Por último, con un nudo en la garganta, les pidió que orasen todos por la paz mundial y les dijo que al día siguiente Kristian partiría para Jefferson Barracks, en Missouri, como voluntario del ejército.

Les dio las gracias por última vez, con lágrimas en los ojos y devolvió el programa al inspector Dahí para que entregase los certificados de grado y los diplomas de octavo grado.

Después, sirvieron sidra de manzanas y bizcochos y Linnea recibió abrazos de casi todos los padres presentes y todos sus alumnos le dijeron que ojalá volviera al año siguiente. Cuando llevaron los bancos de nuevo adentro y los apilaron contra las paredes laterales, ya atardecía.

Kristian se había ido con Patricia, pero Nissa y Theodore la aguardaban en la carreta.

De pie en la entrada del guardarropa, mirando el salón a oscuras con los pupitres contra las paredes, la bandera envuelta en papel, la pizarra limpia y el tubo de la estufa limpio, Linnea tuvo la impresión de que dejaba ahí una pequeña parte de su corazón. Ah el olor de ese salón… Jamás lo olvidaría. Un poco polvoriento, un poco mohoso… como cabezas sudadas y tal vez un toque del aroma a calabaza de la sopa del viernes.

– ¿Lista? -le preguntó Theodore desde atrás.

– Creo que sí.

Pero no se volvió y los hombros descendieron un poco.

El hombre se los oprimió y la estrechó contra su pecho.

– Los echarás de menos, ¿eh?

Asintió, triste.

– Crecí mucho aquí.

– Yo también.

– Oh Teddy…

Buscó la mano de su esposo y se la llevó a los labios. El crepúsculo cayó sobre los hombros de los dos. Afuera esperaban los caballos, que ahora eran Nelly y FIy. Dentro, llegaron flotando desde el pasado las voces del recuerdo: las de los niños, la de John, la de Kristian, las de los peones, las de ellos mismos.

– Dentro de seis años, uno de los nuestros estará acudiendo aquí -reflexionó Theodore-. Y podremos hablarle de cuando su madre era la maestra.

Linnea le sonrió por encima del hombro y se puso de puntillas para besarlo.

Theodore le apoyó las manos en la cintura.

– Sé cuánto te gustaría volver… y me parece bien. Porque sé que también quieres a nuestro niño.

– Oh, te amo, Theodore Westgaard.

Entrelazó los dedos en la nuca del esposo.

– Yo también te amo, pequeña señorita. -Le besó la punta de la nariz-. Y mamá está esperando.

Tras una última mirada, cerraron las puertas y fueron del brazo hasta la carreta.


Era una noche sin viento. La Osa Mayor derramaba su luz en el cielo septentrional y la luna en cuarto creciente iluminaba el mundo como una llama azul. Habían llegado los primeros grillos, que aserraban disonantes desde las sombras y se callaban por un instante cuando pasaba un caballo para luego reanudar sus chirridos.

Clippa andaba sin prisa por un retazo herboso entre dos trigales, con la cabeza gacha, balanceando la grupa. Sobre su cuero desnudo y tibio Kristian sujetaba las riendas flojamente entre los dedos y Patricia apretaba la mejilla en su espalda y se abrazaba a su cintura con las manos. Asi, sin rumbo, andaban desde hacia una hora, remisos a afrontar la despedida final.

– Tendría que volver a casa.

Los brazos de la muchacha lo apretaron.

– No, todavía no.

– Es tarde.

– Todavía no -susurró Patricia, vehemente.

Sintió bajo las palmas el latido del corazón, firme y seguro. Entre los muslos sentía el roce de las piernas al ritmo de los cascos sobre la hierba.

– Ya casi llegamos al arroyo.

La rama de un sauce negro tocó la cara de Kristian y se agachó para eludirla, haciendo que Patricia se inclinara junto con él.

– Detente un minuto.

Kristian tiró de las riendas. Clippa obedeció de inmediato y bajó la cabeza mientras los dos que llevaba sobre el lomo permanecían sentados quietos, escuchando. Oían el gorgoteo del agua a cierta distancia y el dúo palpitante de dos ranas toro. Kristian echó la cabeza atrás para contemplar las estrellas. Chocó con la de Patricia, y entonces sintió el aliento tibio de la muchacha en la camisa, calentándole el omóplato. Tragó saliva y cerró los ojos, cubriendo el brazo de ella con el suyo.

– No tendríamos que habernos detenido.

Patricia le besó otra vez el omóplato.

– Podrías morir, Kristian.

– No voy a morir.

– ¡Puede sucederte! Puede ser y entonces no volvería a verte jamás.

