– Desmoronarme sería maravilloso.

– Ayúdame a despertar a los niños, y luego podrás hacerlo.

Un poco a rastras, un poco cargándolos, llevaron a los pequeños abajo, quienes tendrían que cubrir los largos trayectos en tobogán hasta sus respectivas casas tras sus agotados y angustiados padres, entre cuyas tareas del día se incluían los arreglos para el funeral del hermano, disponer de los cadáveres de dos caballos muertos y una carreta volcada. Lo único bueno que, en el mejor de los casos representaba una ironía, fue ver lo rápido que se había derretido al menos la mitad de la nieve.

El sol se desperezó, salpicando la pradera con su tardío calor, pintando el cielo y la nieve de intensos rosados y naranjas, y luego subió en un cielo lozano, claro como una cascada.

Entraba a raudales por la ventana este del cuarto de Theodore cuando Linnea se asomó a la entrada, vacilante.

Junto a la cama, Nissa estaba hundida en la dura silla de la cocina con la barbilla apoyada en el pecho y los dedos laxos entrelazados sobre el vientre. Linnea pasó la mirada a la cama y ahogó una exclamación. Parecía tan consumido, macilento… e innegablemente viejo. En lugar del color saludable de costumbre, tenía el color de la cera. La carne que rodeaba los ojos cerrados tenía un leve tono azulado. Parecían habérsele afilado los pómulos hasta tener la apariencia de hojas capaces de cortar la carne en cualquier momento. Las mejillas estaban hundidas, y sobre ellas brillaban las manchas más claras, señales de la congelación que había necrosado la piel. Tenía barba de – ¿cuánto tiempo?- dos, casi tres días. Tuvo la sensación de que hacía años que había saludado a la carreta con la mano, desde el terreno de la escuela. Contemplando la mandíbula y la barbilla con la barba y las patillas crecidas, volvió a apenarse por todo lo que él había pasado.

Miró a Nissa, pobre madre afligida. Qué trágico era sobrevivir a los propios hijos. Linnea entró en la habitación y tocó el hombro abatido.

– Nissa.

La cabeza de la anciana se irguió. Las gafas habían resbalado por la nariz.

– ¿Ha empeorado?

– No. Está igual. ¿Por qué no va a su cuarto a acostarse, y yo me quedaré a cuidarlo un rato?

Nissa flexionó los hombros, metió los dedos bajo las gafas y se frotó los ojos.

– No… estaré bien.

Linnea comprendió que sería inútil discutir.

– Está bien, entonces le haré compañía.

– Agradezco la compañía y, como no hay más sillas aquí, tendrás que…

– Esta servirá.

Arrastró un pequeño taburete bordado cerca de la silla de Nissa. Se sentó en él y se sujetó los tobillos con las dos manos. El cuarto olía a alcanfor y a linimento. Fuera cantó un gallo y un petirrojo anunció, vocinglero, la mañana. Dentro, al ritmo regular de la respiración de Theodore, pronto se sumó el ronroneo del suave ronquido de su madre.

Cuando Linnea la miró, vio que la anciana estaba a punto de caerse de la silla.

La despertó con delicadeza.

– Vamos, Nissa. No puede mantener los ojos abiertos y, así, no le hace ningún bien a Teddy.

Ya sin que le ofreciera resistencia, sujetándola contra el costado la llevó al dormitorio contiguo.

– Bueno… está bien… sólo un minuto. -Nissa se dejó caer sobre la cama y se apoyó en la almohada sin quitarse siquiera las gafas.

Mientras Linnea se las sacaba de la nariz, farfulló-:…sopa de pollo sobre la cocina.

– Shh, querida. Yo me ocuparé de él. Ahora descanse.

Antes de salir de la habitación, aflojó los cordones y le sacó los zapatos negros de caña alta, y por fin le puso un cobertor sobre los hombros.

Regresó al cuarto conyugal y se paró junto a la cama, examinando el rostro macilento de Theodore. Ya no parecía estar lanzando un grito silencioso. Le rozó suavemente con dos dedos las cejas, las sienes. Besó la comisura de la boca: la piel estaba fresca y seca. Tocó un mechón de cabello, limpio pero desordenado, que empezaba a rizarse en las puntas. Observó cómo subía y bajaba el pecho. Las manías le cubrían el torso y, por encima, se veía la exhumada camiseta de invierno, abotonada hasta la garganta, donde las sombras de la mañana delineaban la palpitación del pulso.

Las manos yacían sobre las sábanas. Tomó una, que estaba laxa, con su piel callosa y dura. Evocó esa mano arreglando arneses, acariciando la barriga de una yegua preñada, bajando la oreja de Cub para susurrarle algo… y luego agarrando el mango de un puñal para eviscerar a sus animales bienamados.

