"Estoy segura de que hablarás con Alien", pensó, sabiendo que se esfumaba su única esperanza de que le calentasen las orejas de inmediato.
Volvió a la casa sintiéndose más frustrada que nunca y por completo impotente.
Dos días después, encontró al ratón muerto en una trampa.
Se lo contó a Theodore, y él quiso ir de inmediato a la casa de los Severt, para dar un par de golpes más en la cabeza del muchacho, pero Linnea le aseguró que podía manejarlo, y él, que si estaba segura, y ella que sí, y de todo ello salió algo bueno porque hicieron otra vez el amor como solían hacerlo y después Linnea le rogó que hablase con Kristian sobre el tema de ir a la guerra, pero esa vez sin ira. Theodore accedió a intentarlo.
El intento fracasó. Al día siguiente conversaron en el cobertizo, pero el temor de Theodore por la vida de su hijo se expresó otra vez, a través de la ira y la sesión terminó con los dos gritando y con Kristian yéndose por el camino sin decirle a nadie a dónde iba.
Fue a la casa de Patricia, pues, en los últimos tiempos, se sentía mejor con ella que con ninguna otra persona de las que conocía.
– Hola -le dijo cuando la chica le abrió la puerta.
– ¡Oh…hola!
Los ojos se le iluminaron y un sonrojo le embelleció el rostro.
– ¿Estás ocupada?
– No, estoy tejiendo. ¡Entra!
– ¿No podrías salir tú, más bien? Quiero decir, bueno… me gustaría hablar contigo. A solas, en algún sitio.
– Claro. Espera que me ponga el abrigo. ¿Ma? – gritó-, ¡salgo a pasear con Kristian!
Instantes después, apareció con un abrigo de lana castaña y una bufanda color herrumbre enrollada en la cabeza, con las puntas colgándole sobre los hombros. Los dos metieron las manos en los bolsillos, mientras se encaminaban hacia el sendero de la pradera, A los lados, la nieve ya estaba endurecida y exhibía profundas huellas. Los vientos del Noroeste tenían aliento cálido… pronto florecerían las margaritas en las zanjas. Los días se hacían más largos y el sol del final de la tarde les daba, libio, en los rostros.
Necesitaba hablar, pero no en ese momento. Lo que necesitaba en ese momento era caminar, sencillamente, junto a Patricia, dejando que los codos de los dos chocaran suavemente. La muchacha sacó la mano del bolsillo y Kristian la imitó. Los nudillos se rozaron una vez… y otra… y él la tomó de la mano. Patricia la estrechó con fuerza y lo miró con algo más que una sonrisa: una expresión de conciencia y de confianza que cada vez eran mayores. Por el lapso de dos pasos, inclinó la cabeza sobre el hombro de él y siguieron caminando sin pronunciar palabra,
Sólo habló cuando ya habían dado la vuelta:
– ¿No te sucede que, a veces, se te revuelve el estómago de sólo mirar siempre el mismo camino, los mismos campos?
– A veces.
– ¿Nunca pensaste en cómo será más allá de Dickinson?
– He estado más allá de Dickinson. Es parecido a como es acá.
– No, quiero decir bien lejos de Dickinson. Donde están las montañas. Y el océano. ¿No piensas en cómo serán?
– A veces. Pero, aunque los viese, estoy segura de que volvería aquí.
– ¿Cómo puedes estar segura?
– Porque tú estás aquí -respondió ella con candor, mirándolo.
Kristian se detuvo. Los ojos azules de la niña eran claros y seguros, la boca, grave. El echarpe rojizo se había caído, y el viento primaveral le agitaba el cabello. En su mano ancha, la de Patricia parecía frágil. Por un instante dudó de la prudencia de ir a la guerra.
– Patricia, yo…
Tragó con dificultad, y no supo cómo expresar lo que sentía.
– Lo sé -respondió la muchacha a lo no dicho-. Yo siento lo mismo.
Kristian se inclinó hacia ella y la besó. Patricia se alzó de puntillas y elevó la boca, apoyándole las manos contra el pecho. Aunque fue un beso casto, les llenó los corazones con la esencia del primer amor, mientras que alrededor de ellos la tierra se preparaba para la primavera, para la estación de la renovación explosiva.
En un momento dado reanudaron la marcha, de regreso al patio de ella, aunque todavía se resistían a separarse.
– ¿Quieres que vayamos al granero del maíz? -le propuso-podríamos desgranar un poco de maíz para las gallinas.
