– Por Pierce -dijo y levantó la copa.

– Por Pierce -Bess completó el brindis y apuró el champán que le quedaba-. Se marchó del orfanato a los dieciséis años. Lo eché de menos una barbaridad. Creí que nunca más volvería a verlos, ni a Link ni a é1. Puede que fueran los dos años más solitarios de mi vida. Hasta que entonces, un día, estaba trabajando en un restaurante en Denver y entró. No sé cómo me localizó, nunca me lo ha dicho; pero entró y me dijo que dimitiera, que iba a trabajar para él

– ¿Así sin más? -preguntó Ryan.

– Así sin más.

– ¿Y qué le dijiste?

– No dije nada. Era Pierce -Bess sonrió e hizo una seña a la camarera para pedir más champán-. Dejé el restaurante. Nos echamos a la carretera. Bebe un poco, cariño, te llevo una de ventaja.

Ryan la contempló unos segundos, luego obedeció y se terminó la copa de un trago. No todos los hombres podían ganarse una lealtad tan inquebrantable de una mujer con carácter como Bess.

– No suelo tomar más de dos -comentó apuntando al cocktail.

– Esta noche sí -decidió Bess antes de continuar-. Siempre bebo champán cuando me pongo sentimental. No te creerías algunos de los lugares en los que actuamos aquellos primeros años… Fiestas de niños, despedidas de soltero, en fábricas. Nadie como Pierce para manejar un grupo revoltoso. Le basta mirar a quien sea para captar su atención; luego se saca una bola de fuego del bolsillo y lo deja mudo.

– Me lo creo -dijo Ryan y se rió imaginando la escena-. Para mí que ni siquiera le hace falta la bola de fuego.

– Exacto -contestó Bess complacida-. Lo cierto es que él siempre tuvo claro que triunfaría, y nos embarcó a Link y a mí en el viaje. No tenía por qué haberse ocupado de nosotros. Pero es así, no puede evitarlo. No deja que se le acerquen muchas personas, pero cuando te hace un hueco en su vida, eres su amigo para siempre. Link y yo no podremos seguir su ritmo de trabajo nunca, pero eso a él le da igual. Somos sus amigos -finalizó bajando la mirada hacia la copa.

– Creo que Pierce escoge muy bien a sus amigos -dijo Ryan con cautela y se ganó una sonrisa radiante de Bess.

– Eres una mujer encantadora, Ryan. Y una dama. Pierce es la clase de hombre que necesita a una dama a su lado.

De repente, a Ryan le resultó interesantísimo el color de su bebida:

– ¿Por qué dices eso? -preguntó desviando la mirada hacia abajo.

– Porque tiene clase, siempre la ha tenido. Necesita a una mujer con estilo y que sea tan cariñosa como él.

– ¿Es cariñoso, Bess? -Ryan levantó la vista y miró a Bess a los ojos-. A veces parece tan… distante.

– ¿Sabes de dónde salió la gata ésa que tiene? -preguntó Bess tras negar con la cabeza-. Alguien la atropelló y la dejó herida a un lado de la carretera. Pierce volvía de viaje después de una semana de actuaciones en San Francisco. Se paró y llevó a la gata al veterinario. Eran las dos de la mañana y no paró hasta despertar al veterinario y hacer que operase a una gata abandonada. Le costó trescientos dólares. Me lo dijo Link. ¿A cuánta gente conoces que haría algo así? -finalizó al tiempo que sacaba otro cigarro.

Ryan miró a Bess fijamente.

– Pierce se enfadaría si se enterase de que me estás contando todo esto, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Por qué lo has hecho?

– Es un truco que he aprendido de él con los años -respondió Bess, con una sonrisa radiante-. Miras fijamente a los ojos a una persona y te das cuenta de si puedes confiar en ella.

Ryan le sostuvo la mirada y respondió con solemnidad:

– Gracias.

– Además -añadió Bess como si la cosa no tuviera la menor importancia después de dar otro trago de champaña-, estás enamorada de él.

Ryan se atragantó. Trató de contestar, pero las palabras no lograron salir de su boca. Empezó a toser. -Bebe, cariño. Nada como el amor para atragantarse. Por el amor -Bess brindó con la copa de Ryan-. Y buena suerte para las dos.

– ¿Suerte? -dijo Ryan casi sin voz.

– Con hombres como estos dos, la necesitamos.

Esa vez fue Ryan la que pidió otra ronda.

Capítulo VIII

Ryan reía abiertamente cuando entró en el casino junto a Bess. El alcohol la había animado, pero, sobre todo, la compañía de Bess la alegraba. Desde que había regresado de sus estudios en Suiza, Ryan se había dejado muy poco tiempo para cultivar amistades Haber encontrado una tan rápidamente la embriagaba más de lo que, pudiera hacerlo el champán.

