Y ahi estaba Nissa, escuchando al reverendo Severt hacer el elogio del hijo, hasta que al fin se quebró y se volvió hacia el ancho pecho de Lars en busca de apoyo, hasta que una segunda silla de cocina apareció desde algún sitio y la hicieron sentarse.
Los semblantes de los hermanos de John parecían vacíos; sin duda cada uno revivía recuerdos privados de ese hombre tierno y discreto al que habían protegido durante toda la vida.
El elogio fúnebre se prolongaba. A Linnea le extrañó que no reflejara ninguna de las cosas importantes: John removiendo los pies, tímido, mientras se asomaba por la puerta del guardarropa con el árbol de Navidad escondido a la espalda; John, ruboroso y titubeante, invitando a bailar a la maestra; John, guiñándole el ojo a su compañera antes de jugar el naipe ganador; John, plantando campanillas azules junto a su molino; John diciendo:
– Teddy nunca se enfada conmigo, ni cuando soy lento. Y soy bastante lento.
Oh, cuánto lo echarían de menos. Cuánto lo echarían todos de menos…
La ceremonia terminó cuando Ulmer, Lars, Trigg y Kristian bajaron el ataúd a la sepultura. Cuando cayó una palada simbólica de tierra sobre él, Nissa sufrió un ataque de llanto, repitiendo acongojada:
– Oh, hijo mío… hijo mío.
Theodore, en cambio, siguió sentado como hasta entonces, como si John se hubiese llevado consigo una parte de su vida.
En las horas que siguieron al servicio, mientras los dolientes se reunían en la casa para compartir la comida, Theodore habló poco y tenía aspecto de agotamiento. Cuando la casa, al fin, se vació y el silencio se hizo demasiado denso, Nissa se sentó ante la mesa de la cocina, tamborileando distraída sobre el hule. Kristian fue a pasear con Patricia y Raymond. Linnea colgó los trapos de cocina en la cuerda y volvió a la casa silenciosa.
Nissa tenía la vista fija en el cielo del atardecer, en los arbustos en flor, en el molino que giraba suavemente. Linnea se detuvo tras la silla de su suegra y se inclinó para darle un suave beso en el cuello. Olía a Jabón de lejía y a sales de lavanda.
– ¿Quiere que le traiga algo?
Nissa salió de su abstracción.
– No… no, hija. Creo que he tenido casi todo lo que un cuerpo tiene derecho a esperar.
Las lágrimas volvieron a manar. Linnea cerró los ojos, se echó hacia atrás y contuvo el aliento. Nissa suspiró, enderezó los hombros y preguntó:
– ¿Dónde está Teddy?
– Creo que se ha metido en el cobertizo para estar un rato solo.
– ¿Crees que estará bien ahí afuera?
– Si eso la preocupa, iré a ver.
– Todavía está muy débil. Hoy no lo vi comer demasiado.
– ¿Estará usted bien si la dejo sola unos minutos?
Nissa lanzó una carcajada seca.
– Uno empieza solo y termina solo. ¿Por qué será que la gente cree que, entre tanto, uno necesita compañía?
– Está bien. No tardaré mucho.
Sabía dónde lo hallaría: seguramente sentado en la silla, agobiado, lustrando ameses que no necesitaban lustre alguno, Pero cuando se asomó a la puerta de la talabartería, lo vio con las manos ociosas. Sentado en la vieja silla, de cara a la puerta, tenía la cabeza apoyada en el borde de la mesa de herramientas con los ojos cerrados. Sobre el regazo, lavándose el pecho, estaba Rainbow, la gata de John, y las manos de Theodore se posaban inertes sobre su lomo. A primera vista parecía dormido, pero Linnea vio que sus dedos se movían sobre la piel suave, y que las lágrimas manaban de las comisuras de los ojos. Lloraba tal como se había despertado, de manera apacible, discreta, dejando que las lágrimas rodasen por su rostro sin molestarse en enjugarlas.
Hasta entonces, Linnea nunca lo había visto llorar, y era un espectáculo devastador.
– Theodore -dijo con ternura-, tu madre estaba preocupada por ti.
Abrió los ojos, pero no levantó la cabeza.
– Dile que quiero estar solo, nada más.
– ¿Estás bien?
– Estoy bien.
Lo observó tratando de contener el temblor de los labios, el escozor en los ojos. Pero lo veía tan abatido y solitario…
– ¿Rainbow vino por su cuenta?
Con esfuerzo. Theodore alzó la cabeza lo suficiente para ver cómosus dedos manoseaban la piel del animal, con una expresión tan desolada y despojada de vida, que a Linnea se le desgarró el alma.
