Lo siguiente que escuchó fue el choque de metal contra metal y un instante después, Fabia saltó de la cama y se dirigió a la puerta. Ven, tenía que ir a ayudarlo.
En un minuto salió corriendo de su habitación a la sala. De pronto sintió la luz en sus ojos y se detuvo, parpadeó y fue entonces que vio que Ven no estaba en peligro.
– ¿Qué te pasa, Fabia? -le preguntó él, alejándose del balcón donde debió haberse asomado y se acercó a ella.
– Yo… este… -ella luchó para aclarar sus pensamientos. Ven estaba bien y no importaba qué hora era pero… no estaba acostado y como lo vio vestido, pensó que acababa de entrar o que leía cuando escuchó el choque de los autos-. Creo que estaba soñando -musitó sintiéndose como una tonta y lo miró tratando de disculparse, pero más que nada queriendo regresar a su habitación con algo de dignidad.
Aunque con sus ojos, somnolientos se fijaron en los ojos negros de Ven descubrió que no había allí señal de que la considerara tonta. Lo que más había allí era ternura y murmuró:
– Pobre drahá -expresó mientras levantaba una de las cintas del camisón de Fabia que había resbalado por su hombro.
Ella se percató entonces de que podía regresar en ese instante, con dignidad a su habitación, pero el contacto de su mano en el hombro la hizo estremecer; él le encantaba así, tierno y bondadoso. Y lo que fuera que quería decir drahá le había gustado también.
Así que, mientras la parte racional de su conciencia la hizo volverse para regresar a su dormitorio, la otra parte, la que lo amaba y la hacía estremecerse, la hizo esperar un momento.
– ¿Hu… hubo un choque? -replicó él y para ayudarla colocó su brazo alrededor de su hombro desnudo y caminó hacia su dormitorio.
– ¿Crees que hay heridos? -insistió ella, sintiendo que temblaba por dentro.
– Lo dudo por la forma en que los dos conductores salieron de sus vehículos listos para matarse -respondió Ven y se detuvo en la puerta del dormitorio de Fabia.
Allí era donde ella debía despedirse, e intentaba hacerlo. Sólo que volvió a mirarlo a los ojos y vio de nuevo su ternura. Abrió la boca, pero no pudo pronunciar ni una palabra y entonces, casi imperceptiblemente aunque estaba segura de que lo había sentido, él la apretó un poco con el brazo.
– ¡Ay, Ven! -se quejó, sintió que la apretaba mucho más y que había levantado su otro brazo para estrecharla.
Compartieron un beso. Un beso que ella había ofrecido y a medida que su corazón empezó a cantar sus brazos se entrelazaron en el cuello de Ven.
Habían desaparecido sus pesadillas, sus pensamientos tormentosos. De hecho, abrazada a él mientras continuaba besándose, ni siquiera podía pensar. Y cuando Ven se despojó de su chaqueta, deseó para estar más cerca de él, que si estaba soñando no quería despertar.
– ¡Fabia! -murmuró en su oído mientras ella apretaba su cuerpo casi desnudo contra el de él.
– ¡Ven! -susurró y no se dio cuenta de que habían entrado al área oscura de su habitación.
La luz de afuera y la de la sala los iluminaba y Ven la guió hasta su cama y allí se sentó junto a ella.
– ¡Fabia hermosa! -murmuró él y con sus manos cálidas acarició su espalda y luego le besó las mejillas.
Ella jadeó de placer cuando los besos continuaron hasta sus senos. Esa vez ella no tuvo objeción cuando él, con calma, le desató las cintras del camisón. Luego, con los ojos fijos en los de ella, bajo la tenue luz, dejó que el camisón se deslizara hasta abajo de su cintura.
– Moje mita -le dijo él con cariño y alejándose admiró sus blancos y sedoso senos. Exclamó algo en su idioma y luego murmuró:
– ¡Querida! -y con ternura le acarició el cuello.
– ¡Ay, Ven! -ella se estremeció de placer y de pasión, porque él la siguió acariciando-. Yo también quiero acariciarte -murmuró con un poco de timidez en la voz.
Para alegría suya, Ven no sólo escuchó sino que comprendió y con discreta gentileza, la besó en la boca mientras se quitaba la ropa.
Fabia lo volvió a abrazar y descubrió que ya no tenía la camisa puesta. Ella quería gritar su nombre, pero él volvió a besarla y la joven sintió que lo amaba, que lo deseaba, que lo necesitaba. Ven la recostó sobre su espalda y cuando le quitó el camisón por completo ella no protestó.