– ¿De fiesta?

Ambas alzaron la vista y reconocieron a Pierce. Sus rostros compusieron esa expresión de culpabilidad del niño al que sorprenden con la mano dentro del bote de las galletas de chocolate. Pierce enarcó una ceja. Bess soltó una risotada, se acercó a él y le dio un beso pletorita de entusiasmo.

– Sólo estábamos hablando. Ryan y yo hemos descubierto que tenemos muchas cosas en común.

– ¿De veras? -Pierce miró a Ryan, la cual se había llevado los dedos a la boca para sofocar una risilla. Resultaba evidente que habían hecho algo más que hablar.

– ¿Verdad que es increíble cuando se pone tan serio e irónico? -le preguntó Bess a Ryan. Luego le dio otro beso a Pierce-. No he emborrachado a tu chica, sólo la he ayudado a que se relaje un poco más que de costumbre. Además, ya es mayorcita… ¿Dónde está Link? preguntó, apoyando una mano sobre el hombro de Pierce, después de echar un vistazo alrededor.

– Mirando a los jugadores de dados.

– Hasta luego -Bess le guiñó un ojo a Ryan y desapareció.

– Está loca por él -le dijo Ryan a Pierce en voz baja, como si le estuviese confiando un secreto.

– Lo sé.

– ¿Hay algo que usted no sepa, señor Atkins? preguntó ella dando un paso al frente, y le satisfizo observar que los labios de Pierce se curvaban hacia arriba-. Me preguntaba si volverías a hacer eso por mí.

– ¿Hacer qué?

– Sonreír. Hace días que no me sonríes.

– ¿No? -Pierce no pudo evitar sentir una oleada de ternura, aunque tuvo que conformarse con retirarle el pelo de la cara con delicadeza.

– No. Ni una vez. ¿Te arrepientes?

– Sí -Pierce la estudió con una mano puesta encima de su hombro y deseó que Ryan no lo mirara de aquella manera. Había conseguido contener sus necesidades a pesar de compartir la misma suite; pero, de pronto, en medio de tantas personas, luces y ruidos, el volcán del deseo parecía a punto de estallar. Apartó la mano-. ¿Quieres que te lleve arriba?

– Voy a jugar al blackjack -lo informó con decisión-. Hace días que quiero hacerlo, pero me recordaba que jugarse el dinero en un casino era una tontería. Por suerte, se me acaba de olvidar -añadió risueña.

Pierce la sujetó de un brazo mientras ella avanzaba hacia la mesa.

– ¿Cuánto dinero llevas encima?

– Eh… no sé -Ryan miró dentro del bolso-. Unos setenta y cinco dólares.

– De acuerdo -accedió Pierce. Aunque perdiese, pensó, setenta y cinco dólares no supondrían un agujero grande en su cuenta corriente. La acompañó.

– Llevo días mirando cómo se juega -susurró mientras se sentaba a una mesa de apuestas de diez dólares-. Lo tengo todo controlado.

– Entonces como todo el mundo, ¿no? -ironizó Pierce, de pie junto a ella-. Veinte dólares en fichas para la dama -le dijo al repartidor.

– Cincuenta -corrigió Ryan tras contar de nuevo los billetes.

Pierce asintió con la cabeza y el repartidor le cambió los billetes por fichas de colores.

– ¿Vas a apostar? -le preguntó ella.

– Yo no juego.

– ¿Ah, no? -Ryan enarcó las cejas-. ¿Y no te juegas el tipo cada vez que te encierras en un baúl?

– No me juego nada -Pierce esbozó una sonrisa suave-. Es mi profesión.

– ¿Es que está en contra de las apuestas y otro tipo de vicios, señor Atkins? -preguntó ella tras soltar una risotada.

– No -Pierce sintió otra punzada de deseo y la sometió-. Pero me gusta poner mis propias reglas. Nunca es fácil vencer a la casa en su propio juego -añadió mientras repartían cartas.

– Esta noche me siento con suerte -comentó Ryan.

El hombre que estaba sentado a su lado alzó una copa de coñac y puso su firma en una hoja. Acababa de perder más de dos mil dólares, pero se lo había tomado con filosofía y estaba comprando otros cinco mil dólares en fichas. Ryan vio el destello del diamante que brillaba en su dedo mientras repartían las cartas. Luego levantó el borde de sus naipes con cuidado. Vio que le habían salido un ocho y un cinco. Una rubia joven pidió una tercera carta y se pasó de veintiuno. El hombre del diamante se plantó en dieciocho. Ryan se arriesgó, pidió otra carta y se alegró al ver que era otro cinco. Se plantó y esperó con paciencia mientras otros dos jugadores pedían cartas.