Mientras seguía a Patricia hacia el extremo más alejado de la granja, Kristian sonrió. Patricia tomó varias mazorcas, y Kristian la siguió a ese ámbito donde podían gozar de cierta intimidad. Dentro, el sol entraba oblicuo por las paredes apoyadas contra la empinada colina de duras mazorcas amarillas. En la base del montículo había una caja de madera tosca que llevaba adosado un descortezado manual y al lado había un asiento formado por un viejo bloque de cortar. Kristian se sentó, metió una mazorca en el descortezador y empezó a hacer girar la manivela. Patricia alisó los granos y se sentó sobre las mazorcas, con las piernas cruzadas, observando. En el granero hacía calor, protegido como estaba del viento, y el sol daba sobre el muro amarillo que tenían a sus espaldas. Se quitó el echarpe y desabotonó el abrigo. Kristian terminó con la primera mazorca y, en cuanto el centro desnudo cayó, la muchacha le entregó otra. El muchacho vio cómo giraba la mazorca y la muela giratoria iba arrancando los dientes; Patricia, a su vez, observaba cómo se flexionaban los hombros del joven mientras hacía girar la ancha rueda. Cuando la mazorca estaba a medio desgranar, soltó la manivela y giró para mirar a la muchacha. No habían ido al granero a desgranar maíz y los dos lo sabían.
– ¿Qué diría tu madre si supiera que estamos aquí?
– Es probable que lo sepa: pasamos delante de la casa.
– Ah.
Si bien deseaba que Patricia estuviese más cerca, lo inquietaba la idea de acercarse a ella, pensando que estaban en un almacén donde cualquiera podría verlos a través de las paredes enrejadas.
La vacilación que los dos sufrían pareció pesar entre ellos por un instante, hasta que Patricia lanzó una carcajada y recogió un trozo de barba de maíz, ya oscurecida.
– Quiero ver cómo estarías con bigote.
Las mazorcas rodaron cuando se movió para arrodillarse delante de él y le puso el manojo de barbas entre la nariz y los labios.
Como le hizo cosquillas, Kristian se apartó, frotándose la nariz con el dedo.
Patricia rió y lo atrajo hacia ella por la pechera de la chaqueta.
– Ven, no seas tan cosquilloso. Quiero verte.
Se sometió, dejando que sujetara las barbas en su lugar otra vez y lo observara atentamente.
– Bien, ¿qué aspecto tengo?
– Magnífico.
El sol trazaba franjas de luz y sombra sobre el rostro de la muchacha arrodillada entre las rodillas de Kristian, y el viento silbaba con suavidad a través de la pared de listones.
– ¿Qué opinas, crees que debería dejármelo crecer?
No tenía conciencia de lo que hacía; pensaba en ella, en lo bella que estaba con esos labios del color del atardecer y los ojos de largas pestañas fijos en él.
– No lo sé. Pienso que será mejor que te bese primero y después decidiré.
– Bésame, pues.
Lo hizo, dejando el dedo y la barba de maíz en el medio y los dos rieron tontamente y las finas hebras oscuras les hacían unas cosquillas terribles. Por fin, ella se irguió entre las piernas separadas de él y se apartaron, mirándose a los ojos.
– Oh, Kristian…-murmuró, al mismo tiempo que él murmuraba el nombre de ella.
Ya no necesitaron más pretextos. La barba cayó sobre el cuello de la chaqueta de Kristian, los brazos de Patricia lo rodearon y se besaron plenamente, tan apretados como lo permitía la ley de gravedad, el vientre de ella encajado en las partes más calientes de él y los brazos estrechándose, tenaces. Kristian apretó los muslos contra las caderas de ella y exploró los labios de la muchacha con la lengua. Patricia necesitó un poco de orientación para entender lo que esperaba de ella y abrió los labios, permitiendo que la lengua de Kristian la sondeara.
El tibio y blando contacto los sacudió y, cuando el beso acabó, los dos se echaron atrás para contemplarse, todavía un poco aturdidos por el descubrimiento.
– Pienso en ti todo el tiempo -susurró la niña.
Kristian le acomodó una hebra de cabello que había quedado atravesada en la frente.
– Yo también pienso en ti. Pero necesito hablar contigo acerca de algo y cuando empezamos a besamos me olvido de todo.
– ¿Hablar de qué?
– Mí padre y yo tuvimos una discusión tremenda… dos, en realidad.
– ¿Con respecto a qué?
El muchacho giró sobre sí mismo y reanudó el desgranado de las mazorcas. Por encima del fuerte fragor metálico y el ruido de los granos que caían. Patricia creyó oírle decir:
– Quiero alistarme.
Pero eso era absurdo. ¿Quién querría ir a la guerra?
– ¿Qué?
Esta vez se volvió para que la muchacha viese el movimiento de sus labios.
