Llegaron con el instinto de aquellos que conocen su objetivo, apareciendo una noche junto a la verja de los prados, relinchando para que les abrieran, para que les pusieran los arneses, para arar el suelo una vez más.

Con las píeles hirsutas y espesas, se quedaron esperando como si el ruido que hacían las hojas del arado al ser afiladas hubiese flotado sobre la pradera llamándolos, haciéndolos regresar. Estaban todos: Clippa, Fiy, Chief y todos los demás: dos yeguas, Nelly y Lady, preñadas.

Todos salieron juntos a recibirlos, y Linnea presenció la reunión, renovándose su percepción del valor que tenían los caballos para un granjero. Nariz con nariz, aliento a aliento, se comunicaron hombre y bestias, felices de estar otra vez juntos. Teddy y Kristian rascaron las anchas frentes de los caballos, caminaron en amplios círculos alrededor de ellos, les palmearon los hombros, les revisaron los cascos. Linnea vio cómo Teddy pasaba una de sus manos anchas por el vientre de Lady, recuperando el poderío de su voz:

– Yo he formado una familia y él es casi un hombre hecho y derecho.

¿Qué diría cuando ella se lo contara, si lo que sospechaba se confirmaba? Le había faltado un período menstrual y estaba esperando a que le faltara otro para darle la noticia. No habían vuelto a hablar de hijos, pero, si era cierto y ella estaba embarazada, sin duda Theodore estaría tan embelesado como ella.

Transcurrió abril y, aunque empezó de lleno la roturación del suelo, los muchachos mayores asistían a clase todos los días. Linnea no sabía si se debía al hecho de que ahora la maestra era la esposa de Theodore Westgaard o de que él y Kristian seguían sin hablarse.

La última semana de abril, Theodore cumplió treinta y cinco. Esa noche, estaban preparándose para acostarse cuando Linnea le pasó los brazos alrededor y le besó el mentón.

– Hoy has estado un poco malhumorado. ¿Sucede algo malo?

Theodore le apoyó las manos en los hombros y contempló los ojos inquisitivos.

– ¿El día que me hago un año más viejo? ¿Necesitas preguntarlo?

– Tengo un regalo de cumpleaños que te alegrará.

Theodore esbozó una sonrisa torcida, la sujetó por los lóbulos de las orejas y le sacudió la cabeza de un lado a otro, con aire juguetón.

– Tú me alegras. El solo hecho de tenerte por las noches me pone contento. ¿Para qué quiero regalos?

– Ah, pero este es muy especial.

– Tú también -repuso en voz suave, soltándole las orejas y besándola sin prisa en la boca.

Cuando el beso acabó, ella se miró en los ojos del color de la tierra y mantuvo el estómago apretado contra él.

– Teddy, vamos a tener un hijo.

De inmediato, percibió el cambio en él: se puso tenso y se echó atrás.

– Un hi…

Asintió.

– Creo que ya estoy de dos meses.

– ¡Un hijo! -La sorpresa se convirtió en franco disgusto y se apartó-. ¿Estás segura?

El corazón de Linnea martilleó pesadamente.

– Pensé que te pondrías contento.

– ¡Contento! ¡Hace mucho ya te dije que no quería más hijos! ¡Soy demasiado viejo!

– Oh, Teddy, no lo eres. No es más que una idea que se te metió en la cabeza.

– ¡No me digas que no soy viejo! Tengo edad suficiente para tener un hijo que va a hacerse matar en la guerra ¿y esperas que me alegre porque voy a tener otro para tener que volver a pasar por esta agonía?

Se sintió tan herida que no supo qué decir. La desilusión fue tan inmensa que se le llenaron los ojos de lágrimas. Tensa, se preguntó qué hacer con el gran nudo de angustia que tenía la impresión de alojar en su vientre, junto con el feto que crecía. Todo el entusiasmo que sentía se disolvió y sólo quedó la decepción.

– Además -prosiguió Theodore, quisquilloso-, nosotros dos casi no hemos tenido tiempo de estar juntos solos. Tres meses… ni tres meses y ya estás embarazada.

Dándose la vuelta, juró por lo bajo, se dejó caer sobre el borde de la cama y se sostuvo la cabeza.

– Bueno, ¿y qué esperabas que sucediera, si casi no nos saltamos una sola noche?

La cabeza se irguió de golpe.

– Ahora que ya es tarde, no me eches eso encima -le espetó-. Tú y tu "probemos esto y probemos aquello" -concluyo con tono agrio.

El dolor se intensificó. Se apretó el vientre.

– Teddy, lo que llevo dentro es tu hijo. ¿Cómo es posible que no lo quieras?

Frustrado, se levantó de un salto.

