Estaba resuelta a quedarse despierta hasta que terminase la danza y las carretas salieran del patio y mirar luego por la ventana para ver si él iba directamente a la casa. Pero al final se durmió y no oyó nada.

Por la mañana, despertó como si la hubiesen tocado y sus párpados se entreabrieron como las dos mitades de un melón. Algo malo pasaba.

Escuchó: no se oía nada. Ni el tintineo de la vajilla, ni los crujidos de la tubería de la cocina dilatándose. Estiró un brazo y encontró su reloj sobre la mesilla. ¿Cómo era posible que siendo las siete y cuarto, Nissa no estuviese levantada? El servicio religioso comenzaría en menos de dos horas.

Oyó pasos en la escalera en el mismo instante en que sus talones tocaron el suelo. Sin perder tiempo en ponerse una bata, abrió la puerta de par en par y se encontró con Theodore en el descansillo, con los ojos ensombrecidos por la preocupación y el cabello revuelto de recién levantado.

– ¿Qué pasa?

– Mamá. Está enferma.

– ¿Enferma? ¿Por el vino de moras?

Mientras hablaba, Linnea ya seguía a Theodore escaleras abajo, descalza.

– No lo creo. Tiene escalofríos y congestión.

– ¿Escalofríos y congestión?-A Linnea se le erizó la piel mientras se apresuraba para seguir a Theodore. Al pie de la escalera, lo agarró del hombro, haciéndolo detenerse y darse la vuelta de golpe-. ¿Es grave la congestión?

Tenía los ojos y las mejillas macilentos por la preocupación.

– Creo que si.

– ¿Será… -Tras un falso comienzo, logró expresar con palabras su temor-…la gripe?

Theodore encontró la mano de su esposa y se la oprimió.

– Esperemos que no.

Pero cuando acudió el médico que mandaron llamar al pueblo, la esperanza quedó aplastada. Cuando el médico se fue, hubo que clavar en la puerta trasera una señal amarilla y negra de cuarentena y Theodore y Linnea recibieron instrucciones de no entrar ninguno de los dos en el cuarto de Nissa sin una máscara cubriéndoles la nariz y la boca. Se miraron, sin poder creer lo que oían. La gripe golpeaba a los soldados que peleaban en las trincheras y a los habitantes de las grandes ciudades, no a los granjeros de Dakota del Norte, que tenían una provisión interminable de aire puro para respirar. Y, desde luego, no los viejos abejorros como Nissa, que zumbaban de una tarea a otra a tal velocidad que parecía que ningún germen podría alcanzarla. No a Nissa, que la noche anterior había estado bebiendo vino y bailando con sus hijos. Nissa, que casi nunca había sufrido un simple resfriado.

Pero se equivocaban. Antes de terminar el día, el aparato respiratorio de Nissa ya estaba lleno de fluidos. La respiración se hizo estridente y los escalofríos le sacudían el cuerpo y ni el agua de quinina que le obligaban a beber periódicamente la aliviaba. Theodore y Linnea la observaban impotentes, viendo cómo empeoraba con aterradora rapidez. Le secaban el sudor, la alimentaban, le acomodaban las almohadas y se turnaban para velar junto a ella.

Pero al final del primer día, dio la impresión de que estaban luchando una batalla perdida de antemano. Sentados a la mesa de la cocina, miraban desconsolados la sopa que ninguno de los dos tenía ganas de comer, las manos ociosas junto a los tazones.

Se miraron angustiados y sus altercados les parecieron insignificantes. Sobre el mantel de hule a cuadros rojos y blancos, Theodore apoyó la mano sobre la de ella.

– Tan rápido -dijo, con voz trémula.

Linnea giró la mano y los dedos se entrelazaron.

– Lo sé.

– Y no podemos hacer nada.

– Podemos seguir pasándole la esponja húmeda y dándole quinina. Puede ser que, durante la noche, todo cambie y mejore.

Pero los dos sospechaban que no era más que una expresión de deseos. La gripe hacía presa, primero, de los más viejos, los más débiles y los más jóvenes. Y de los que enfermaban, pocos sobrevivían.

Theodore fijó la vista en las manos unidas y frotó la de Linnea con el pulgar.

– Ojalá pudiera sacarte de aquí para que estuvieses a salvo.

– Estoy bien. No he tenido ni un estornudo.

– Pero, el niño…

– El niño también está bien. No tienes que preocuparte por nosotros.

– Has tenido una larga jornada. Quiero que descanses.

– Pero tú también.

– Yo no soy el que está embarazado. ¿Me harás caso?