– Quiero alistarme -repitió más fuerte, sin dejar de hacer girar la manivela,
Poniéndole una mano sobre la de él, lo obligó a detenerse.
– ¿Alistarte? O sea, ¿ir a luchar?
Kristian asintió.
– En cuanto me gradúe, en la primavera.
– Pero, Kristian…
– Seguramente vas a discutirme igual que lo hizo mi padre.
Abatida, Patricia tragó saliva y se quedó mirándolo. Luego se sentó y metió las manos juntas entre los muslos.
– ¿Por qué?
– Quiero volar en aeroplanos y… y quiero ver otras partes del mundo, además de Álamo, en Dakota del Norte. Oh, maldito sea, no sé.
Se disponía a levantarse de un salto, pero ella lo sujetó por las rodillas y lo obligó a quedarse donde estaba.
– ¿No podrías hacerlo sin convertirte en soldado?
– No lo sé. Mi padre dice que soy un cultivador de trigo y me temo que, si no me marcho, es muy probable que siga siendo cultivador de trigo el resto de mi vida, y quizá pueda ser otra cosa. Sin embargo, cuando intento razonar con mi padre al respecto, se enloquece y grita.
– Porque está asustado, Kristian, ¿no lo comprendes?
– Sé que lo está… yo también. ¿Y por eso tiene que gritarme? ¿No podríamos hablar, sencillamente?
No supo cómo responderle. En los últimos tiempos, ella misma tenía discusiones con sus padres que no sabia cómo se originaban.
– Pienso que eso de discutir con los padres está relacionado con la maduración.
Era tan serena, tan razonable… Al mirarla, sintió que sus convicciones flaqueaban.
– ¿Qué pensarías si me fuese?
Patricia lo observó atentamente un momento y respondió en voz suave:
– Te esperaría. Te esperaría todo el tiempo que fuese necesario.
– ¿De verdad?
Asintió con aire solemne.
– Porque creo que te amo, Kristian.
Más adelante, a menudo él pensaría lo mismo con respecto a ella, pero, al oírla decirlo, fue como si hubiese recibido un golpe. Al instante puso las manos sobre sus brazos y la atrajo otra vez hacia sus brazos.
– Pero no deberíamos decirlo -dijo con la boca en el cuello de Patricia-. Menos ahora que estoy pensando en marcharme. Haría todo mucho más difícil.
Patricia se pegó a él, apretando sus pechos contra él.
– Oh, Kristian… podrías morir.
Las palabras quedaron amortiguadas por el cuello del abrigo, hasta que él le hizo girar la cabeza y las bocas se unieron. Al tiempo que se estrechaban entre sí, la mano trémula, insegura del muchacho se deslizó dentro de la tibieza del abrigo de la muchacha, paseó por la espalda, el costado y, por fin, buscó el pecho. Patricia contuvo el aliento y su boca quedó suspendida cerca de la de él, aunque sin tocarla.
– Es pecado -susurró, echándole el aliento tibio sobre tos labios húmedos.
– También la guerra -respondió Kristian, susurrando.
Aun así, Patricia le retuvo la mano, se la llevó a los labios y le besó los nudillos.
– Entonces, quédate -le suplicó.
Sin embargo, mientras la besaba por última vez y luego se separaba, supo que Patricia era una parte de lo que podría retenerlo para siempre si no se marchaba al comenzar el verano.
22
Llegó la primavera a la pradera, igual que una joven preparándose para el primer baile, tomándose su tiempo para acicalarse y embellecerse.
Se bañó en suaves lluvias y salió del baño fresca y sin nieve. Se secó con brisas tibias, desperezándose bajo el sol benigno, dejando que el viento le peinara la melena de hierbas hasta dejarla enhiesta y esponjosa. Colocó sobre su pecho un toque de la fragancia de la tierra, de sol y de vida renovada. Se puso un alegre sombrero bordeado de azafranes, lirios y lilas, estiró las enaguas rojas de los sauces y ensayó pasos de danza, encaramada en la inquieta brisa de abril.
Los animales regresaron, como llamados por una señal. Las ardillas listadas se encaramaban a los montículos junto a las cuevas recién cavadas y luego se perseguían juguetonas. Los perros de la pradera ladraban y zumbaban llamando a los compañeros al atardecer. Las perdices blancas de agudas colas tamborileaban como truenos entre los matorrales de las tierras bajas. Ánades y gansos llegaban desde el norte. Y por último, pero no por ello menos importante, los caballos que volvían al hogar.
"Los Dulces Años" отзывы
Отзывы читателей о книге "Los Dulces Años". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Los Dulces Años" друзьям в соцсетях.