– No lo sé. Lo único que sé es que no lo quiero. Quiero que las cosas sigan como hasta ahora. Tú y yo, Kristian de vuelta en los campos, que es donde debe estar, ¡y que ya se acabe toda esta conversación con respecto a la guerra y… y… oh, maldita sea! -estalló, saliendo del cuarto como una exhalación.

Linnea se quedó con la vista clavada en la puerta, las manos apretadas contra el vientre, preguntándose cómo era posible que alguien que la amaba tan profundamente pudiese herirla de ese modo. ¿Cómo pudo decir tales cosas en relación con el acto de amor, como si él nunca hubiese sentido las mismas compulsiones que ella?

Se puso el camisón y se metió en la cama, rígida como una tabla, con las mantas apretadas bajo los brazos y la vista clavada en el techo. Pensando. Sufriendo. Esperando. Cosa extraña, las lágrimas no acompañaban los momentos más dolorosos de su vida. Con los ojos secos, agobiada, rogó que cuando él volviera, la abrazara diciéndole que lo sentía… que había reaccionado de manera irracional y que sí quería al hijo de los dos.

Pero no lo hizo. Lo que hizo fue apagar la lámpara, desvestirse en la oscuridad y darse la vuelta. Y Linnea sintió el rechazo con tanta fuerza como si le hubiese pegado.

Al día siguiente fue a la escuela caminando sola. No se habían dirigido la palabra durante el desayuno, y fue casi un alivio huir de la tensión.

Era el Día del Árbol y ella y los chicos se dedicaron a la tradicional limpieza del exterior. Todos habían llevado rastrillos y los usaron para rastrillar el patio de una punta a la otra. Mientras los varones pintaban los edificios externos, las chicas lavaban las ventanas. Era un día soleado, tan cálido que muchos de los niños se habían quitado zapatos y medias y andaban descalzos. Cuando quedara terminada la limpieza del patio, irían al fondo de la cañada y elegirían un brote para transplantar en el jardín de la escuela.

Apilaron todos los desperdicios de la limpieza en una parte arenosa de la zanja y les prendieron fuego. Linnea estaba ocupándose de él cuando alzó la vista y vio a Theodore y a John, que pasaban en el carro de cuatro ruedas. El corazón le dio un vuelco.

John agitó una mano y gritó:

– ¡Hola!

– ¡Hola! -Devolvió el saludo-. ¿A dónde vais?

– Al pueblo.

– ¿Para qué?

– ¡A hacer soldar una reja del arado y a comprar provisiones!

– ¡Que os divirtáis!

Saludó con entusiasmo. John le devolvió el saludo y le sonrió; Theodore, en cambio, saludó mostrándole una palma, y Linnea se quedó mirando cómo se alejaban por el camino.

Terminaron la limpieza del patio a eso de las doce y media, apagaron las brasas con agua y se encaminaron hacia las tierras bajas, llevando los recipientes con el almuerzo, Roseanne y Jeannette iban saltando, tomadas de la mano y cantando. Alien Severt encontró una culebra y la usó para atormentar a las chicas. Patricia Lommen caminaba junto a Kristian y los brazos de ambos se rozaban. Encontraron un claro soleado junto a Littie Muddy y se dejaron caer sobre la hierba para comer el almuerzo sin prisa. Algunos de los niños intentaron vadear el arroyo, pero todavía estaba helado. Entonces se dedicaron a explorar, buscando nidos de patos a lo largo de las orillas, metiendo ramas en hormigueros, observando el avance de un par de orugas verdes.

En un momento dado, Linnea miró el reloj y decidió que ya era hora de buscar el árbol para que pudiesen regresar con tiempo suficiente para plantarlo. Eligieron una rama recta de aspecto vigoroso, con una brillante corteza plateada y gruesos brotes del color del pistacho. Los niños más grandes cavaron para sacarlo y lo pusieron en un cubo para transportarlo hacia la escuela.

Constituían un espectáculo encantador, desfilando por la pradera en una fila desordenada, los más pequeños saltando persiguiendo a las ardillas, los mayores turnándose para llevar el árbol. Estaban cruzando el campo de Irigo que quedaba al Noreste de la escuela, ya divisaban la campana de la torre cuando una corriente helada se precipitó por la planicie y una gran bandada de mirlos levantó vuelo, lanzando chillidos roncos. Los más pequeños temblaron; Roseanne se levantó la falda y la usó como capa.

Delante de Linnea, Libby se detuvo, señaló hacia el Oeste y dijo:

– ¿Qué es eso?

Todos se detuvieron para ver: una sólida masa blanca se desplazaba rápidamente hacia ellos.

– No lo sé -respondió una voz temerosa-. Señora Westgaard, ¿qué es eso?