Una vez más, las lágrimas le quemaron los párpados y, esta vez, cuando le besó la sien, se demoró aspirando la fragancia de su carne viva, del cabello, sintiendo el latido tranquilizador bajo los labios. "Oh, Teddy, Teddy, el niño y yo estuvimos tan cerca de perderte… Estaba muy asustada. ¿Qué habría hecho sin ti?"

Se tendió junto a él sobre las mantas, apretando el estómago contra el costado del esposo, pasándole un brazo por la cintura y, por un rato, se durmió con el hijo apretado entre los dos.

La tos de Theodore la despertó. Se sentó, escuchando para descubrir señales de congestión, y, levantándose de la cama, subió las mantas hasta las orejas. Se sentó en la silla que había al lado de la cama, para vigilar.

Permaneció quieto casi todo el tiempo, salvo una vez, que rodó de costado, aunque no con la loca agitación de las pesadillas sino con movimientos lentos y fatigados, como alguien que está demasiado exhausto para moverse rápido. No pronunció una palabra, ni un solo grito inconsciente provino de los horrores que había sufrido. Por el momento, parecía en paz.

Despertó cerca del mediodía, tan discretamente como había dormido. Acostado de espaldas con las manos sobre el estómago, abrió los ojos y volvió la cara hacia la almohada. Trató de enfocar, al mismo tiempo, las pupilas y la mente y, por fin, su mirada cayó en Linnea. Al hablar, su voz sonó como el crujir de cáscaras de nuez al romperse.

– ¿John?

La mujer sintió que se le bloqueaban garganta y la boca. El corazón se le ahogó de compasión. Temió ser la que estuviese presente cuando Theodore despertara y que le hiciera la pregunta a ella y, sin embargo, tal vez fuese mejor que Nissa y Kristian se ahorrasen la pena de responder.

Lo tomó de la mano.

– John no aguantó.

– Dile que se meta bajo la carreta -dijo Theodore con absoluta claridad. Apoyándose con esfuerzo en los codos, ordenó en un tono fantasmagórico aunque normal-: John, métete ahí-y luego hizo un movimiento como para levantarse y comprobar si lo obedecía.

Linnea se levantó de un salto, lo empujó hacia atrás y luchó por contener las lágrimas.

– Duérmete… por favor, Teddy… shh… shh…

Se dejó caer otra vez sobre la cama, cerró tos ojos y rodó hacia la pared, hacia los benditos brazos del sueño.

Aún dormía profundamente cuando Nissa entró para relevar a Linnea.

Y también esa tarde, cuando los hombres volvieron para convenir los arreglos del funeral. Linnea tomó otra vez el lugar de su suegra, y estaba sentada junto a la cama cuando Lars y Ulmer llamaron suavemente a la puerta del dormitorio. Lars preguntó:

– ¿Cómo está?

– Todavía duerme.

Los dos hombres entraron en silencio y contemplaron al hermano dormido. Ulmer estiró la mano para apartar el cabello de la frente de Teddy, y luego se volvió y apoyó la mano en el hombro de su cuñada.

– ¿Y tú cómo estás, jovencita?

– ¿Yo? Oh, yo estoy bien. No te preocupes por mí.

– Ma nos ha dicho que estás embarazada.

– Desde hace poco.

– Suficiente. Tómatelo con calma, ¿en? No quisiéramos que Teddy se encuentre con más malas noticias cuando despierte.

Echó otra mirada a Teddy, mientras Lars se inclinaba para darle un beso en la mejilla.

– Qué maravilla, Linnea. ¿Y qué tal si respiras un poco de aire fresco?

Linnea miró a Theodore.

– Prefiero no dejarlo.

– Vinimos con un par de caballos, limpiamos un poco, dimos la vuelta a la carreta y la trajimos aquí. Está junto al molino. En la caja hay algo tallado que pensamos que deberías ver.

La dejaron ir sola. La sombra del molino se extendía sobre la nieve que desaparecía con rapidez. En la tarde que moría, Linnea corrió hacia la carreta verde de ruedas rojas. Era fácil distinguir las palabras, pues Theodore mantenía todo en perfectas condiciones, hasta la gruesa capa de pintura verde de la caja de la carreta. Aunque las letras estaban un poco dispersas, podían descifrarse:

Lin, lo siento.

¿Más lágrimas? ¿Cómo era posible sentir más compasión, más amor de lo que ya sentía? Y sin embargo, sintió un dolor tan real mientras leía el mensaje como el que debía de haber sentido él escribiéndolo. Pasó los dedos sobre la pintura raspada, y lo imaginó tendido bajo la carreta volcada tallando las palabras, temeroso de morir sin decírselas, sin ver a su hijo.

