– Lo siento. Bajé a pulir un par de detalles antes de la actuación de esta noche.
– Si me hubieras despertado…
– No se me ocurrió, Ryan -dijo él con serenidad-. Como no imaginé que te afectaría tanto despertar sola. Pensaba que seguirías durmiendo un buen rato, además. El sol ya estaba saliendo cuando te dormiste.
– Estuviste despierto hasta la misma hora que yo -replicó ella. Intentó liberarse de nuevo-. ¡Pierce, por favor…! Suéltame -finalizó en voz baja después de un primer grito desesperado.
Pierce bajó las manos y la miró mientras recogía la ropa del suelo.
– Ryan, yo nunca duermo más de cinco o seis horas. No necesito más -trató de explicarse. ¿Era pánico lo que estaba sintiendo al verla doblar una blusa en una maleta?-. Pensaba que te encontraría dormida cuando volviese.
– Eché la mano hacia ti -dijo Ryan sin más-. Y te habías ido.
– Ryan…
– No, no importa -Ryan se llevó las manos a las sienes, apretó un par de segundos y exhaló un suspiro profundo-. Perdona. Me estoy comportando como una idiota. Tú no has hecho nada, Pierce. Soy yo. Siempre me hago demasiadas expectativas y luego me vengo abajo cuando no se cumplen. No pretendía montarte una escena. Olvídalo, por favor -añadió mientras volvía a ponerse con la maleta.
– No quiero olvidarlo -murmuró Pierce.
– Me sentiría menos tonta si supiera que lo haces -dijo ella, tratando de imprimir un toque de buen humor a su voz-. Atribúyelo a la falta de sueño o a que me he levantado con el pie izquierdo. De todos modos, tengo que volver a Los Ángeles. Tengo mucho trabajo.
Pierce había visto las necesidades de Ryan desde el principio: su respuesta a las atenciones caballerosas, la alegría de recibir una flor de regalo. Por mucho que se esforzara por no serlo, era una mujer emocional y romántica. Pierce se maldijo para sus adentros pensando lo vacía que se habría sentido al despertar sola después de la noche que habían pasado juntos.
– Ryan, no te vayas -1e pidió. Le costaba mucho hacer algo así. Él nunca le insistía a una mujer para que se quedara a su lado.
La mano de Ryan pareció dudar, suspendida sobre los cierres de la maleta. Al cabo de un segundo, la cerró, la dejó en el suelo y se giró:
– Pierce, no estoy enfadada, de verdad. Puede que un poco abochornada -reconoció con una sonrisa débil-. Pero, en serio, tengo que volver y poner en marcha un montón de cosas. Puede que haya un cambio de fechas y…
– Quédate -1a interrumpió, incapaz de contenerse-. Por favor.
Ryan se quedó callada un momento. Algo en la mirada de Pierce le hizo un nudo en la garganta. Sabía que le estaba costando pedirle que no se fuera. De la misma forma que a ella iba a costarle preguntar:
– ¿Por qué?
– Te necesito -Pierce respiró profundamente tras realizar lo que para él suponía una confesión asombrosa-. No quiero perderte.
– ¿De verdad te importa? -Ryan dio un paso adelante.
– Sí, claro que me importa.
Ryan esperó un segundo, pero no fue capaz de convencerse para darse la vuelta y salir de la habitación.
– Demuéstramelo -le dijo.
Pierce se acercó a Ryan y la estrechó con fuerza entre los brazos. Ésta cerró los ojos. Era justo lo que necesitaba: que la abrazaran, simplemente que la abrazaran. Apoyó la mejilla contra el muro firme de su torso y disfrutó del calor del abrazo. Sabía que la estaba sujetando como si tuviese entre las manos algo precioso. Frágil, le había dicho Pierce. Por primera vez en la vida, quería serlo.
– Lo siento. He sido una idiota.
– No -Pierce le levantó la barbilla con un dedo, sonrió y la besó-. Eres muy dulce. Pero no te quejes cuando te despierte después de cinco horas de sueño bromeó.
– Jamás -contestó ella riéndose antes de rodearle el cuello con las manos-. Bueno, quizá me queje un poquito:
Ryan sonrió, pero, de pronto, los ojos de Pierce la miraban con seriedad. Éste le colocó una mano en la nuca antes de bajar la boca sobre la de ella.
Fue como la primera vez: la misma ternura, esa presión de terciopelo capaz de inflamarle la sangre. Se sentía absolutamente impotente cuando la besaba de ese modo, incapaz de abrazarlo con más fuerza, incapaz de pedirle nada más. Sólo podía dejar que Pierce siguiera besándola a su ritmo.
