El semblante de John se mostró escéptico, pero tenía las cejas cubiertas de blanco.
– No me gustan mucho los espacios cerrados, Teddy.
Theodore palmeó la rodilla del hermano.
– Lo sé. Pero estoy convencido de que tenemos que intentarlo. Hace demasiado frío para quedamos aquí, en el viento.
John lo pensó un minuto y asintió.
– Está bien, si tú crees que es lo mejor.
Se bajaron juntos y, con dedos rígidos, sacaron los arreos. Sacaron el balancín, lo apoyaron en el suelo y debajo apilaron harina, azúcar y sacos con semillas, para luego apartar la nieve con los pies y despejar un lugar para sí mismos lo mejor que pudieron. Cuando voltearon la carreta, cayó sobre los sacos, quedando lo bastante levantada para que pudiesen meterse por debajo de la abertura. Amarraron los caballos a una rueda y Theodore se arrodilló.
Primero pasó la pistola y después él, de lado, temblando, abrazándose y viendo cómo las pesadas botas de John se removían en el otro lado de la abertura.
– Vamos, John. Es mejor que quedarse a merced del viento.
Dentro de la caverna así formada sus palabras quedaban amortiguadas. Vio removerse otra vez las botas de John, hasta que al fin se bajó, rodó para meterse debajo de la carreta y se tendió de cara a la estrecha faja de luz con ojos dilatados y vidriosos.
Los guijarros y los tallos secos de la hierba del año anterior se le clavaban a Theodore en el torso y, a pesar de los esfuerzos que habían hecho para quitar la nieve, quedó un poco. Se le derritió en un lado de la camisa y se le pegó a la piel en heladas compresas. Algo con púas lo pinchó a través de la manga y se le hincó en la parte blanda del brazo.
– Mejor tratemos de ponemos cómodos. -Theodore se incorporó como pudo, intentó apartar los guijarros y las hierbas secas de debajo de sus costillas y luego se tendió con el codo flexionado bajo la oreja. A su lado, John no se movía. Le tocó el brazo-. Eh, John, ¿estás asustado? -John temblaba violentamente en la penumbra y Theodore podía distinguir los rígidos movimientos de su cabeza a la luz difusa-. Sé que no te gusta mucho estar encerrado, pero no creo que estemos mucho tiempo. La nevada tiene que acabar.
– ¿Y si no?
– Entonces vendrán a buscamos.
– ¿Y… qué pasará si no vienen?
– Lo harán. Linnea nos vio cuando íbamos para el pueblo. Y ma sabe que todavía no regresamos.
– Hace años que mamá no monta un caballo y, además, si nosotros no pudimos pasar, ¿cómo va a pasar ella?
– La nieve podría acabar, ¿no es cierto? ¿Cuánta nieve crees que puede caer, teniendo en cuenta que ya casi estamos en mayo?
Pero John se limitó a contemplar la luz diurna que se filtraba por las grietas de la carreta, petrificado y trémulo.
– Vamos, tenemos que hacer todo lo que podamos para mantenernos abrigados. Tenemos que sumar el poco calor que logremos.
Theodore se encaramó y se acurrucó contra la espalda de John, rodeándolo con un brazo y estrechándolo contra si. El hermano apoyó el brazo encima del de él y sus dedos fríos se cerraron sobre el dorso de la mano de Theodore, estrujándolo.
La voz de John estaba agudizada por el pánico:
– ¿Recuerdas cuando mamá acostumbraba hacemos meter en ese agujero, cuando se aproximaba una tormenta grande, en verano?
Theodore lo recordaba muy bien: a John siempre le había aterrado el sótano. Lloraba y rogaba que lo dejaran salir todo el tiempo que permanecían esperando que pasara la tormenta.
– Lo recuerdo. Pero ahora no pienses en eso. Mira la luz y piensa en algo grato. La época de la cosecha, por ejemplo. No hay época mejor que la de la cosecha. Montar la segadora guiándola a través de la pradera, bajo ese cielo tan azul que parece que podrías bebértelo y el trigo dorado y brillante.
Mientras la voz sedante de Theodore penetraba en él, los ojos fijos de John estaban clavados en la tranquilizadora grieta de luz. Cada tanto, entraban remolinos de nieve empujados por una contracorriente, tocándole las mejillas y las pestañas. Arriba silbaba el viento, haciendo girar una de las ruedas del vehículo con un retumbo sordo que reverberaba sobre la madera que les cubría la cabeza.
Después de un rato, Theodore soltó con delicadeza la mano del apretón desesperado de John.
– Pon las manos entre las piernas, John, así estarán más calientes.
– ¡No! -Los dedos de John se aferraron como garras-. Por favor, Teddy.