– Eres tan exquisita -murmuró el escritor con voz ronca y la besó desde la cintura hasta su boca.
¡Mi adorado, adorado!, deseaba ella gritar y cuando él se acostó con ella y entrelazaron su piernas, ella se percató de que no llevaba puesto su pantalón.
– ¡Ven! -exclamó con alegría y comprendió que pronto sería suya.
Y eso era lo que ella deseaba pero parecía una tontería que, mientras la acariciaba y su cuerpo entraba en contacto con su virilidad, ella se sentía presa de pánico.
– ¡Oh! -expresó y se alejó de él, pero su reacción fue momentánea-. Lo siento -le susurró casi al mismo tiempo. Y para que Ven se convenciera de que lo sentía de veras lo abrazó con ambos brazos y lo acercó a ella, pero el daño estaba hecho y Ven se resistió.
Cuando él se alejó por completo, ella se quedó horrorizada. Sintiéndose aturdida, observó cómo él se sentó en el borde de la cama vio que recogía su camisa y su pantalón.
– Te dije que lo siento -exclamó la joven con ansiedad-, por favor, Ven -le suplicó, su cuerpo clamaba por él.
Escuchó algún adjetivo rudo en checo y luego:
– ¡Olvídalo! -espetó mientras se ponía de nuevo su pantalón.
– ¿Olvídalo? -repitió ella atónita-. ¿Pero qué…? ¿Qué hice? -preguntó ella, sabiendo, por instinto, que había algo mal allí aparte de su inesperado momento de pánico-. ¿Hice algo mal?
– Y como -refunfuñó él y se detuvo en la puerta para agregar con tono salvaje-: ¡Nunca me gustaron las mujeres tan empalagosas!
Fabia se quedó mirando la puerta después de que él la cerró con cuidado. De hecho, estaba acostada donde él la había dejado herida, lastimada y tratando de comprender lo sucedido cuando unos minutos después, en el silencio de la noche, escuchó que se cerraba la puerta de la suite. ¡Ven se había ido!
En ese momento un tumulto de emociones se apoderó de ella, se preguntó que fue lo que lo hizo decir lo que dijo y luego… irse de la habitación con tanta calma. "¡El cerdo, el puerco, el rata!", le dijo. ¿Cómo se había atrevido a hacerle eso a ella? ¿Cómo se había atrevido a llevarla a las puertas del paraíso y luego soltarla, así nada más?
Fabia todavía se sentía furiosa cuando después de una hora se percató de que Ven no había regresado. Sin duda había ido a buscar otros brazos menos empalagosos decidió iracunda y celosa. Bueno, "vete al diablo querido", pensó enardecida y orgullosa. Con certeza de que había sido la última vez que lo vería salió de la cama, se bañó y se vistió.
"¡Empalagosa!", recordaba. ¡Cara o no Cara, era el colmo!, sacó la maleta e iracunda empezó a guardar allí sus pertenencias, decidida a tomar el primer avión que saliera de Praga.
Ya estaba a punto de amanecer, pero cuando salió el sol por completo, aunque ella y su orgullo estaban seguros de que primero lo mandaría al infierno que volver a hablarle, ciertos detalles prácticos había entrado en su cabeza.
Su otra maleta estaba en el hotel en Mariánské Lázne. Y a pesar de que no le importaba dejarla allí, ¿qué iba a hacer con su auto? Era el regalo de sus padres, de cuando cumplió dieciocho años de edad ¡Le harían bastantes preguntas!
La había lastimado y quería curar sus heridas en privado. Su orgullo le exigía que nadie, incluyendo sus padres, debía saber que estaba sufriendo, sangrando por dentro.
Fabia lloró acostada en la cama y decidió pensar en su situación. Pero, por más que deseaba no regresar a Mariánské Lázne, tuvo que aceptar que esa era su única opción.
Sintió cierto alivio por el hecho de que no tendría que volver a ver a Ven Gajdusek de nuevo. Aunque el destino parecía reírse de ella, pues recordó que por la manera en que la había dejado, haría lo imposible para evitar encontrársela, ni por accidente.
De todas maneras, si tenía suerte, y ya era tiempo de que la tuviera, era posible que el taller hubiera dejado su auto en el hotel o que, al menos, hubiera llamado por teléfono para decir que estaban esperando que lo fuera a recoger.
Fabia cerró la maleta y llamó a la recepción para que le informaran acerca de los horarios de los trenes. Con un poco más de suerte, y si los transportes la favorecían, podía salir el mismo día de su llegada de Mariánské Lázne y, aunque tuviera que ir al taller por su auto, podría cruzar esa noche la frontera de Checoslovaquia camino a Inglaterra.