Y él lo sabía. Sabía que esa vez tenía todas las riendas en sus manos, Las movió con suavidad mientras la desnudaba. Dejó que la blusa le resbalase hombros abajo, rozándole la espalda, hasta caer al suelo. La piel de Ryan se estremecía allá donde él iba posando los dedos.
Pierce le desabrochó los pantalones. Luego dejó que cayeran por debajo de la cintura mientras sus dedos jugueteaban con un trapito de encaje que apenas cubría los pechos de Ryan. En todo momento, su boca siguió mordisqueando los labios de la de ella. La vio contener la respiración y después, al introducir un dedo bajo el sujetador, la oyó gemir. No sacó el dedo, sino que optó por plantar la mano entera encima de su pecho para acariciarlo y pellizcarlo hasta que Ryan empezó a temblar.
– Te deseo -dijo ella con voz trémula-. ¿Tienes idea de cuánto te deseo?
– Sí -Pierce la besó con suavidad por toda la cara-. Sí.
– Hazme el amor -susurró Ryan-. Hazme el amor, Pierce.
– Sí -repitió éste antes de apoyar la boca sobre el cuello de ella, que latía a toda velocidad.
– Ahora -le exigió Ryan, demasiado débil como para intentar apretarlo contra su cuerpo.
Pierce soltó una risotada gutural y la depositó sobre la cama con cuidado.
– Anoche me volvió loco con sus caricias, señorita Swan -Pierce situó un dedo en el centro de Ryan, deteniéndose justo en el suave monte que se elevaba entre sus piernas. Muy despacio, casi con pereza, su boca fue bajando por todo el cuerpo hasta colocarla donde había puesto el dedo anteriormente.
La noche anterior había sido una auténtica locura para él. Jamás se había sentido tan impaciente y desesperado. Aunque la había poseído una y otra vez, no había sido capaz de saborear toda aquella pasión. Era como si hubiese estado hambriento y la gula le hubiese impedido paladear el festín. En aquel momento, en cambio, aunque la deseaba con la misma intensidad, podía refrenar la urgencia. Podía disfrutarla y saborearla.
A Ryan le pesaban los brazos. No podía moverlos. Lo único que podía hacer era dejar que Pierce la tocara y acariciara y besara donde quisiese. La fortaleza que la había impulsado a seducirlo la noche anterior había quedado reemplazada por una debilidad almibarada. De la que no le importaba empaparse.
La boca de Pierce merodeaba por su cintura. Su lengua circulaba más abajo mientras las manos la recorrían con suavidad, siguiendo el contorno de sus pechos, acariciándole el cuello y los hombros. Más que poseyéndola, estaba estimulándola.
Agarró la cinta elástica de las braguitas entre los dientes y la bajó unos centímetros. Ryan se arqueó y gimió. Pierce saboreó la piel de su muslo, deleitándose hasta llevarla al borde de la locura. Ryan se oyó jadear el nombre de Pierce, un sonido suave y urgente, pero él no respondió. Su boca estaba ocupada haciéndole maravillas en las corvas.
Ryan notó la piel fogosa de su torso rozándole una pierna, aunque no tenía la menor idea de cuándo o cómo se había quitado la camisa. Nunca había sido tan consciente de cada centímetro de su cuerpo. Jamás había creído posible experimentar un placer tan celestial y adictivo.
La estaba levantando, pensó Ryan en medio de una bruma de sensaciones, aunque tenía la espalda sobre el colchón. La estaba haciendo levitar, estaba haciendo flotar la cama. Sí, le estaba enseñando los secretos de su magia, aunque aquel trance era real, no escondía truco. Los dos estaban ya desnudos, enredados mientras la boca de Pierce viajaba de vuelta hacia la de ella. La besó despacio, con profundidad, hasta dejarla floja, sin fuerzas. La estimulaba con los dedos. Ryan no sabía que la pasión pudiera llevarla en dos direcciones distintas: hacia un fuego infernal y hacia un cielo brumoso.
Aunque ya estaba jadeando, Pierce siguió esperando. Le proporcionaría todo el placer posible. Le mordisqueó y chupó los labios y esperó hasta oír el gemido final de rendición,
– ¿Ahora, amor? -le preguntó él mientras le daba besitos por toda la cara-. ¿Ahora?
No podía responder. Estaba más allá de las palabras y de la razón. Que era justo el lugar al que había querido conducirla. Orgulloso, Pierce rió y pegó la boca al cuello de ella.
– Eres mía, Ryan. Dilo: eres mía.