– Los platos…

– Déjalos. Veo que estás a punto de caerte de la silla. Ven, vamos.

La tomó de la mano, la llevó al dormitorio de los dos, destapó la cama, la hizo sentar en el borde y se arrodilló para quitarle los zapatos. La ternura y la consideración de su esposo le encogieron el corazón y cuando bajó la vista y la posó sobre su coronilla, le pareció que casi no podía contener todo el amor y la preocupación por él. Había sufrido la pérdida de un hermano al que amaba, su hijo estaba luchando en la guerra, ¿también tenía que ver morir a su madre?

Tras quitarle el segundo zapato, Theodore le sostuvo el pie y lo acarició, al tiempo que alzaba la vista hacía ella.

– Linnea, con respecto a Isabelle…

Con un tierno gesto, lo hizo callar.

– No importa. Me comporté como una estúpida infantil y celosa, pero ya tienes bastante de qué preocuparte sin eso.

– Pero yo…

– Después hablaremos de ello… cuando Nissa se mejore.

La arropó con amor, acomodando las mantas bajo la barbilla y luego sentándose al lado, en el borde de la cama. Colocando las manos a ambos lados de la cabeza, se inclinó sobre ella observándole el rostro como si buscara allí la fuerza que necesitaba.

– Tengo tantas ganas de besarte…

Pero mientras hubiese gripe en la casa no podía. Sólo podía mirarla y lamentar la pasada semana de idiotez que los había alejado, que lo había impulsado a hacer tonterías para herirla, sabiendo que era la persona que menos quería herir en el mundo.

– Lo sé. Yo también tengo ganas de besarte.

– Te quiero mucho.

– Yo también te quiero y es muy bueno tenerte otra vez en nuestra cama.

Le sonrió, deseando poder meterse a su lado, acurrucarse apretadamente tras ella con la mano ahuecada sobre el hijo. Pero en la habitación contigua estaba su madre y ya hacía demasiado tiempo que estaba sin atención.

– Ahora, duerme.

– Despiértame si hay algún cambio.

Theodore asintió, apoyó la mano ea el vientre de su esposa, apagó la lámpara y salió.

Los pulmones de Nissa se llenaron de fluido y murió al tercer día.

Antes de que la carreta de la funeraria pudiese ir a buscar el cadáver, se cumplieron los peores miedos de Linnea: Teddy cayó abatido por el temido virus. Se quedó sola para atenderlo, sufrir, preocuparse, encerrada en la casa sin nadie con quien turnarse para velar junto al lecho ni consolarla en su pena. Ya agotada por los tres días de escaso sueño y aplastada por la desesperación, estaba casi exhausta cuando sonó un fuerte golpe en la puerta y se oyó la voz de Isabelle Lawler.

– ¡Señora Westgaard, voy a entrar!

Linnea gritó:

– No puede, estamos en cuarentena.

La puerta se abrió de golpe y entró la pelirroja.

– No tiene la menor importancia para una búfalo dura como yo. Ahora usted necesita ayuda y yo soy la que va a dársela. Por Dios, hija, tiene un aspecto que parece que el enterrador fuese a llevársela a usted también. ¿Ha dormido? ¿Ha comido?

– Yo…

La atrevida mujer no le dio tiempo a responder.

– Siéntese aquí. ¿Cómo está Ted?

– El… la respiración todavía no es muy difícil.

– Bien. Puedo hacerle tragar la quinina tan bien como usted, pero usted tiene que cuidar de ese pequeño y si permito que algo le pase a él o a usted, me temo que perdería mi trabajo de cocinera aquí en los años venideros, así que abra paso, mocosa.

Mientras hablaba, Isabelle se había quitado la pesada chaqueta masculina y Linnea se levantó como para recibirla.

– ¡He dicho que se siente! Necesita meterse una buena comida en el estómago y yo soy la persona justa para lograr que llegue ahí. Soy la mejor condenada cocinera de este lado de las Black Hilis, así que no me replique, hermana. Usted dígame lo que hay que hacerle a él, con qué frecuencia y si lo que la preocupa es que lo vea en cueros, bueno, ya lo he visto así y usted lo sabe, de modo que no voy a ruborizarme como una escolar ni a taparme los ojos. Y si cree que tengo intenciones con respecto a su hombre, bueno, también puede sacárselo de la cabeza. Lo que hubo entre nosotros terminó. Ya no tiene ningún interés en una grandota vocinglera y atrevida como yo, así que, ¿dónde está la quinina y qué le gustaría comer?

Así fue cómo la audaz Isabelle se atrincheró hasta que terminó el conflicto.

