Le dolían mucho las costillas. No tenía sensaciones en los píes y, cuando intentaba levantar la cabeza del maíz, le palpitaba. Pese a todo, se adormiló de nuevo, aunque un pensamiento impedía que se durmiese del todo… algo que tenía que decirle a Linnea cuando la viese. Algo que tendría que haberle dicho la noche anterior.
Se despertó otra vez, sintiendo la respiración firme de John en la cara. Se preguntó cuánto tiempo habría pasado, si seguía siendo la primera noche. Se sentía desorientado y misteriosamente ingrávido, como si tuviese todo el cuerpo lleno de aire tibio y movedizo.
No podía pensar con claridad. ¿Estaría cerca del fin? ¡No!
Empujó a John de espaldas.
– ¿Qué…?
– Despierta, John. Sal de aquí. Pienso que tenemos que movernos, pues, de lo contrario, nos congelaremos más, si es que no lo estamos ya.
– No sé si puedo.
– ¡Inténtalo, maldición!
Salieron rodando, tambaleándose. La ventisca estaba peor que nunca. Los embistió con el mismo muro invencible de nieve y viento, como antes. Los caballos aún estaban ahí, leales, esperando. Relincharon, sacudieron las cabezas e intentaron moverse, pero se lo impidió la acumulación de nieve que tenían debajo de las barrigas.
Con dificultad, los hombres se abrieron paso hacia los animales.
– Pon las manos junto a la nariz de Cub. Tal vez así se calienten -le indicó Theodore.
Permanecieron junto a las cabezas de los caballos, tratando de calentarse con cualquier cosa que pudiese proveerles el mínimo de calor. Pero era inútil, Theodore lo sabía.
Una luz tenue empezaba a asomar en el cielo por el Este, a través de la nevada. Trató de aprovechar esa luz para mirar el reloj y lo único que logró fue descubrir que sus dedos ya no eran capaces de manipular el delicado cierre para abrir la lapa. Volvió a guardarlo en el bolsillo, aferró la cabeza de Toots apoyando la mejilla contra la crin y preguntándose si un hombre sabía cuándo traspasaba sus propios límites: la hora exacta, el minuto exacto en que era necesario manipular al destino si quería sobrevivir.
Había un único modo. Pero se resistía a usarlo, había estado resistiéndose durante las pavorosas horas de confinamiento de esa larga noche, mientras intentaba calentar su cuerpo tembloroso contra el de su hermano, consciente de que el rifle estaba ahí mismo, a su espalda. Se abrazó a la cara de Cub, pronunciando una disculpa que la bestia no podía entender.
Apretó los labios contra el hueso, encima de la nariz aterciopelada. ¿Cuántos años hacía que conocía a estos caballos? Toda su vida. Antes de que él tuviese edad suficiente para sujetar las riendas, habían sido de su padre.
Fue con ellos donde aprendió a emplear términos y tonos de mando. Al compás de su paso largo había aprendido a controlar una fuerza lo bastante grande para matar, si se volvía contra él. Pero nunca mató. Cub. Toots. Su querido tiro. Los que se quedaban en la granja en invierno. Más viejos que todos los demás, pero con tanto corazón que, en ocasiones, la comprensión de que hacían gala casi parecía humana. En sus años, le habían brindado una buena vida. ¿Podía ahora pedirles que le diesen la vida al costo de la suya propia?
Dio un paso atrás para fortalecerse, convenciéndose de que eran animales estúpidos y nada más.
– John, trae mí arma.
– ¿Qu.,.qué v…vas a ha…acer?
Los dientes de John entrechocaban como la cola de una víbora.
– Tú ve a buscarla.
– ¡N…no! ¡N…no voy!
Era la primera vez en su vida que John desafiaba al hermano.
Lanzando un juramento quedo, se arrodilló y sacó el arma de abajo de la carreta. Aún no había tenido tiempo de levantarse cuando John aferró el cañón del arma y lo apuntó al cielo. Se miraron a los ojos, los dos obsesionados y ninguno sintió el negro metal en los dedos congelados.
– ¡No.Teddy!
Theodore amartilló el arma, y el chasquido metálico fue como el sonido de la fatalidad.
– ¡No, T…Teddy, no pu…puedes!
– Tengo que hacerlo, John.
– N…no… p…prefiero morir con…congelado.
– Y eso te pasará si no lo hago.
– No in… me im…importa.
– Piensa en mamá, en los demás. A ellos les importa. A mí me importa, John- -Se quedaron un momento más con las miradas fijas uno en otro, mientras pasaban minutos preciosos y la ventisca rugía-. Suelta el arma. Tus dedos ya están congelados.