El amor la desbordó mezclado con la pena, la desesperación y la esperanza, una mezcla de emociones provocada por esa mano del destino que elegía una vida y destruía otra.

Esa noche, cuando estaba sentada junto al lecho, Teddy abrió los ojos y ella vio, de inmediato, que estaba lúcido.

– Linnea -dijo casi en un graznido, extendiendo la mano.

Ella le tomó la mano, y los dedos de él se retorcieron y la tironearon.

– Teddy… oh, Teddy.

– Ven aquí.

Se sentó junto a él.

– No… adentro.

Así como estaba, con suéter, delantal y zapatos, se metió bajo las mantas, donde estaba caliente y él la esperaba para cruzar el muslo de ella sobre su vientre y apretarla como si fuese un náufrago y ella un sólido madero.

– Lo siento tanto, Linnea… tanto… No creí que…

– Shh.

– Déjame decirlo. Lo necesito.

– Pero ya he visto lo que tallaste en la carreta. Lo sé, amor, lo sé.

– Pensé que moriría, y que tú seguirías creyendo que no quería al niño, pero cuando estaba acostado bajo la carreta pensando que no volvería a verte, yo… me convencí de que el niño era un don de Dios, y que yo había sido demasiado terco para reconocerlo. Oh, Lin, Lin… qué tonto fui.

Ninguna cercanía le bastaba, ni podía besarla con suficiente fuerza para expresarle todo lo que sentía. Pero ella lo comprendió bien cuando la mano del esposo se ahuecó sobre su vientre, donde su simiente crecía sana y fuerte.

– Y yo creí que morirías en la nevisca y que no tendría oportunidad de decirte que ya sabía que no hablabas en serio. Pero estás vivo… oh, Teddy querido…

– Es tan bueno sentirte, eres tan cálida. Cuánto frío sentí bajo esa carreta. Abrázame.

Lo hizo, contenta, hasta que los temblores pasaron.

Al final, Linnea susurró:

– Teddy, John…

– Lo sé -dijo con voz amortiguada contra el pecho de la mujer-. Lo sé.

Lo sacudió una convulsión, y luego sus manos aferraron el suéter de Linnea y la atrajo con fuerza hacia él, mientras ella acunaba su cabeza, con los labios posados en su cabello. No hallaba palabras que decirle, y no lo intentó. Lo dejó inhalar su cuerpo tibio y vivo, aferrarse a él, extraer fuerzas de él, hasta que pasó lo peor. Cuando, al fin, Theodore habló, lo hizo por los dos:

– Si es un varón, lo llamaremos como él.

Una vida por otra… en cierto modo, encontraron consuelo en esa idea.

24

El funeral de John se celebró el Primero de Mayo, con una temperatura que alcanzó la insólita marca de veintiséis grados. No quedaban rastros de la nevisca que había asolado el campo, a no ser por el ataúd del hombre que había perdido la vida por causa de ella. Los lirios silvestres y los ranúnculos florecían como en una especie de euforia. En el cementerio que estaba junto a la pequeña iglesia rural, entre las lápidas, se veía multitud de flores primaverales.

En cambio, qué triste la escena junto a la sepultura. En un día como ese, cuando los niños debían estar recogiendo esas flores para los cestos de primavera, estaban rodeados por ellas formando un torcido flanco, cantando un himno de despedida con sus claras voces, dirigidos por la maestra, que tenía los ojos arrasados de lágrimas. Junto a ellos estaba la familia, rodeándolos, con los codos tocándose.

Cuando acabó la canción, Linnea reasumió su lugar junto a Theodore, que todavía estaba demasiado agotado para estar de pie durante toda la ceremonia y, por eso, estaba sentado en una silla de madera. La silla, con sus patas ahusadas hundidas en la hierba primaveral, parecía fuera de lugar. Era de esas a las que solían subirse los pequeños cuando aprendían a caminar, o que los hombres equilibraban sobre dos patas mientras decidían qué carta jugar, o que se veían con una chaqueta de trabajo colgada con descuido sobre el respaldo. Verla junto a la tumba arrancó nuevas lágrimas de los ojos de Linnea.

Pero no se trataba de la silla. Era Theodore el que la hacía llorar, sentado allí tan débil y macilento, formal en su duelo, sin cruzar las piernas en los tobillos ni en las rodillas. La brisa suave le ondulaba los pantalones y le apartaba el cabello de la frente. Todavía no había derramado una lágrima, aunque Linnea sabía que su dolor era mucho mayor que el de ella. Pero lo único que podía hacer era permanecer a su lado y oprimirle el hombro.