Linnea. La guerra ya la había tocado en persona y sentía el impulso de participar de todas las maneras posibles.

Eran muchas las cosas que podían hacer los chicos para ayudar en el esfuerzo de guerra; lo único que necesitaban era organizarse. Tejer en el recreo de mediodía se convirtió en el pasatiempo preferido. Linnea misma recurrió a la ayuda de Nissa para que le enseñase, y se les pidió a las madres que enseñaran a sus hijas. En la escuela se fijó una cartelera donde se pegaba una estrella cada vez que quedaba terminado un calcetín o un mitón. Para su asombro, un día Kristian y Ray aparecieron con un ovillo de lana y un par de agujas cada uno. Cuando los chicos se pusieron, con torpeza, a la tarea, provocaron grandes oleadas de carcajadas, pero pronto cada uno de los varones estaba imitándolos. La única excepción fue Alien Severt, que se negó terminantemente, calificando al tejido como "cosa de afeminados", actitud que le valió ser discriminado.

Pero todos los demás estaban dispuestos y ansiosos de colaborar en todos sus planes. A Patricia Lommen se le ocurrió la idea de hacer una manta y todos accedieron, entusiastas, a traer retazos de tela de las casas.

Al mismo tiempo que los chicos veían cómo iba tomando forma, empezaron a trazarse planes para venderla por medio de una subasta, cuyo producto sería donado a la Cruz Roja. Como se difundió la noticia, el guardarropa empezó a llenarse de una abigarrada colección de donativos, entre los que figuraban varios cueros sin curtir de ratas almizcleras, aportados por Ray y Kristian. Libby Severt, que mostraba un talento prometedor para el arte, confeccionó dos grandes carteles anunciando el acontecimiento: uno de ellos lo colgaron en la iglesia, el otro en el Almacén de Ramos Generales de Álamo, que funcionaba también como Oficina de Correos. Un granjero de un ayuntamiento vecino ofreció una pianola, e incluso se ofreció a entregarla. Desde entonces hasta el día de la subasta, en la escuela sonaba constantemente la música.

Fue Nissa la que sugirió que hubiese también un baile, al tiempo que Frances, la del corazón tierno, que se había enterado por el periódico de una campaña de recolección de ropa para los refugiados, propuso con timidez que se sumaron a la campaña junto con las demás cosas.