Al estar más cerca de la abertura, John sufría el peor embate del frío, pero tenía más miedo del encierro que de congelarse, y Theodore lo tranquilizó:
– Sólo voy a poner mi brazo sobre el tuyo, ¿está bien?
Cubrió el brazo del hermano y cuando le tocó el dorso de la mano lo sintió como de hielo,
– La nieve es un buen aislante. Pronto estaremos tan bien cobijados como un gato en una leñera.
La necesidad de tranquilizar a John mantenía a raya su pánico. Pero, en cuanto se calló, volvió a amenazarlo. "Piensa con sensatez. Planea", pensó. ¿Planear qué? ¿Cómo mantener el calor estando vestidos con camisas de algodón? Además, como ninguno de nosotros fuma, no tenemos cerillas siquiera para quemar la carreta si fuera necesario." Incluso unos días atrás habían dejado de usar la larga ropa interior de invierno, cuando el tiempo empezó a ponerse cálido. Nada podía ayudarlos, salvo que dejara de nevar. Y si no dejaba…
No tendrías que haber atado a los caballos.
Oh, vamos. Teddy. Basta con uno de los dos atacado por el pánico. Hace sólo veinte minutos que estás aquí abajo. Tiene que pasar más tiempo para morir congelado.
Pero ya sentía partes del cuerpo que comenzaban a helarse. Ahí acostado, pensó en los caballos hasta que ya no pudo contenerse.
– Escucha, John -dijo, con la voz más despreocupada que pudo-. Tengo que salir un minuto.
– ¿Para qué?
Maldito seas John: te has pasado la vida sin hacer preguntas. Buen momento elegiste para empezar a hacerlas.
– Necesito orinar -mintió-. Pero tú quédate aquí. Creo que puedo pasar por encima de ti.
Cuando salió, se asustó al ver la rapidez con que se había acumulado la nieve alrededor del improvisado refugio: ya era tanta que impedía girar a la rueda libre. Desenrolló las riendas de la rueda y, a pesar del frío, se tomó un momento para acariciar afectuosamente el hocico de cada uno de los caballos, susurrándoles en las orejas:
– Eres una buena chica, Toots… Tú también, Cub. Recuérdalo.
Tenían las grupas hacia el viento y las cabezas bajas. A pesar de la nieve que relucía en las crines enredadas, aguardaban parados, sin importarles lo que sucediera.
Tal como ha hecho John toda la vida.
Las ideas fatalistas no le harían demasiado bien y, apartándolas de la cabeza, Theodore se apoyó en una rodilla. Cuando tocó uno de los sacos de semillas de maíz, tuvo una súbita inspiración. Se agachó más y espió por la abertura.
– Ponte de espaldas, John. He conseguido algo más cálido sobre lo cual tendemos. -Sacó una navaja del bolsillo y la hundió en el saco, haciendo un gran tajo. A medida que el grano caía, iba empujándolo bajo la carreta con las dos manos. Estaba tibio con el calor atrapado en su interior-. Extiéndelo ahí, John.
Sólo tenía tres sacos para desparramar, pues los otros eran necesarios para sostener la carreta levantada y dejarles una brecha. Pero, cuando quedó distribuido el contenido de los tres sacos, el maíz constituyó un lecho mucho más cómodo. Otra vez acurrucados, vientre contra espalda, los dos hombres se instalaron encima, absorbiendo su calor.
Estuvieron así un rato, hasta que John preguntó:
– No saliste a mear, ¿verdad?
Sorprendido, Theodore sólo atinó a mentir:
– Claro que sí.
– Pienso que saliste para soltar a Cub y a Toots.
Theodore pensó otra vez. Buena hora elegiste para volverte perspicaz, hermano.
– ¿Por qué no cierras los ojos y tratas de dormir un rato? Así el tiempo pasará más deprisa.
Pero el tiempo nunca había avanzado más lentamente. Después de un rato, el grano se desplazó y se quedaron otra vez tendidos sobre guijarros y palillos. El poco calor que habían absorbido se acabó. Empezaron los temblores… primero en John y, en un momento dado, en Theodore. Vieron cómo la luz blanquecina del día se convertía en la púrpura del atardecer.
Estuvieron largo rato en silencio, hasta que John dijo:
– Teddy, tú y la pequeña señorita, ¿habéis discutido?
En la garganta de Theodore se formó un nudo. Cerró los ojos y trató de tragarlo, negándose a entender por qué John había abordado semejante tema en un momento como ese.
– Sí -logró decir.
John no preguntó. John nunca preguntaba.
– Está embarazada y yo… eh, me puse muy furioso por eso y le dije que no quería tener más hijos.