– Sí -sucumbió ella en un susurro casi inaudible-. Soy… tuya… Tómame -añadió contra los labios de Pierce.
Aunque, en realidad, ni siquiera llegó a oír que había pronunciado las palabras. O quizá habían sido producto de su imaginación. Pero Pierce obedeció y, de pronto, estaba dentro de ella. Ryan contuvo la respiración y arqueó la espalda para darle la bienvenida. Por temor a hacerle daño, él se movió con una lentitud insoportable. La sangre le zumbaba en los oídos mientras Pierce la empujaba hasta el precipicio. Sus labios se apoderaron de los de ella, capturando cada aliento entrecortado.
De repente, aplastó la boca contra la de Ryan y se acabaron las delicadezas, las provocaciones. Ella gritó al tiempo que Pierce la poseía con súbita fiereza. El fuego los consumió, fundiendo sus cuerpos y labios hasta que Ryan pensó que ambos habían muerto.
Pierce yacía sobre ella, reposando la cabeza entre sus pechos. Bajo la oreja, podía oír el ruido atronador de su corazón. Ryan no había dejado de temblar. Lo rodeaba con los dos brazos como si no pudiese sostenerse ni sobre la cama. No podía moverse. Y él tampoco quería hacerlo. Quería detener el mundo y mantenerlo así: los dos solos, desnudos. Ryan le pertenecía, se dijo. Lo sorprendió la vehemencia de aquel deseo de poseerla. Él no era así. Nunca había sido así con ninguna mujer. Hasta Ryan. La atracción era demasiado potente como para resistirla.
– Dilo otra vez -le exigió, levantando la cabeza para poder mirarla.
Ryan abrió los ojos despacio. Estaba embriagada de amor, saciada de placer.
¿El qué?
Pierce la besó de nuevo, primero con ansiedad, luego más sereno, pero extrayendo hasta la última gota del néctar de sus labios. Cuando se apartó, tenía los ojos brumosos de deseo.
– Dime que eres mía, Ryan.
– Soy tuya -murmuró antes de cerrar los ojos de nuevo-. Tanto tiempo como quieras -añadió entre bostezos.
Pierce frunció el ceño e hizo intención de hablar, pero se paró al ver que Ryan se había quedado dormida. Respiraba tranquila y relajada. Pierce se echó a un lado de la cama, se tumbó junto a ella y la abrazó.
Esa vez esperaría a su lado hasta que despertase.
Capítulo X
Ryan nunca había tenido la sensación de que el tiempo pasara a una velocidad tan vertiginosa. Debería haberse alegrado de que fuera así. Cuando terminaran las actuaciones de Pierce en Las Vegas, podrían empezar a trabajar en los especiales para la televisión. Estaba ansiosa de ponerse manos a la obra con esos programas, tanto por ella como por él. Sabía que podría suponer un punto de inflexión en su carrera dentro de Producciones Swan.
Aun así, no podía evitar desear que las horas no se fueran volando y pasasen más despacio. Las Vegas tenía algo especial: los casinos relucientes, las calles ruidosas, la falta de relojes… Allí, en medio de aquella ciudad mágica, le parecía natural amar a Pierce, compartir la vida que él vivía. Y no estaba segura de que fuese a resultarle igual de sencillo una vez regresaran a la pragmática realidad de Los Ángeles.
Los dos estaban viviendo al día. En ningún momento habían hablado del futuro. El arranque de posesividad de Pierce no se había repetido y Ryan se preguntaba por qué. Casi creía que había soñado con aquel ruego profundo e insistente: “Dime que eres mía”.
Nunca había vuelto a pedírselo ni le había dedicado palabras de amor. Era atento, a veces en exceso, con palabras, gestos y miradas. Pero no parecía totalmente relajado. Como tampoco se sentía tranquila Ryan. Confiar no era tarea fácil para ninguno de los dos.
La noche de la última actuación Ryan se vistió con esmero. Quería que fuese una velada especial. Champaña, decidió mientras se metía en un vestido vaporoso con un arco iris de matices. Llamaría al servicio de habitaciones y pediría que subieran champán a la suite después del espectáculo. Tenían una última y larga noche para disfrutar juntos antes de que el idilio finalizase.
Ryan se examinó con atención en el espejo. El vestido tenía transparencias y era mucho más atrevido, advirtió, de lo que solía ser su estilo. Pierce diría que era más propio de Ryan que de la señorita Swan, pensó y sonrió. Tendría razón, como siempre. En ese momento, no se sentía en absoluto como la señorita Swan. Ya habría tiempo de sobra a partir del día siguiente para los trajes de negocios.
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