Linnea se impresionó el día que se extendieron los límites de edad para alistarse, que ahora iban de los dieciocho a los cuarenta y cinco. Casi todos los hombres que conocía caían dentro de esa franja: Lars. Ulmer, Trigg…Theodore. Por fortuna, los granjeros estaban excluidos, ¡pero comprendió que incluso su padre podía ser convocado! En la iglesia, donde ahora en la bandera que indicaba los servicios lucía otra estrella azul, rezó con más fervor, no sólo por Kristian y Bill, sino también para que no convocasen a su padre. Si él iba a la guerra, ¿cómo sobreviviría su madre?
La pobre Judith, bendita, con un esposo que siempre había poseído una tienda con mercaderías frescas y enlatadas a disposición, había cultivado un jardín de la victoria. Sin embargo, sus cartas estaban llenas de quejas al respecto. Odiaba cada minuto que pasaba arrodillada, entre semillas y orugas. Judith se quejaba de que las calabazas atraían pequeñas mariposas y que parecían unos quesos suizos. Los guisantes crecían a tal velocidad que ningún mortal podía mantener el ritmo y los tomates contraían plagas.
En su respuesta, Linnea le aconsejaba que dejara el Jardín de la Victoria en manos de otra persona y que continuase con los otros esfuerzos de guerra para los cuales era tan apta. Entretanto, la propia Linnea aprendía de Nissa los pormenores del cultivo de una huerta. Juntas plantaron, arrancaron malezas, cosecharon y envasaron. Jamás imaginó que un solo frasco de perfectas y doradas zanahorias reluciendo como monedas bajo la tapa de cinc llevara tanto trabajo. A medida que transcurría el verano y aumentaba de peso, el trabajo se le hacía más arduo. Se le hizo difícil agacharse y enderezarse la mareaba. Si se quedaba mucho tiempo en el sol, manchas negras le bailoteaban ante los ojos. Si se quedaba de píe demasiado rato se le hinchaban los tobillos. Y perdió la inclinación y la agilidad para hacer el amor.
Por las noches, después de escuchar la radio y de afligirse pensando dónde y cómo estaría Krístian, no estaba en condiciones de ofrecerle a Theodore el consuelo que hallaba en su cuerpo. Se sentía culpable, porque él necesitaba más que nunca ese alivio momentáneo. No cesaba de preocuparse por el hijo, sobre todo en las largas horas solitarias cuando cruzaba los campos detrás de los caballos. Las últimas noticias de Kristian eran que había completado el entrenamiento básico y había sido asignado a la séptima división al mando del general William M. Wright, y que habían partido para Francia el once de agosto, después de sólo ocho semanas de preparación sobre suelo de Estados Unidos. Incluso con el entrenamiento adicional recibido en Francia, ¿cómo era posible que un muchacho granjero, que hasta entonces no había tenido que lidiar con nada más hostil que un caballo espantado, quedase preparado para el combate en tan poco tiempo?
Después, cuando el verano tocaba a su fin, supieron que otra amenaza, más odiosa que los lanzallamas y el gas mostaza, cruzaba el océano causando preocupación no sólo a Theodore y a Linnea, sino a todos los padres, madres, esposas y novias de los hombres que luchaban en Europa.
Este era un enemigo que no sabía de bandos. Atacaba tanto a norteamericanos como alemanes, italianos y franceses, a todos por igual. Con absoluta imparcialidad, abatía al héroe y al cobarde, al comandante experto y al novato y los dejaba estornudando, temblando, muriendo de fiebre en trincheras del Mame y del campo de Flandes.
Esa amenaza era la gripe española.
Desde que la noticia llegó a las costas de América, la inquietud y la angustia de Theodore alcanzaron alturas inmensas. Se volvió nervioso y callado. Y cuando la epidemia misma llegó a Norteamérica y empezó a extenderse hacia el Oeste a través de las ciudades, la noticia afectó a todos.
Entretanto, Linnea se había puesto enorme, desganada y cada día se miraba en el espejo y se veía tan poco atractiva que no le extrañaba que Teddy le prestara tan poca atención en los últimos tiempos. Le encantaba ir a la casa de Clara y tener en brazos a la pequeña Maren, diciéndose que esa sería su compensación y que bien valdría la pena.
Un día, cuando Maren estaba dormida en su cuna y Clara estirando la masa para un pastel de manzanas sin azúcar, Linnea se sentó cerca, en una silla, como una ballena varada.
– Me siento como un hipopótamo gordo y viejo -gimió.
Clara se limitó a reír.
– No eres gorda ni fea y desde luego que no eres vieja. Pero si te consuela, hacia el final todas nos sentimos así.