Cuando apartó la mano, John dejo caer la cabeza. Toda su actitud era de abatimiento, de abyección, sin notar que el viento aullaba sobre su cabeza arrojándole astillas de hielo contra el cuello.
Theodore se quedó de pie junto a Cub, temblando entero, con las mandíbulas tan apretadas que le dolían más que cualquier otra parte del cuerpo. Sentía un nudo de emoción en la garganta que no podía tragar ni expeler. Estaba ahí atascado, ahogándolo. "Lo siento, viejo", quiso decir pero no pudo. El corazón le martilleaba cuando levantó el rifle y comprobó que no podía ver por la mira. Levantó la mejilla de la culata, se enjugó las lágrimas con rudeza y apuntó de nuevo. Cuando apretó el gatillo, ni lo sintió, pues tenía el dedo congelado. Disparó un segundo tiro rápidamente sin darse tiempo a pensar ni a ver.
Algo parecía decirle, "hazlo, simplemente. Haz lo que tienes que hacer y no pienses". Abrió la navaja de bolsillo con los dientes, porque no podía manipularla. La hoja helada le arrancó una tira de piel de la lengua, y otra vez no sintió nada. Se había cerrado a las sensaciones y se movía con torva decisión que le endurecía los planos del rostro y hacía que los ojos parecieran carentes de expresión. Hundió el cuchillo hasta el mango, cerrando la mente al chorro escarlata que manchó la nieve inmaculada a sus rodillas. Hizo un tajo donde cupiesen las dos manos y ordenó:
– ¡Ven aquí, John!
Como John no se movía, Theodore se incorporó de un salto, lo hizo girar tomándolo de los hombros y dijo, entre dientes:
– ¡Muévete! -Inflexible, le dio un empujón al hermano que lo hizo caer de rodillas-. Mete las manos ahí. ¡No es momento de ponerse quisquilloso!
Por las mejillas de John corrían las lágrimas mientras metía las manos por la resbaladiza abertura caliente y húmeda.
Sin piedad, Theodore se ocupó de aprovechar el calor del segundo animal. Mientras se le deshelaban las manos, se obligó a apartar la mente de toda conciencia de lo que apretaba su carne. En cambio pensó en Linnea, en su cabello restallando en el viento, su rostro iluminado por la risa, el reloj de oro en el pecho, el niño en su vientre. Cuando sus manos recuperaron las sensaciones, el dolor fue intenso. Apretó los dientes y se meció sobre las rodillas, tragándose el grito que John no debía oír.
Pero lo peor estaba por llegar.
Cuando las manos se le entibiaron lo suficiente para poder sostener el cuchillo, se arrodilló junto al cadáver tibio, cerró los ojos e hizo varias aspiraciones profundas, tragando el nudo de la garganta y le ordenó a John;
– Saca el cuchillo y quítale las vísceras.
Mientras Theodore emprendía el sombrío cometido, John permaneció de rodillas inmóvil, estupefacto.
– ¡Hazlo, John!
El terror, la náusea y la compasión estrujaron el cuerpo de Theodore mientras hacía lo necesario, rígido, apartando de su mente el asco. Tuvo que levantarse varias veces para volverse y respirar aire no contaminado y recuperar fuerzas. Todo ese tiempo, John siguió arrodillado junto al cuerpo inerte de Tools, sacudiéndose de la impresión, incapacitado de llevar a cabo ni la acción más insignificante.
Para cuando terminó, aunque fuese difícil creerlo, Theodore estaba sudando. Fue un trabajo arduo, pues el esqueleto del caballo era pesado y difícil de manejar. Buena parte tuvo que hacerla al tacto, inclinándose mucho, con la mejilla apoyada contra el familiar pellejo pardo mientras cortaba.
Cuando por fin se puso de pie, mareado y débil, supo que John no podía ayudarlos a ninguno de los dos.
– Métete, John, Yo te ayudaré.
Con la mirada fija y los ojos vidriosos, John negó con la cabeza. La nieve había vuelto a amontonarse junto a sus rodillas y las manos ensangrentadas yacían, inmóviles, sobre los muslos.
Desesperado, él también próximo al colapso, Theodore sintió que se le formaban lágrimas de angustia en los ojos. Pero no supo si le caían por las mejillas, porque las tenía ateridas.
– ¡Maldita sea, John, no puedes morir! ¡No te dejaré! ¡Métele ahí!
Por fin, al comprender que John no podía tomar decisiones ni moverse, Theodore lo hizo levantarse, lo empujó hacia atrás, lo sostuvo y abrió el cadáver.
– Dóblate. Si te acurrucas como una bola, entrarás.