Para Linnea fue como una bendición del cielo. La trató como una madre, la consintió con permanente brusquedad y se turno para cuidar a Theodore con la misma rudeza. Era la mujer más atrevida que hubiese conocido, pero su misma franqueza la hacía reír a Linnea y le daba ánimos.

Isabelle circulaba por la casa como un huracán, con el rojizo cabello erizado y la voz masculina retumbante aun cuando susurraba. Linnea estaba profundamente agradecida de tenerla ahí. Era como si forzara al destino a aceptar sus ganas de vivir y a transferir una buena porción de ellas, invirtiéndolas en la curación de Theodore.

Cuando empeoró, las dos mujeres velaron juntas al lado de la cama y, por extraño que fuese, Linnea se sintió completamente cómoda, aun sabiendo que, a su modo, Isabelle amaba a Theodore. El enfermo respiraba con dificultad y la fiebre le hacía brillar la piel.

– Este maldito no va a morirse -afirmó Isabelle-, porque no se lo permitiré. Tiene que cuidaros a ti y al pequeño y no dejaré que rehuya su deber.

– Ojalá tuviese la misma certeza.

Otra mujer hubiese estirado una mano para consolarla, pero no Isabelle. Su mentón adquirió un ángulo más obstinado aún.

– Un hombre que está tan feliz con su hijo por nacer y su nueva esposa, tiene muchas razones para luchar.

– ¿Él, él le dijo que estaba feliz?

– Me dijo todo. Me contó vuestra pelea, por qué estabas durmiendo en la habitación de arriba. Estaba acongojado.

Linnea posó la vista en su regazo.

– No pensé que te contaría todo.

Isabelle separó las rodillas y apoyó las manos en ellas.

– Ted y yo siempre pudimos conversar.

Linnea no supo qué decir. Ya no pudo seguir albergando celos.

Con la vista posada en Theodore, en esa pose masculina, Isabelle prosiguió:

– Lo que Ted y yo hicimos juntos no es nada que deba preocuparte. Todavía eres joven y tienes mucho que aprender sobre las necesidades humanas. Sencillamente, tienen que ser satisfechas. Caramba, él nunca me amó… esa palabra no surgió ni una sola vez. -Se respaldó, sacó del bolsillo los útiles para armar cigarrillos y empezó a fiar uno-. Pero es un buen hombre, un maldito buen hombre. No creas que no lo se… o sea, una mujer como yo… vamos… -Dejó que las palabras se perdieran y lanzó un resoplido despectivo, contemplando el cigarrillo mientras sellaba la abertura y lo alisó. Sacó cerillas del bolsillo del delantal, lo encendió con un chasquido de la uña del pulgar y lanzó una nube de humo fragante a la habitación.

Se respaldó, apoyó los pies cruzados sobre el borde del colchón y sopló en silencio, entrecerrando los ojos para protegerlos del humo. Después de un rato, dijo- Eres una mujer muy afortunada, maldita sea.

Linnea la observó: tenía el delantal sucio. Su barriga sobresalía más que la de la propia Linnea. Sostenía el cigarrillo entre pulgar e índice, como un hombre, y balanceaba la silla sobre dos patas. Pero creyó detectar el brillo de una única lágrima en la comisura del ojo.

En un impulso, extendió una mano y la apoyó sobre el brazo de Isabelle.

La pelirroja miró la mano, se sorbió de nuevo, sujetó el cigarrillo entre los dientes, le dio dos palmadas en la mano y luego tomó otra vez el cigarrillo.

– Volverás el año próximo, ¿verdad? -le preguntó la joven.

– Maldita sea si no. Me moriré de impaciencia por echar un vistazo al pequeño de Ted.

Al séptimo día, supieron que Theodore viviría.

26

Los más viejos, los más débiles, los más jóvenes. La gripe española elegía sus presas primero entre estos y de la familia Westgaard arrebató uno de cada uno. De los más viejos, se llevó a Nissa. De los más débiles, a Tony. Y de los más jóvenes, a Roseanne. Nissa murió sin saber que su nieta también había enfermado.

Era una enfermedad veleidosa, que asolaba indiscriminadamente un hogar tras otro en la pradera de Dakota mientras dejaba a algunos intactos.

No encontraban una pauta que indicase a quién se llevaba y a quién dejaba. Ese mismo carácter impredecible la hacía más mortal. Pero como si la Providencia deparase algo mejor a Theodore y a Linnea Westgaard, Theodore salió de la enfermedad sin una secuela más grave que la pérdida de unos cuatro kilos y a Linnea la dejó intacta.