La casa tenía catorce, dio la vuelta a un tercer naipe y se quedó en veinte. El hombre del diamante maldijo en voz baja y perdió quinientos dólares más.

Ryan sumó sus siguientes cartas, pidió una tercera y perdió de nuevo. Imperturbable, esperó a tener más fortuna a la tercera. Sacó diecisiete entre las dos cartas. Antes de hacer la señal de que se plantaba, Pierce se adelantó y pidió una tercera.

– Un momento protestó Ryan.

– Dale la vuelta -dijo él sin más.

Ryan resopló por la nariz, se encogió de hombros y terminó obedeciendo. Le salió un tres: Con los ojos como platos, se giró en la silla para mirar a Pierce, pero éste estaba mirando las cartas. La casa se plantó en diecinueve y pagó.

– ¡He ganado! -exclamó encantada con el montón de fichas que empujaron hacia ella-. ¿Cómo lo has hecho? Pierce se limitó a sonreír y siguió mirando las cartas. En la siguiente mano, le dieron un diez y un seis. Aunque ella se habría arriesgado, Pierce le tocó un hombro y negó con la cabeza. Ryan se tragó sus protestas y se plantó. La casa pidió una tercera carta, sacó veintidós y quebró.

Ryan rió, entusiasmada, y volvió a girarse hacia Pierce.

– ¿Cómo lo haces? -repitió-. No puedes recordar todas las cartas que salen y calcular las que quedan… ¿o sí? -añadió frunciendo el ceño.

Pierce volvió a sonreír y negó con la cabeza por toda respuesta. Luego condujo a Ryan a otra victoria.

– ¿Qué tal si me ayudas a mí? -el hombre del diamante soltó sus cartas disgustado.

– Es un brujo -le dijo Ryan-. Lo llevo conmigo a todas partes.

– Pues a mí no me vendrían mal un par de hechizos -comentó la rubia al tiempo que se recogía el pelo tras la oreja.

Ryan vio cómo la joven le lanzaba una mirada coqueta a Pierce mientras se volvían a repartir cartas.

– Es mío -dijo con frialdad y no vio a Pierce enarcar ambas cejas. La rubia volvió a centrarse en sus cartas.

Durante la siguiente hora, la suerte siguió acompañando a Ryan… o a Pierce. Cuando la montaña de fichas que había frente a ella era suficientemente grande, Pierce le abrió el bolso y las metió dentro.

– No, espera. ¡Si estoy calentando motores!

– El secreto de ganar es saber cuándo parar -contestó Pierce mientras la ayudaba a ponerse de pie-. Cámbialas en caja, Ryan, antes de que se te ocurra gastártelas en la ruleta.

– Pero yo quería seguir jugando -protestó ella, mirando hacia atrás, hacia la mesa que acababan de dejar.

– No por esta noche.

Ryan soltó un suspiro de resignación y volcó el contenido del bolso frente a la caja. Junto a las monedas aparecieron un peine, una barra de labios y un penique aplanado por la rueda de un tren.

– Me trae suerte -comentó ella cuando Pierce lo levantó para examinarlo.

– Así que supersticiosa -murmuró él-. Me sorprende usted, señorita Swan.

– No es superstición -replicó Ryan mientras guardaba los billetes en el bolso a medida que el cajero los contaba-. Simplemente, me da buena suerte.

– Ah, eso ya es distinto -dijo él en broma.

– Me caes bien, Pierce -Ryan le rodeó un brazo-. Creo que tenía que decírtelo.

– ¿De veras?

– Sí -respondió ella con firmeza. Eso podía decírselo, pensó mientras se dirigían a los ascensores. No era arriesgado y sí totalmente cierto. Lo que no le diría era lo que Bess había comentado de pasada. ¿Cómo iba a estar enamorada? Decirle algo así sería demasiado peligroso. Y, sobretodo, no tenía por qué ser verdad. Aunque… aunque mucho se temía que sí lo era-. ¿Yo te caigo bien? -le preguntó, girándose sonriente hacia él, cuando las puertas del ascensor se cerraron.

– Sí, Ryan -Pierce le acarició la mejilla con los nudillos-. Me caes bien.

– No estaba segura -dijo ella al tiempo que se le acercaba un pasito. Pierce sintió un cosquilleo por el cuerpo-. Como estabas enfadado conmigo…

– No estaba enfadado contigo -contestó él.

Ryan no dejaba de mirarlo. Pierce tenía la sensación de que el aire se estaba cargando, como cuando se cerraban los cerrojos de un baúl estando él dentro. El corazón se le disparó, pero, gracias a su capacidad y al control que había logrado ejercer sobre su mente, consiguió serenarse. No volvería a tocarla.