Levantar ese peso muerto en los brazos era un esfuerzo tremendo, y a Theodore le temblaban los brazos y se le aflojaban las rodillas. Si John no se movía pronto, seria demasiado tarde.
En el preciso momento en que creyó que tendría que dejarlo caer, John apretó las rodillas y se metió. Se oyó un patético gemido, pero Theodore no podía perder tiempo.
Fue más difícil eviscerar el segundo caballo que el primero, porque iban agotándosele las energías. Con voluntad de acero, siguió forcejeando, sin hacer caso del olor y la visión del vapor que se elevaba desde las entrañas caídas en la nieve ni de los sollozos de John. Una vez necesitó descansar, cercano al agotamiento, sujetándose con las manos la cabeza gacha. La hoja del cuchillo se quebró en un hueso y desistió de luchar imposibilitado de seguir esforzándose. En medio de una turbia niebla, se deslizó dentro de esa tibieza dadora de vida pero, cuando forcejeaba para meterse dentro, su mente se despejó por unos instantes y por fin recordó lo que tenía que decirle a Linnea.
Poniéndose a gatas, se arrastró por la nieve tanteando en busca del cuchillo roto, llevándolo consigo mientras se metía por última vez bajo la carreta.
Tendido de espaldas en la penumbra, imaginó las letras tal como ella se las había enseñado: L de lutefisk. I de iglesia; N de no pudo recordar de qué, pero no necesitaba saberlo. A esas alturas, podía escribir de memoria el nombre de ella.
– Lin -trazó en la nieve, a ciegas-, lo siento.
Le zumbaban los oídos. Sentía la cabeza diez veces más voluminosa que de costumbre. Alguien se arrastraba por la nieve con manos ensangrentadas, ¿Qué motivo podía tener nadie para hacer algo semejante? Con piernas de plomo, volvió a su destino sin sentir el hedor ni los coágulos, ni advertir que se había desgarrado la camisa y arañado el vientre y la espalda mientras se metía dentro. Una vez allí, emocional y físicamente exhausto, perdió la conciencia.
En la escuela, a poco menos de diez kilómetros, una chica se frotaba los ojos llorosos y gemía:
– Pero a mí no me guztan laz pazaz.
Linnea, que tenía los ojos enrojecidos, obligándose a hablar con paciencia y a calmar a Roseanne cuando lo que en realidad quería era llorar, dijo:
– Cómelas, tesoro. Es lo único que tenemos.
Cuando Roseanne se alejó a gatas, ahogando el llanto con un puñado de pasas pegajosas. Linnea, abatida, tiró otra vez de la cuerda de la campana y se aferró a ella con las dos manos, con los ojos cerrados y la frente apoyada contra el áspero sisal, mientras el melancólico tañido resonaba como una endecha. Afuera, el viento arrastraba el trémulo sonido y lo transportaba sobre los campos blancos. Un minuto después llevaría otro… luego otro… y otro…
23
La nevisca duró veintiocho horas. Durante ese tiempo cayeron casi cincuenta centímetros de nieve. Justo antes del anochecer del segundo día, hombres con raquetas para la nieve rescataron a los niños utilizando toboganes. El primero en llegar a la escuela fue Lars Westgaard. Metiendo las raquetas en un amontonamiento, abrieron la puerta y se encontraron con un círculo de rostros de expresiones aliviadas, tres de los cuales -sus propios hijos- lloraban de dicha. Pero al mismo tiempo que alzaba a Roseanne, aferrada a él como un mono y palmeaba las cabezas de Norna y de Skipp, que lo abrazaban, se encontró con la mirada angustiada de Linnea, que esperaba junto a Kristian.
– ¿Theodore y John? -preguntó en voz baja.
Lars no pudo hacer otra cosa que mover la cabeza apenado.
Una sensación de náusea le apretó el estómago y el pánico le oprimió el pecho. Entrelazo los dedos con los de Kristian, apretando con fuerza y mirándose en los jóvenes ojos preocupados.
– Es probable que estén sentados en la casa de alguien, en el pueblo, preocupándose por nosotros más de lo que nosotros nos preocupamos por ellos.
Kristian tragó con dificultad y musitó:
– Sí… es probable.
Pero ninguno de ellos estaba convencido.
Entraron los otros padres, sacudiéndose la nieve, y se calentaron junto al fuego. Cuando llegaron todos, se hicieron planes para la búsqueda, apagaron el fuego y la pequeña escuela quedó cerrada. Alguien había llevado raquetas de nieve para Linnea. Enfundada en un abrigo ajeno, echarpe y mitones. Kristian la llevó a la casa.
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