¿Langostas? Alarmada, Linnea se puso tensa. Había oído decir que las langostas llegaban en legión y devastaban todo lo que tocaban. Pero era demasiado pronto para las langostas. ¿Polvo? También el polvo podía levantarse de repente y oscurecer todo el cielo. Pero el polvo era oscuro, no blanco. Todos se quedaron inmóviles, mirando fascinados, esperando, mientras ese muro blanco avanzaba hacia ellos. Unos segundos antes de que los alcanzara, alguien pronunció la palabra:

– Nieve…

¿Nieve? Linnea jamás había visto una nieve como esa. Los castigaba como si estuviese formada por miles de puños, envolviéndolos en un vacío incoloro, trayendo consigo un viento feroz que tiraba de las raíces del cabello y apretaba la ropa contra el cuerpo.

Dos niños gritaron al quedar repentinamente aislados de la vista de todo lo que los rodeaba. Linnea tropezó con un cuerpo tibio y lo hizo caer, provocando un grito de susto. ¡Dios querido, no podía ver a un metro y medio delante de sí! Ayudó al niño a ponerse de pie y tanteó, buscándole la mano.

– ¡Niños, tomaos de las manos! -gritó-. ¡Rápido! Aquí, Tony, sujétate de mi mano -ordenó al niño que estaba detrás de ella-. Colocaos todos detrás de mí, orientándose por la voz, y agarraos de la persona que tengáis más cerca. ¡Correremos todos juntos! -Tuvo la presencia de ánimo para pasar lista antes de avanzar-. Roseanne, ¿estás ahí? ¿Sonny? ¿Bent?

Pronunció los catorce nombres.

Todos dieron el presente, y luego siguieron por entre las filas de trigo, y los más pequeños, que iban descalzos, lloraban. Pasaron sólo unos minutos y ya no tenían el trigo para guiarse, y Linnea rogó para sus adentros que estuviesen yendo en la dirección correcta. En medio de ese torbellino blanco se perdía todo sentido de perspectiva, pero se mantuvieron aferrados unos a otros, en una fila un poco caótica de seres aterrados, y lucharon por atravesarlo. Estos copos de nieve no eran como los habituales a fines de la primavera, gordos y saturados, de esos que aterrizaban con una salpicadura y desaparecían de inmediato. Estos eran duros y secos como los de pleno invierno, acarreados por un espantoso frente de aire gélido.

No tuvieron ni idea de que estaban cerca de la escuela hasta que Norna se topó de cabeza con uno de los álamos que formaban la Linnea de protección. Rebotó contra el árbol y cayó sentada con fuerza, arrastrando a otros dos con ella.

– Vamos, Norna.

Ya estaba Raymond ahí para ayudarla a levantarse y seguir andando, mientras Linnea, Kristian, Patricia y Paul dirigían a los pequeños que quedaban, y cruzaban juntos el patio. Era increíble pensar que, hacía sólo unas horas, habían estado allí, despreocupados, rastrillando.

No tenía sentido intentar, siquiera, encontrar los zapatos que habían dejado sobre la hierba, pues ya estaban sepultados. El tembloroso grupo subió pesadamente los escalones, y los que iban descalzos lloraban porque se lastimaban los pies.

Una vez dentro se quedaron arracimados temblando, recuperando el aliento. Roseanne se dejó caer, gimiendo, para revisar el pie lastimado.

Linnea los contó, comprobó que estaban todos presentes, y de inmediato procedió a dar órdenes.

– Kristian, ¿estás en condiciones para hacer un viaje más afuera?

– Sí, señora.

– Ve a traer el carbón.

Antes de que terminase de decirlo, el muchacho ya iba hacia la carbonera.

– Raymond, tú ve a buscar agua.

Allá fue Raymond, pisándole los talones a Kristian, recogiendo el balde para el agua de paso,

– ¡Espera, Raymond! -le gritó. Se conocían casos de ventiscas como esa en que se habían perdido personas entre la casa y el cobertizo, cuando salían a cumplir las tareas vespertinas-. Kristian puede guiarse por el contorno del edificio, pero tú no. Súbete a la escalera y desata la cuerda de la campana.

– Sí, señora.

Sin vacilar, Raymond se dirigió hacia el guardarropa.

– Paúl, acompáñalo y sostén la punta de la cuerda mientras él llega hasta la bomba. Los que estéis descalzos, quitaos la ropa interior y secaos los pies. Chicas, compartid las enaguas con los varones. No os preocupéis si se ensucian: después, cuando volváis a vuestras casas, las madres podrán lavarlas. Ya sé que se os están congelando los pies, pero, en cuanto Kristian traiga el carbón, estaréis calientes como tostadas. ¿A quiénes les queda algo del almuerzo en las marmitas?