Antes de las ocho de la mañana, Fabia abandonó el hotel y poco después estaba en la estación de trenes de Praga. A las ocho cuarenta y siete salió su tren para Mariánské Lázne. La primera etapa de su misión había acabado.
El tren debía llegar a su destino a mediodía, lo que le permitiría, libre de otras ocupaciones, repasar una y otra vez todo lo que había sucedido.
Se había acercado demasiado a Ven cuando estaba entre sus brazos, tenía que admitirlo, pero era porque lo amaba. Claro que él no le correspondía, ni ella esperaba que lo hiciera, pero no se había resistido cuando le iba a hacer el amor, ¿no era cierto? ¡Qué esperaba de ella, por amor de Dios!
Durante la siguiente hora Fabia alternó entre la ira de que la hubiera conducido a tanta pasión sólo para detenerse cuando ella respondió, y entre el desaliento de que él la pudo trastornar tanto que no tenía ni idea de dónde estaba.
Trató de pensar en otras cosas, pero fue en vano. Pensó en otros sucesos desde que había llegado a Checoslovaquia y concentró sus pensamientos en Lubor, que no pensaba que ella era bastante empalagosa. Pero para enfado suyo sus pensamiento volvieron a Ven, y comprendió cuál era el motivo por el cual se había indignado tanto cuando Lubor trató de besarla el viernes anterior. Ya estaba enamorada de Ven sin saberlo. Los labios de Lubor no eran los labios indicados y ella lo había sabido inconscientemente. ¡No eran los correctos!
Claro que Ven Gajdusek no abrigaba tan delicados sentimientos, ni consciente ni inconscientemente. Ella le importaba un comino y para demostrarlo había ido, probablemente, de su cama al lecho de otra mujer.
Debido a algún retraso inesperado su tren llegó tarde a Mariánské Lázne, y ya eran las doce y media cuando tomó el taxi que la llevaría al hotel que había dejado desde… ¿eran sólo tres días atrás?
Sabría por fin si había noticias para ella. Con una sonrisa brillante, preguntó:
– ¿No ha llegado mi auto…? ¿Hay algún mensaje para mí del taller? -el tono de su voz era amable, la atendía el joven al que había visto tantas veces antes y quien, por su amplia sonrisa, se acordaba de ella.
– Temo que no, señorita Kingsdale -se disculpó y mientras le pasaba una tarjeta de reservación para que ella la llenara, Fabia, pensando en otras cosas, empezó a hacerlo de manera mecánica.
– ¿Cuánto tiempo estará con nosotros? -preguntó él cuando ella le entregó el documento.
– Creo que nada más esta noche -respondió, ya que había esperado irse ese mismo día, pero como necesitaba un lugar donde hacer un balance de sus pensamientos y tener una habitación donde relajarse y pensar en privado, era una buena idea.
Lo primero que hizo llegando a su dormitorio fue ir a sentarse junto al teléfono y tratar de concentrar su atención en lo que tenía que hacer. Era importante llamar a sus padres para decirles que no la esperaran ese día. Pero, si llamaba primero al taller, tendría idea ya de cuándo podía regresar a Inglaterra.
Lo haría así, cruzó los dedos y decidió pedir ayuda al joven de la recepción. Iba a ocupar el teléfono, cuando sonó.
– ¿Hola? -dijo y no le hubiera sorprendido si la llamaran de la recepción porque no había llenado bien su tarjeta, pero no era el recepcionista, sino Lubor Ondrus, el secretario de Ven.
– ¡Qué bueno que te encuentro! -exclamó él para empezar.
Fabia no tenía idea de si Lubor sabía que ella se había ido a Praga con su patrón el domingo pasado, pero como no quería discutir el asunto y como él, tal vez, había llamado el día anterior y no la había encontrado, decidió suponer que no lo sabía.
– ¿Cómo has estado, Lubor?
– Extrañándote, claro -nunca perdía una oportunidad para coquetear.
– Estoy segura de que no me llamaste sólo para decirme eso -replicó ella que no tenía humor para sus bromas.
– Tienes razón, por supuesto, aunque siempre es un placer hablar contigo, sí, tengo algo especial que decirte -esperaba que no fuera a invitarla a salir y empezó a pensar en alguna excusa cuando-. Han entregado aquí tu auto, a la casa del señor Gajdusek. Pensé que querrías…
– ¡Allí está mi auto! -exclamó ella y al comprender que no tendría que salir a buscar el taller, rezó en silencio para agradecer su buena suerte-. Ahora mismo voy a recogerlo -le dijo a Lubor-. Adiós.
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