– ¿Tú también?
Para Linnea, hasta en el fin de sus embarazos Clara siempre le había parecido radiante de belleza y que Jamás perdía su alegría.
– Claro que sí. Entonces, Trigg bromeaba un poco más conmigo y me hacía reír para levantarme el ánimo.
El de Linnea decayó más aún.
– Teddy no.
– Ha estado un poco gruñón, últimamente, ¿no?
– ¡Gruñón… ja! Debe haber una palabra peor para eso.
– Lo que pasa es que tiene mucho en qué pensar. Kristian y el niño por venir y la trilla que se aproxima.
– Es más que eso. Me refiero a que, de noche, en la cama, casi no me toca. Sé que, faltando sólo seis semanas para que nazca el niño no podemos hacer nada, pero ni siquiera se acurruca… ni me besa… ni… eh, se comporta como si no pudiese so… soportarme.
Bajó la cabeza y se echó a llorar, cosa que en los últimos tiempos hacía con regularidad.
Clara dejó la cuchara, se limpió las manos en el delantal y se acercó a consolar a la joven.
– No eres tú, Linnea. Así son los hombres. Si no pueden tenerlo todo, no quieren nada. Y se ponen avinagrados sin eso. Teddy está comportándose como lo hacen todos, así que sácate de la cabeza eso de que estás gorda y fea.
– P…pero lo estoy. Ando por ahí como un pavo de Navidad y no hago otra cosa que llorar y… oh. Clara… ¡creo que ya no le gustaré más! -sollozó.
Clara frotó los hombros estremecidos de su amiga.
– Eso es una tontería, tú lo sabes. Claro que le gustas. Espera a que nazca el niño y lo comprobarás.
Pero antes de que llegara el niño, llegó otra persona que levantó el ánimo de Teddy y lo hizo olvidar, por un tiempo, sus preocupaciones: Isabelle Lawler.
La carreta comedor entró balanceándose en el patío y Linnea sintió que se le anudaban las tripas. Isabelle era la misma de siempre: grandota, vocinglera y lozana. El mismo cabello del color de la calabaza. La misma cara que parecía un cuenco de budín a medio comer. La misma voz ruda de arriero de muías. La cocinera era lo más alejado de una dama que Linnea hubiese visto jamás. Y aún sin estar embarazada, pesaba como veinte kilos más que ella. Entonces, ¿a qué se debía la sonrisa de Theodore en cuanto la vio? Desde el momento en que llegaron Isabelle y la cuadrilla de la cosecha, el malhumor de su esposo desapareció. Sonreía más, reía con los peones y comía en la carreta, como el año anierior. Decía que era lo que los trabajadores esperaban de él. Pero ella estaba convencida de que tenía otros motivos.
La noche de la primera danza, las contó: bailó cuatro veces con Isabelle Lawler. ¡Cuatro veces! Y como no se fijaba en las otras mujeres, no advirtió que Theodore bailó otras tantas piezas con Clara, con Nissa y con muchas otras. Sólo sabía que cada vez que su marido llevaba a la cocinera a la pista, se acrecentaba su sensación de torpeza y sentía incómodas ganas de llorar. Estaba de pie a un lado de la pista cuando Clara la encontró.
– ¡Uf! Qué calor hace aquí.
– Teddy está bastante caliente… eso puedo verlo. Y parece que a cada minuto lo está más -comentó, cáustica.
Clara echó un vistazo a la pareja que bailaba y luego miró de nuevo a su cuñada.
– ¿Isabelle? Oh, tesoro, no seas tonta. Sólo esta bailando con ella, nada más.
– Es la cuarta vez.
– ¿Y qué? Eso no significa nada.
– Dime qué le ve, por favor. Mírala. Con esos dientes, podría comer maíz a través de una cerca y su cabello parece una parva de heno incendiada. Pero desde que ella llegó aquí, Teddy sonríe más que en los últimos dos meses.
– Siempre está contento durante la trilla. Todos los hombres lo están.
– Claro. ¿Cuántas veces bailó Trigg con ella? ¿O Lars?
– Linnea, estás exagerando. A Teddy le encanta bailar y sabe que tú ahora te cansas con facilidad, eso es todo.
Y aunque Clara pretendía consolar a Linnea con sus observaciones, lo único que logró fue abatirla más.
– ¡Tengo ganas de acercarme y decirle a ese pelirrojo barril de grasa que se busque a su propio maldito hombre y que deje al mío en paz!
– Si te hace sentir mejor, ¿por qué no lo haces?
Cuando Linnea miró a Clara, vio que tenía una sonrisa picara y no pudo menos que responder con otra.