– No deberías haber hecho eso, Teddy.
– Lo sé.
Y, si se congelaban y morían bajo esa maldita carreta, nunca tendría oportunidad de decirle a su mujer cuánto lo lamentaba. Le llenó la mente su imagen, tal como la había visto la última vez: de pie con el rastrillo en la mano, protegiéndose los ojos con la otra, los niños diseminados alrededor como una bandada de pinzones y detrás el edificio blanco de la escuela con la puerta abierta de par en par. Evocó la fila de álamos que empezaban a verdear en las puntas, la zanja bordeada de lirios silvestres, Kristian rastrillando cerca de la orilla… las dos personas que más amaba en el mundo, y se había mostrado brusco con los dos. Linnea había agitado la mano y saludado, pero él, obstinado, casi no le respondió. Cuánto deseaba ahora haberlo hecho. Sentía angustia y ganas de llorar. Pero, si lloraba, ¿quién impediría que John se diese por vencido?
Para empeorar las cosas, de repente. John explotó. Apartó el brazo de Theodore y se arrastró sobre el vientre en dirección a la libertad.
– No puedo soportarlo más. Tengo que salir de aquí unos momentos.
Theodore lo atrapó por los tobillos.
– ¡No! Vuelve aquí, John, aquí abajo no se está muy bien, pero es peor afuera. La temperatura sigue bajando y te congelarías casi de inmediato.
– Déjame ir, Teddy. Sólo un minuto. Tengo que salir antes de que caiga la noche y no pueda ver más.
– Está bien. Saldremos juntos, veremos a los caballos y la nieve. Veremos si está disminuyendo.
Pero no era así. A los caballos la nieve casi les llegaba hasta la barriga y la carreta ya era un altozano sólido. La única abertura estaba del lado de sotavento, donde el viento se arremolinaba dejando un espacio de treinta centímetros para que pudiesen acceder arrastrándose. De pie, Theodore se abrazaba, viendo cómo John se estiraba y hacía inspiraciones profundas, alzando la cara al cielo. Ese maldito tonto se congelaría los dedos si no metía las manos bajo los brazos.
– Ven, John, tenemos que volver a metemos ahí abajo. Aquí hace demasiado frío.
– Ve tú. Yo me quedaré aquí un minuto.
– ¡Maldita sea, John, te congelarás! ¡Ven aquí abajo de inmediato!
El tono severo provocó en John una inmediata docilidad.
– E…está bien. Pero tengo que estar otra vez cerca de la abertura, ¿de acuerdo, Teddy?
El infantil ruego hizo que Theodore se arrepintiese enseguida de haberle regañado.
– De acuerdo, pero date prisa. Si nuestras manos no están ya congeladas, pronto lo estarán.
Ya de vuelta en la madriguera, John preguntó:
– ¿Todavía sientes los dedos, Teddy?
– No estoy seguro, ni estoy dispuesto a pensarlo.
Callaron otra vez. Pronto, el mundo que los rodeaba fuera del refugio se tornó completamente negro.
– Creo que se me ha congelado la nariz -farfulló John.
– Bueno, si girases para acá de cara al interior o me dejaras a mí estar de ese lado por un rato podría deshelarse. Como sea, ¿qué diferencia hay ahora? Fuera es de noche y está tan oscuro como aquí dentro.
Lo único que dijo John fue;
– Por lo menos tengo un agujero para respirar.
Gozaron del milagro de dormirse.
Theodore despertó, desorientado. Junto a él, John estaba demasiado inmóvil, y Theodore buscó su cara en la oscuridad: la sintió helada. Pero quizá lo que estuviese helada fuera su propia mano.
– Tienes que darte la vuelta. Vamos, no discutas.
Esa vez, John se sometió. Theodore lo rodeó con los brazos y lo abrazó como si fuese un niño, procurando apaciguar su propio miedo. No podían morir de ese modo. Sencillamente no podían. ¡Pero si cuando salieron de la casa su madre tenía sábanas colgando a secar y pan cociéndose en el horno! A esas alturas, ya estaría horneado y guardado en la panera. Un día de esa semana irían de pesca con Ulmer. Y Kristían terminaría el octavo grado dentro de cuatro semanas. ¿Qué diría Kristian si su propio padre faltaba a la ceremonia? ¿Y Linnea? Oh, su dulce Linnea creía que aún estaba enfadado con ella. E iba a dar a luz al hijo de los dos. No podía morirse sin ver a su hijo. Yaciendo en la lóbrega negrura bajo la carreta con su hermano temblando en sus brazos, a Theodore le parecieron todas razones válidas para que la nevisca no ganase la partida.
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