– De acuerdo.

– Tendremos que hacer algunos ajustes para la tele, claro -continuó ella, tratando de no dar importancia a las respuestas monosilábicas de Pierce-. Pero, en general, supongo que la idea es una versión condensada del espectáculo que sueles hacer en los clubes.

– Exacto.

En el poco tiempo que hacía desde que conocía a Pierce, había llegado a saber que era un hombre de naturaleza amistosa y con sentido del humor. Pero en aquel instante había levantado una barrera entre ambos y era evidente que estaba impaciente por que se marchara. La disculpa que había pensado presentarle no podría tener lugar en ese momento.

– Estoy segura de que estarás ocupado -dijo ella con sequedad y se dio media vuelta.

Ryan descubrió que le dolía que le hiciese el vacío. Pierce no tenía derecho a hacerle daño. Por fin, dejó el escenario sin molestarse en volver la cabeza para mirarlo.

Pierce la observó hasta que las puertas traseras del teatro se abrieron y cerraron una vez hubo salido ella. Sin apartar los ojos de las puertas, apretó la pelota que tenía en la mano hasta aplanarla. Tenía mucha fuerza en los dedos, la suficiente para haber roto los huesos de la muñeca de Ryan, en vez de hacerle un simple moretón.

No le había gustado ver el moretón. Pero tampoco le gustó recordar que Ryan lo había acusado de intentar seducirla mediante engaños. Él nunca había forzado a ninguna mujer. Y Ryan Swan no sería la excepción. Podría haberla poseído aquella primera noche, durante la tormenta, cuando ella se había apretado contra su cuerpo.

¿Por qué no lo había hecho?, se preguntó Pierce al tiempo que tiraba la pelota al suelo. ¿Por qué no la había llevado a la cama y había hecho todas esas cosas que había deseado con tanta desesperación? Porque Ryan había levantado la cabeza y la había mirado con una mezcla de pánico y aprobación. La había notado vulnerable. Y Pierce se había dado cuenta, con algo parecido al miedo, de que también él se había sentido vulnerable.

Desde entonces, no había logrado quitársela de la cabeza. Cuando la había visto entrar en la suite esa mañana, Pierce se había olvidado de las notas que había estado tomando para uno de sus números. Había sido verla, con uno de aquellos condenados trajes a medida, y se había olvidado de todo. Había entrado con el pelo revuelto por el viento después del viaje, como la primera vez que la había visto. Y lo único que había querido había sido abrazarla, sentir aquel cuerpo pequeño y suave contra el suyo.

Tal vez había empezado a enfurecerse en ese mismo momento, a perder el control por las palabras y la mirada acusadora de Ryan.

No debería haberle hecho daño. Pierce bajó la mirada y maldijo. No tenía derecho a hacerle la menor marca en la piel. Un hombre no podía hacerle nada peor a una mujer. Ella era más débil y él había utilizado eso en su contra. Su fuerza y su genio, dos cosas que hacía muchísimo tiempo que se había prometido no usar nunca contra una mujer. En su opinión, ninguna provocación podía justificar un comportamiento así. No podía echar la culpa a nadie más que a sí mismo por aquella agresión.

No podía seguir pensando en ello ni en Ryan si quería seguir trabajando. Necesitaba estar concentrado. Lo único que podía hacer era dar marcha atrás y llevar la relación que Ryan había planteado desde el principio. Una relación estrictamente profesional. Trabajarían juntos. No tenía duda de que cosecharían un éxito en televisión. Pero eso sería todo. Hacía tiempo que había aprendido a controlar el cuerpo mediante la mente. Podía controlar sus necesidades y emociones del mismo modo.

Pierce volvió a maldecir. Luego se dio la vuelta para hacer un par de observaciones más al director de iluminación.

Capítulo VII

Las Vegas era una ciudad a la que resultaba difícil resistirse. Dentro de los casinos no había diferencia entre el día y la noche. Sin relojes y con el continuo tintineo de las máquinas tragaperras, no era difícil perder la noción del tiempo y reinaba una intrigante desorientación horaria. Ryan se encontró con personas vestidas con traje de noche a las que las apuestas las habían retenido junto a las máquinas hasta el amanecer. Los dólares cambiaban de manos por miles en las mesas de blackjack. En más de una ocasión, contuvo la respiración mientras la ruleta daba vueltas con una pequeña fortuna abandonada a los caprichos de una bolita de plata.