– Yo tampoco quiero ir.

– ¿Por qué vas, pues?

– No lo sé. Es algo dentro de mí que me empuja. Pero tengo intención de volver para casarme contigo.

Percibió que, tras él, Patricia se erguía.

– ¿Casarte conmigo?

– Lo he pensado. ¿Tu no?

– Oh, Kristian, ¿lo dices en serio?

– Claro que lo digo en serio. -Los brazos de la muchacha le rodeaban la cintura y sus pechos le caldeaban la piel a través de la camisa de algodón blanco-. ¿Eso quiere decir que me aceptarías?

– Claro que te aceptaría. Me casaría hoy mismo contigo, si me lo permitieran.

Frotó con las palmas la parte de arriba de los muslos de Kristian, donde los pantalones se tensaban sobre músculos firmes. Jóvenes. De repente, Kristian pasó una pierna sobre la cabeza de Clippa y se apeó. Mirando hacia arriba, le recordó a Patricia:

– Todavía no has terminado la escuela. Será mejor que primero acabes con eso, ¿no te parece?

– Tengo quince años. A mi edad, mi abuela hacía ya un año que estaba casada. -Aunque la luz de la luna no iluminaba demasiado su rostro, Kristian adivinó la expresión de sus ojos sin necesidad de verlos.

– Ven, vamos a caminar.

La sujetó por la cintura, ella se apoyó en sus hombros y cuando se bajó del caballo los cuerpos se rozaron y ninguno de los dos se movió. La noche palpitaba alrededor. Los dos corazones acompasaron su ritmo. La respiración se les tomó rápida y pesada.

– Oh, Kristian, voy a echarte de menos -suspiró.

– Yo también a ti.

– Kristian…

Se elevó hacia él, arqueándole el cuello con los brazos, apretándose contra él. Cuando los labios se encontraron, fue con la desesperación que sólo traen las despedidas. Los cuerpos, flexibles y tensos, bullían en la inminencia de la madurez y la arrolladora necesidad de poseerse antes de la separación del día siguiente. Los brazos del muchacho la apretaron con fuerza y su lengua provocó en ella una respuesta. Las manos empezaron a recorrer el cuerpo, temerosas de la pérdida de algo que aún no habían ganado.

Encontró los pechos firmes, pequeños, levantados, la convexidad femenina contra su cuerpo duro, agrandado. Kristian inició un ritmo contra ella, que le respondió, hasta llegar a un punto en que ya no podían estar más cerca y de todos modos lo intentaban. Kristian se arrodilló, arrastrándola con él y cayeron sobre la hierba espesa y seca, que susurraba debajo de ellos mientras sumaban un nuevo ritmo palpitante al de la noche de verano que los rodeaba.

Cuando la rítmica caricia se volvió incontrolable, Kristian se apartó.

– Está mal.

Patricia lo atrajo otra vez hacia ella.

– Una vez… sólo una vez, por si no vuelves más.

– Es pecado.

– ¿Contra quién?

– Oh, Dios, no quisiera dejarte embarazada.

– No lo harás. Oh, Kristian, Kristian, te amo. Te prometo que te esperaré, por mucho que tardes.

– Oh, Patricia… -El cuerpo de la muchacha era como una cuna que lo mecía. Los dos cuerpos se ensamblaban en misteriosa armonía, que ellos no habían imaginado. Rodó hacia un costado y la tocó aquí y allá, descubriéndola. Patricia era la respuesta a innumerables preguntas de su mundo-. Yo también te amo… eres tan suave… tan tibia…

Patricia rozó con los nudillos los secretos masculinos, descubriendo ella también.

– Y tú eres tan duro y tibio…

Se desvistieron el uno al otro, pero sólo a medias, vacilantes. Los cuerpos se buscaron con la torpe incertidumbre de las primeras veces. Pero cuando la carne se unió a la carne, también se unieron sus almas, enlazadas por la promesa y el ruego por el futuro.

– Te amo, no lo olvides -le dijo él más tarde ante la puerta de su casa. Patricia sollozaba demasiado para responderle y sólo atinaba a aferrarse a él-. Dímelo una vez más antes de que me vaya -le dijo, asombrado de haber estado tan impaciente por crecer, sabiendo ahora que dolía tanto, preguntándose por qué había querido dejar ese lugar donde estaban todas las cosas que amaba.

– Te a…amo, K…Kristian.

La atrajo hacia sí, sujetándole la cabeza con las manos anchas.

– Asi lo recordarás. Reza por mí.

– Lo ha…haré… lo p…prometo.