– No. Kristian fue a buscarla. Supuso que estaría en el umbral de la casa de John maullando, pidiendo comida… hasta que…
No pudo terminar. De repente, su cara se contrajo en surcos de dolor. Un solo sollozo áspero sonó en el ambiente y, dejando caer la cabeza, se tapó los ojos con una mano. Rainbow se sobresaltó y se bajó, y Linnea corrió para acuclillarse ante él, tocándole las rodillas.
– Oh, Teddy -se desesperó-, no sabes cuánto necesitaba estar contigo en este momento. Por favor, no me dejes fuera.
Al mismo tiempo que un sollozo estrangulado escapaba de la garganta de Theodore, sus brazos se abrían para estrechar a su esposa. Y allí se quedó Linnea, en el abrazo, sobre el regazo de su marido, estrechándolo con fuerza, sintiendo los sollozos desgarrados que exhalaba contra su pecho. Así abrazados, se mecieron. Con la boca apoyada en el vestido de ella, pronunció su nombre, mientras ella lo apretaba contra sí, consolándolo, consolándose.
Cuando el llanto se agotó, quedaron flojos, vacíos, pero se sintieron mejor e infinitamente más cercanos. Se oyó un paso en la parte exterior del cobertizo y Teddy se enderezó pero Linnea se quedó donde estaba, rodeándole el cuello con los brazos.
Kristian apareció en el vano de la puerta, con aspecto perdido y solitario:
– La abuela estaba preocupada y me mandó aquí, a buscaros.
Cada uno de ellos había tenido su tiempo a solas y ya era hora de apoyarse en los otros. Linnea se puso de pie, ayudó a levantarse a Theodore y dijo:
– Ven. Ahora, Nissa necesita estar con nosotros.
Le pasó un brazo por la cintura, el otro por la de Kristian y caminaron seguidos por la gata de John, pasando ante el molino hacia la casa.
La vida se reanudó. Theodore volvió solo a los campos. Nissa empezó a cultivar su jardín. La escuela ya había estado demasiado tiempo cerrada.
Con cuánta rapidez se acercaba a su fin el año escolar. Pareció que mayo transcurría como una ráfaga. El concurso de silabeo de ese año, en Wiltiston, lo ganó Paúl. Luego llegó SyiencieMai-el diecisiete de mayo-, la fiesta noruega más importante del año, que celebraba el día en que la tierra patria había adoptado la constitución. Hubo juegos y una comida en la escuela y después un baile, en el cual Linnea aludió al tema del alistamiento de Kristian.
– Ya no es un niño. -Miraban bailar a Kristian y a Patricia, tan pegados que entre los dos no podía pasar un mosquito-. Si ya ha tomado la decisión, pienso que tendrás que dejarlo ir.
– Lo sé -dijo Theodore en voz suave, siguiendo a la pareja con la vista-. Ya lo sé.
Y así fue como el final del año escolar trajo aparejado un nuevo dolor. Pero, como fuese, los días transcurrían y Linnea sentía la euforia propia de los finales y, al mismo tiempo, la tristeza de saber que eran sus últimos días como maestra. Había sido una buena maestra; sin falsa modestia lo sabía y deseó poder conciliar, al otoño siguiente, al hijo con su trabajo. Pero el último día, cuando se despidió de los niños, estaba despidiéndose de una etapa de su vida.
Se hicieron los exámenes finales y al fin llegó el momento de la excursión del último día. La clase votó por realizarlo en el arroyo, así podrían nadar.
El día fue ideal: cálido, soleado y con poco viento. Perfecto para una banda de niños excitados, que festejaban el fin de la escuela. Jugaron, nadaron, comieron, exploraron. Los varones pescaron corriente abajo: las niñas buscaron flores silvestres y las entrelazaron en sus trenzas.
Cerca del final de la tarde, Norna se acercó a Linnea, preocupada, informando:
– No puedo encontrar a Frances por ningún lado.
– Está juntando flores con las otras chicas.
– Estaba, pero ya no está.
Linnea miró corriente arriba. Desde el pequeño grupo de niñas que estaban muy entretenidas haciendo anillos de trébol llegaban flotando risas, pero Frances no estaba con ellas.
De manera automática, se volvió a la misma persona a la que siempre recurría:
– Kristian, ¿has visto a Frances? -gritó.
Kristian alzó la cabeza y miró alrededor. Él y Patricia estaban sentados, conversando muy tranquilos a orillas del arroyo.
– No, señora.
– ¿Y tú. Patricia?
– No, señora.
Los cuatro miraron el arroyo, pero no era lo bastante profundo para que Frances se ahogara. Linnea se apresuró a contar a los niños. Cuando comprobó que también faltaba Alien Severt, el corazón le hizo una señal de advertencia.