– Oh, claro, ¿y dar pábulo a comentarios en veinte kilómetros a la redonda?
– Ha estado viniendo desde hace… ¿cuánto tiempo?, ¿cinco años?, ¿siete? Ya no recuerdo. Como sea, ¿no te parece que si hubiese algo entre ellos la gente habría estado comentando mucho antes de esto?
La irritación de Linnea se calmó un poco, pero esa noche, más tarde, cuando Theodore se acostó junto a ella, percibió al instante la diferencia en él.
Se puso de costado, de cara a ella y apoyó una muñeca en la cadera de la mujer.
– Ven aquí-susurró.
– Teddy, no podemos…
– Lo sé -replicó, apoyándose en un codo para besarla, acariciándole la cadera.
Había estado bebiendo cerveza y su sabor perduraba en la lengua.
La acercó a él. El vientre distendido se apoyó en el suyo, le tomó la mano y la llevó a su erección, haciendo que la encerrara entre los dedos.
Linnea supo que estaba excitado desde antes de meterse en la cama y le preguntó, dolida:
– ¿Quién provocó esto?
– ¿Qué?
– Pregunto que quién provocó esto… ¿yo o Isabelle Lawler?
La mano se detuvo. Lo sintió crisparse en la oscuridad.
– ¿Isabelle Lawler? ¿Y eso qué significa?
– Hace semanas que te acurrucas en tu lado de la cama y ahora, después de haber bailado con ella toda la noche, te acercas a mí, duro como un palo, ¿y esperas que yo me ocupe de ti? ¡Cómo le atreves, Theodore Westgaard!
Apartó el miembro como si le repugnara y se tendió de espaldas. Él también se acostó de espaldas, enfadado.
– Isabelle no tiene nada que ver con esto.
– ¿Ah, no?
– Vamos, Linnea, lo único que hice fue bailar con ella.
– Cuatro veces. ¡Cuatro veces, Theodore!
Theodore ahuecó la almohada y se tiró encima, dándole la espalda.
– Mujeres embarazadas -murmuró, disgustado.
Linnea lo agarró del brazo y trató de hacerlo darse la vuelta otra vez, pero con escaso éxito.
– ¡No me vengas con "mujeres embarazadas", Teddy, después de que tú me pusieras en este estado! ¡Y después de haber estado sonriendo toda la semana como un… un hindú que acaba de adquirir su decimotercera esposa!
– Decimotercera… -Alzó la cabeza de la almohada, la miró sobre el hombro, soltó el brazo del apretón y se recostó otra vez dándole la espalda- Duérmete, Linnea. No tienes motivos para estar celosa. Este último tiempo no te sientes bien.
Esta vez, le dio un puñetazo en el brazo.
– No vayas a…
– ¡Ay!
– … A hacer como el tejón conmigo, Theodore Westgaard. ¡Vuélvete para aquí, porque vamos a aclarar esto! ¡No me digas que no hay nada entre Isabelle Lawler y tú, porque no te creo!
Theodore juntó las manos bajo la cabeza, fijó la vista en el techo, ceñudo y no respondió.
– ¡Dímelo! -insistió, sentándose junto a él.
– ¿Que te diga qué?
– ¿Qué hay entre tú y esa mujer?
– Ya te he dicho que no hay anda.
– Pero lo hubo, ¿verdad?
– Linnea, estás imaginando cosas.
– ¡No me trates como a una niña!
– ¡Entonces no te comportes como si lo fueras! He dicho que no había nada y lo digo en serio.
– Veo el modo en que le gusta andar cerca de ti. Y ante tí es ante el único que no maldice. Esta noche, antes del baile… tú te pusiste colonia y canturreabas.
– Siempre me pongo colonia antes de ir al baile.
¿Lo hacía? Antes nunca había presenciado los preparativos para el baile. Se echó de espaldas y metió la ropa de cama bajo los brazos. Tirando de un nudo de la manta, contemplando la luz de la luna en la pared opuesta, se fortaleció para aceptar cualquier cosa que pudiera decirle. Con voz más suave, dijo:
– Puedes decírmelo. Teddy, y te prometo que no me enfadaré. Soy tu esposa y tengo derecho a saberlo.
– Linnea, ¿por qué insistes con esto?
– Porque tú sabes que tú fuiste el primero para mi.
– Tú ya sabías que antes estuvo Melinda.
– Eso es diferente: ella era tu esposa.
Theodore pensó en silencio unos minutos y prosiguió;
– Supongamos que fuese verdad. Supongamos que haya habido toda una fila de mujeres. ¿De qué te serviría saberlo, ahora?
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