Descubrió que había ludópatas de todo tipo: fríos, desapasionados, desesperados, intensos; una mujer alimentaba la ranura de la máquina tragaperras constantemente mientras otro hombre se dedicaba a probar fortuna con los dados. Una nube de humo flotaba en el aire por encima de los sonidos de alegría y desencanto de quienes ganaban o perdían una apuesta. Las caras cambiaban, pero el juego continuaba. Otra tirada de dados, otra partida de blackjack.

Los años de formación en Suiza habían conseguido que Ryan no se dejara llevar por el apasionamiento en las apuestas que había heredado de su padre. Pero en esa ocasión era distinto. Por primera vez, Ryan se sintió tentada de coquetear con la Diosa Fortuna. Venció la tentación diciéndose que le bastaba con mirar. Tampoco tenía muchas más cosas que hacer.

Veía a Pierce durante los ensayos y, fuera del escenario, apenas tenía contacto con él. Resultaba asombroso que dos personas pudieran compartir una suite sin cruzarse casi en todo el día. Por muy temprano que se levantara, él había madrugado más y ya se había marchado. En una o dos ocasiones, después de llevar mucho tiempo acostada, Ryan había oído un ligero clic en el cerrojo de la puerta principal. Y cuando hablaban, sólo era para intercambiar ideas y discutir la mejor forma de adaptar a la televisión el espectáculo que solía llevar a cabo en los clubes. Eran conversaciones relajadas y técnicas.

Estaba intentando evitarla, pensó Ryan la noche del estreno, y le estaba saliendo de maravilla. Si se había propuesto demostrar que compartir una suite no tenía por qué suponer nada personal, lo había logrado con creces. Eso era lo que ella misma quería, por supuesto, aunque, por otra parte, echaba de menos la alegre camaradería que habían compartido. Echaba de menos verlo sonreír.

Ryan decidió seguir el espectáculo desde un lateral del escenario, oculta por el telón. Desde allí dispondría de una vista perfecta y podría tomar nota del ritmo con el que Pierce se movía y el estilo con el que realizaba los trucos. Los ensayos le habían dado la oportunidad de familiarizarse con sus hábitos de trabajo y desde el lateral del escenario podía supervisar su actuación desde un nuevo punto de vista. Quería ver más de lo que el público o las cámaras, pudieran captar.

Con cuidado de no estorbar a los tramoyistas, se acomodó en una esquina y observó el espectáculo. Desde los primeros aplausos, cuando el presentador lo anunció, Pierce se metió a los espectadores en el bolsillo. ¡Dios!, ¡era tan atractivo!, pensó mientras examinaba sus movimientos. Era elegante, dinámico y sabía dar tensión en los momentos adecuados. Tenía suficiente personalidad para mantener el interés del público con su mera presencia. El carisma que poseía no era un efecto ilusorio, sino que formaba parte integral de él igual que el color de su pelo. Iba de negro, como era habitual en Pierce. No necesitaba colores brillantes para conseguir que los ojos de los espectadores permanecieran pegados a él.

Hablaba mientras actuaba. Simple charlatanería, la habría llamado Pierce. Pero era mucho más que eso. Sus palabras y la cadencia con que las pronunciaba contribuían a crear un ambiente u otro. Podía alargarlas y espaciarlas mientras hacía que un péndulo oscilara en el aire sin nada que lo sujetara, y luego las agolpaba todas juntas justo antes de que saltara una llamarada de su palma desnuda. No se limitaba a ser pragmático, como en los ensayos, sino que cultivaba el aura de misterio que le había parecido percibir en él la primera vez que lo había visto.

Ryan siguió mirando mientras lo encerraban encadenado dentro de un saco atado, metido, a su vez, en un baúl cerrado a cal y canto. De pie sobre el baúl, Bess subió una persiana y contó hasta veinte. Cuando soltó la persiana, era Pierce quien estaba de pie sobre el baúl. Y, por supuesto, cuando abrió los cerrojos del baúl y desató el saco, Bess estaba dentro. Pierce lo llamaba tele transportación: A Ryan le parecía sencillamente increíble.

Sus fugas la ponían nerviosa. Ver cómo voluntarios del público lo encerraban en unas cajas diminutas y sin agujeros que ella misma había examinado la hacía romper a sudar. Podía imaginarse dentro de un espacio tan pequeño y casi sentía su propio aliento asfixiándola en los pulmones. Pero Pierce nunca tardaba más de dos minutos en liberarse.