Ese día, Frances Westgaard se había metido y había salido del arroyo cuatro veces. Le había entrado agua en un oído y no podía sacársela y además, temblaba mucho. Abrazándose, fue hasta los espesos matorrales donde las niñas habían dejado la ropa.
Frances había decidido que, cuando fuese mayor, sería maestra, igual que la tía Linnea y llevaría a la clase a menudo a excursiones como esa, por lo menos una vez por semana cuando el clima lo permitiera. Y en invierno, también harían sopa. Y conejos el día de Acción de Gracias y palomitas de maíz cada vez que los chicos manifestaran su deseo de comerlas.
Sentía los calzones de baño, gruesos y pegajosos y cuando trató de bajárselos se le pegaron como sanguijuelas. Saltando en un pie, logró bajarlos hasta las caderas y, por fin, hasta las rodillas, pero ni así logró sacárselos del todo. Por último, desistió y se arrojó sobre la hierba que le picaba. Le castañeteaban los dientes y la mandíbula le bailoteaba mientras forcejeaba para pasar los pegajosos calzones por los tobillos.
– En, Frances, ¿qué estás haciendo? -dijo una voz untuosa, arrastrando las palabras.
Frances se sobresaltó, e intentó volver a subirse la prenda, pero estaba enrollada tan apretadamente como una cuerda nueva.
– Estoy cambiándome la ropa. ¡Vete de aquí, Alien!
Alien salió de detrás de un álamo mostrando una mueca astuta en la boca.
– ¿Por qué? Este es un país libre.
El muchacho había contado con todo un año para alimentar el rencor contra la señora Westgaard y contra Frances. Las dos lo habían avergonzado en más ocasiones de las que quería recordar, Y si bien le resultaba imposible vengarse de la maestra, sí podía hacerlo con esta pequeña imbécil.
– ¡Te conviene irte de aquí si no quieres que se lo diga a la tía Linnea!
Frenética, Frances manoteó los calzones tratando de ponérselos, pero Alien avanzó y se paró sobre ella, apretando con el pie la prenda mojada contra el suelo, entre los tobillos de la niña.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué vas a decirle?
Los ojos de Alien asolaron la piel desnuda de Frances y ella procuró cubrirse el regazo con las manos.
– No tienes que estar aquí. Es el sitio donde nos cambiamos las niñas.
Pero Alien lanzó una carcajada siniestra, que inundó de miedo a la chica.
– No me gustas, Alien. ¡Contaré lo que haces!
– Todo el año has estado contando cosas de mí y metiéndome en problemas constantemente. ¿No es así mocosa?
– No, yo…
– ¡Sí, lo hiciste y haré que lo lamentes… estúpida!
Antes de que pudiese escabullirse. Alien saltó sobre ella con una fuerza que la aplastó contra el suelo. Frances gritó:
– ¡Lo contaré! -hasta que Alien le puso una mano en la boca y le golpeó la cabeza contra la tierra.
Los ojos de Frances se agrandaron de miedo y abrió ta boca en un grito ahogado contra ta palma del muchacho.
– ¡Si lo cuentas, te las verás conmigo. Frances! -la amenazó en tono desagradable-. Si lo cuentas, la próxima vez te haré algo peor. Lo único que quiero hacer ahora es mirar.
Frances volvió a lanzar un grito ahogado. Se removió y pateó, pero Alien era mayor que ella y mucho más corpulento,
– ¡Cállate, Frances! ¡Si gritas, vendrán todos corriendo y yo diré que te bajaste los calzones delante de mí. ¿Sabes lo que les pasa a las chicas que se bajan los calzones delante de los varones?
Aterrada, Frances guardó silencio con el corazón martilleándole dolorosamenle, mientras Alien te metía una rodilla entre las piernas, tratando de separárselas. Pero los calzones mojados que le aprisionaban los tobillos la ayudaron. Forcejearon, nariz con nariz, hasta que, al fin. Alien logró abrirle las rodillas. La cara que veía debajo de él se había puesto del color de la tiza y lo único que conservaba color eran los ojos oscuros, aterrados. Alien soltó el aliento con un fuerte siseo. Apretó la cara de la chica hasta que un diente le cortó la mejilla y sintió el sabor de la sangre.
Impulsada por una nueva oleada de terror, se retorció más aún. Girando, frenética, esforzándose por respirar, sintió que el cuerpo de Alien cambiaba de posición y que le subía de un tirón la camisa mojada. Gritó otra vez bajo la mano del chico. El rostro de Alien se convirtió en una máscara de fealdad.
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