Le dio un beso duro, fugaz, giró sobre los talones y montó a Clippa antes de arrepentirse otra vez, espoleando a la yegua hasta que se lanzó a todo galope bajo la luna de verano.

Acababa de amanecer. La abuela esperaba en la puerta, con seis emparedados de salchicha envueltos en papel encerado.

Kristian miró lo que le ponía en las manos.

– Abuela, no necesito eso.

– Tú llévalos -dijo, parca, tratando de contener el temblor de la barbilla-. En el ejército no hay nadie que sepa hacer una buena salchicha.

Kristian aceptó las salchichas y también la nueva hornada de fattigman.

– ¡Y ahora, arre! Date prisa y encárgate de esos alemanes, así podrás volver a tu patria, pues aquí está tu lugar.

El pequeño moño de cabello gris estaba en su lugar, las gafas enganchadas tras las orejas, el delantal limpio y almidonado. El nieto no recordaba haberla visto jamás de otra manera durante todos los años que vivieron en la misma casa. El sol matinal iluminaba los vellos de la barbilla convirtiéndolos en un suave terciopelo y se reflejaba en las chispas que surgían, sin que pudiese contenerlas, detrás de las gafas ovaladas. Kristian la atrajo con tanta fuerza hacia sí que estuvo a punto de romper los viejos huesos.

– Adiós, abuela. Te quiero.

Nunca se lo había dicho y, en ese momento, Kristian descubrió que era muy cierto.

– Yo también te quiero, muchacho tonto. Y ahora, ponte en marcha. Tu padre está esperándote.

Llegó a Álamo sobre el asiento de la carreta de doble caja, flanqueado por su padre y por Linnea, con los emparedados y las galletas sobre las piernas. En el pueblo, contempló las construcciones como si fuese la primera vez. Llegaron demasiado pronto a la estación. Demasiado rápido compraron el billete. Demasiado pronto apareció el tren, haciendo sonar el silbato.

Se detuvo junto a ellos con estrépito metálico y los envolvió en nubecillas blancas de vapor, mientras ellos se esforzaban, valientes, por no llorar.

Linnea colocó, sin necesidad, el cuello de Kristian.

– En tu maleta hay más calcetines de los que podrían llegar a usar dos soldados. Y también te puse un par de pañuelos de más.

– Gracias -respondió.

Las miradas se encontraron y se estrecharon en un fuerte abrazo, separándose con un rápido beso.

– Te amamos -le susurró la mujer contra la mandíbula-. Cuídate.

– Lo haré. Tengo que volver para conocer a mi hermana o hermano.

Dio la espalda a la cara empapada en lágrimas y miró a Theodore. Jesús, María y José… su padre estaba llorando.

– Pa…

Con el rostro contraído por la pena, Theodore apretó al hijo contra su ancho pecho fuerte. Se le cayó el sombrero de paja y nadie lo notó. El conductor gritó:

– Todos al tren.

El padre aferró el cuerpo vigoroso del hijo, rogando que regresara del mismo modo.

– Manten la cabeza baja, muchacho.

– Lo haré. V… volveré… pue…puedes estar se…seguro.

– Te amo, hijo.

– Yo también te amo.

Cuando Kristian se apartó, los dos lloraban. Cayeron una vez más en el abrazo… apretándose, aferrándose los cuellos. De adultos, nunca se habían besado y los dos tenían conciencia de que tal vez nunca volviesen a tener la oportunidad. Fue Theodore el que se inclinó hacia delante y besó a su hijo en los labios antes de que el muchacho se diese la vuelta hacia el tren.

Empezó a moverse, ganando velocidad, permitiéndoles un breve atisbo de Kristian por la ventanilla antes de llevárselo. El paso del tren agitó el aire estival, levantando el polvo y las faldas de Linnea, y vieron que el vagón de cola se balanceaba en dirección al Este por los rieles.

Linnea apretó el brazo de Teddy contra ella y trató de pensar en algo para decir:

– Será mejor que volvamos. Hay que sembrar el trigo.

El trigo… el trigo… siempre el trigo. Pero ahora tenían un motivo concreto para preocuparse de que siguiera llegando el pan a Europa.

25

Ah, ese verano, ese interminable verano que parecía arrastrarse, mientras la guerra en Europa absorbía medio millón de reclutas y los submarinos alemanes hundían barcazas civiles y botes pesqueros en las costas del Este de Norteamérica. La última incorporación a la sala de la casa de los Westgaard era una resplandeciente radio de caoba Truphonics, en torno de la cual se reunía la familia todas las noches para escuchar las noticias del frente en las vibrantes transmisiones desde Yankion, en Dakota del Sur.