Para terminar, encerró a Bess en una jaula, la cubrió con una tela y la hizo levitar hacia el techo del escenario. Cuando la bajó segundos después, Bess había desaparecido y, en su lugar, había una pantera. Observándolo, viendo la intensidad de su mirada, los hoyuelos y sombras misteriosas de su cara, Ryan casi creía que había vencido las leyes de la naturaleza. En ese momento anterior a bajar la cortina y descubrir que Bess se había convertido en pantera, Pierce tenía mucho más de hechicero que de artista.

Ryan quiso preguntarle, convencerlo para que le explicara ese número de alguna forma que le resultase comprensible. Cuando Pierce terminó el espectáculo y sus ojos se cruzaron, Ryan se tragó las palabras.

Tenía el rostro perlado de sudor debido a los focos y al esfuerzo de mantener la concentración. Ryan quiso acariciarlo. Descubrió, no sin asombro, que verlo actuar la había excitado. Sintió un fogonazo de deseo potentísimo, como jamás había sentido ninguno. Se imaginó que Pierce la hacía suya con aquellas manos ágiles e inteligentes. Luego imaginó su boca, aquella boca increíblemente sensual. Imaginó que aquellos labios se apoderaban de los de ella y la transportaban a ese mundo extraño e ingrávido que él conocía. Si se acercaba a Pierce en ese momento, se preguntó, si se ofrecía o le pedía que le satisficiese, ¿lo encontraría tan excitado como lo estaba ella? ¿Permanecería indiferente o le mostraría en silencio hasta dónde podía llegar su magia?

Pierce se detuvo frente a Ryan y ésta dio un paso atrás, estremecida por sus propios pensamientos. La piel le ardía, la sangre corría como lava por sus venas, empujándola a dar un movimiento hacia él. Consciente de su excitación, pero reacia a sucumbir, se obligó a mantener la distancia.

– Has estado fantástico -dijo, pero se notó cierta rigidez en el halago.

– Gracias -se limitó a responder Pierce mientras pasaba de largo.

Ryan sintió que le dolían las palmas y se dio cuenta de que se estaba clavando las uñas. Aquello tenía que acabar. No podían seguir así, se dijo justo antes de girarse para dar alcance a Pierce.

– Ryan -la llamó entonces Bess, asomando la cabeza por la puerta del vestuario-. ¿Qué te ha parecido el espectáculo?

– Maravilloso -Ryan miró hacia el pasillo. Ya le había perdido el rastro a Pierce. Quizá fuese mejor así-. Supongo que no podrás contarme el secreto de cómo hacéis el número final, ¿verdad? -le preguntó.

– No si quiero seguir con vida -contestó Bess entre risas-. Venga, entra. Acompáñame mientras me cambio. Ryan accedió y cerró la puerta del vestuario. El interior, estaba impregnado de un olor mezcla de maquillaje y polvos.

– Tiene que ser toda una experiencia que te conviertan en pantera.

– ¡Si supieras! Pierce me ha convertido en todo lo imaginable, ande, repte o vuele; me ha cortado en pedacitos con la sierra y me ha hecho tumbarme sobre espadas. Una vez, me hizo dormir sobre una cama de clavos tres metros por encima del suelo del escenario -comentó Bess. Mientras hablaba, iba quitándose la ropa que había llevado durante el espectáculo con la inocencia de una niña de cinco años.

– Debes de confiar mucho en él -dijo Ryan mientras buscaba con la mirada una silla vacía. Al parecer, Bess tenía la costumbre de repartir sus cosas por todo el espacio que hubiese disponible.

– Quita lo que te estorbe -sugirió mientras se ponía un camisón azul que había dejado sobre el brazo de un asiento-. ¿Cómo no voy a confiar en Pierce? Es el mejor. Ya lo has visto durante los ensayos -añadió mientras se sentaba frente al espejo para limpiarse el maquillaje que se había puesto para el escenario.

– Sí -Ryan dobló una blusa arrugada y la puso a un lado-. Es muy perfeccionista.

– Cuida hasta el último detalle. Primero desarrolla los números que quiere incluir en los espectáculos sobre el papel, luego los repasa una y otra y otra vez en la mazmorra esa en la que trabaja antes de pensar siquiera en enseñarnos algo a Link o a mí -Bess miró a Ryan con un ojo lleno todavía de maquillaje y el otro ya desmaquillado-. La mayoría de la gente no sabe cuánto trabaja, porque hace que parezca muy fácil. Y eso es lo que Pierce quiere.