– No dirigiría esta empresa si no fuese así -contestó con sequedad.
– Entonces nos entendemos -dijo Pierce con suavidad-. ¿Qué puntos quería comentarme?
Eran las cinco y cuarto cuando Ryan consiguió terminar la reunión con Bloomfield y Pierce. Había estado el día entero a la carrera, organizando encuentros improvisados y sacando adelante el trabajo que había previsto para ese día. No había tenido ocasión de quedarse a solas con Pierce. Por fin, mientras avanzaban por el pasillo tras salir del despacho de Bloomfield, exhaló un suspiro:
– Bueno, parece que ya está todo. Nada como la aparición inesperada de un mago para que todo el mundo se vuelva loco. Con lo tranquilo que es Bloomfield, parecía como si estuviese todo el tiempo esperando a que sacases un conejo de la chistera.
– No llevaba chistera -señaló Pierce.
– Como si eso hubiese sido un problema para ti -dijo Ryan riéndose. Luego consultó la hora-. Tengo que pasar por mi despacho y solucionar un par de cosas; llamar a mi padre, decirle que hemos tratado al artista como se merece y luego…
– No.
– ¿No? -repitió sorprendida Ryan-. ¿Quieres ver algo más?, ¿hay algo que no te haya gustado?
– No -dijo él de nuevo-. No vas a ir a tu despacho a solucionar nada ni vas a llamar a tu padre.
Ryan rió otra vez y siguió andando.
– No será nada. En veinte minutos he terminado.
– Le recuerdo que accedió a cenar conmigo, señorita Swan -dijo Pierce.
– En cuanto despeje mi mesa.
– Puedes despejarla el lunes por la mañana. ¿Hay algo urgente?
– Bueno, no, pero… -dejó la frase a medias al sentir algo en la muñeca. Luego bajó la mirada y vio que la había esposado-. ¿Qué haces? -Ryan tiró del brazo, pero estaba encadenado al de Pierce.
– Llevarte a cenar.
– Pierce, quítame esto -le ordenó con una mezcla de exasperación y buen humor-. Es absurdo.
– Luego -le prometió Pierce antes de meterla en el ascensor. Esperó a que llegara a la planta en la que estaban mientras dos secretarias lo miraban a él, miraban las esposas y miraban a Ryan.
– Pierce -dijo ésta en voz baja-. Quítame esto ahora mismo. Nos están mirando.
– ¿Quién?
– ¡Pierce!, ¡estoy hablando en serio! -Ryan gruñó cuando las puertas se abrieron y vio a varios miembros más de Producciones Swan en el ascensor. Pierce entró en la cabina, obligándola a seguirlo-. Ésta me la pagas -murmuró ella, tratando de no prestar atención a las miradas intrigadas de sus compañeros.
– Dígame, señorita Swan -dijo Pierce con un tono de voz amistoso-, ¿siempre es igual de difícil convencerla para que acuda a una cita a cenar?
Tras soltar otro gruñido ininteligible, Ryan miró al frente y permaneció en silencio hasta que salieron del ascensor.
Todavía esposada a Pierce, Ryan avanzó por el aparcamiento.
– Muy bien, se acabó la broma -insistió ella-. Quítame esto. No he pasado tanta vergüenza en la vida. ¿Tienes idea de cómo…?
Pero Pierce acalló su acalorada protesta con la boca.
– Llevaba todo el día deseando hacer esto -dijo y volvió a besarla antes de que Ryan pudiese responder. Aunque hizo todo lo que pudo por seguir enfadada, la boca de Pierce era demasiado suave. Y la mano que le sujetaba el talle no podía ser más delicada. Ryan se acercó a él, pero cuando fue a levantar los brazos para rodearle el cuello, las esposas le impidieron el movimiento.
– No, no te vas a librar de ésta tan fácilmente -dijo con firmeza, al recordar el bochorno que le había hecho pasar. Se apartó, dispuesta a ponerle los puntos sobre las íes, pero Pierce la venció con una sonrisa-. ¡Maldito seas! Anda, vuelve a besarme -se resignó.
Fue un beso muy suave.
– Se pone muy guapa cuando se enfada, señorita Swan -susurró Pierce.
– Estaba enfadada -reconoció ella, devolviéndole el beso-. Sigo enfadada.
– Y sigue usted muy guapa.
– ¿Ya? -dijo Ryan con impaciencia cuando llegaron d coche. Pierce abrió la puerta del conductor y la invitó a ocupar el asiento del copiloto-. ¡Pierce!, ¡quítamelas! no puedes conducir así -exclamó exasperada.
– Claro que puedo. Sólo tienes que pasar por encima de la palanca -le indicó él, dando un pequeño tirón hacia adelante para que entrase.
Ryan se sentó al volante un momento y miró a Pierce de mal humor.
– Esto es absurdo.
– Sí -convino él-. Pero muy divertido. Muévete.
Ryan consideró la posibilidad de negarse, pero decidió que Pierce la habría levantado en brazos y la habría sentado él directamente donde el copiloto. Con tan poco esfuerzo como elegancia, consiguió llegar hasta el otro asiento. Pierce le sonrió de nuevo mientras metía la llave en el contacto para arrancar.
– Pon la mano en la palanca de cambios y todo irá bien.
Ryan obedeció. Notó la palma de Pierce sobre el dorso de su mano cuando éste metió marcha atrás.
– ¿Cuánto tiempo vas a tenerme con esto puesto si puede saberse?
– Buena pregunta. Todavía no lo he decidido -Pierce salió del aparcamiento y puso rumbo hacia el norte. Ryan sacudió la cabeza y, de pronto, se echó a reír.
– Si me hubieras dicho que tenías tanto hambre, habría venido sin resistirme.
– No tengo hambre -contestó Pierce-. Había pensado parar y comer algo de camino.
– ¿De camino? -repitió Ryan-. ¿De camino adónde?
– A casa.
– ¿A casa? -volvió a repetir ella. Miró por la ventana y vio un cartel que apuntaba hacia Los Ángeles, justo en dirección contraria al apartamento de ella-. ¿A tu casa? Hay más de doscientos kilómetros -añadió con incredulidad.
– Más o menos, sí -convino Pierce-. Pero no tienes nada que hacer en Los Ángeles hasta el lunes.
– ¿Hasta el lunes?, ¿pretendes que pasemos allí el fin de semana? No puedo -Ryan no había imaginado que podría exasperarse más de lo que lo estaba-. No puedo montarme en un coche y desaparecer de buenas a primeras un fin de semana.
– ¿Por qué no?
– Porque… -Ryan dudó. Pierce actuaba con tal naturalidad que parecía que la rara era ella-. Porque no. Para empezar, no tengo ropa. Además…
– No te va a hacer falta.
Eso la dejó sin palabras. Ryan lo miró mientras sentía que un escalofrío de pánico y excitación le recorría la espalda.
– Creo que me estás secuestrando.
– Exacto.
– Ah…
– ¿Alguna objeción? -preguntó él.
– Ya te lo diré el lunes -contestó y se recostó sobre el respaldo, lista para disfrutar de su secuestro.
Capítulo XIII
Ryan despertó en la cama de Pierce. Abrió los ojos al sol radiante que se colaba por la ventana. Apenas había amanecido cuando Pierce la había despertado para susurrarle que se bajaba a la sala de trabajo. Ryan alcanzó las almohadas de él, se las apretó al pecho y remoloneó unos minutos más en la cama.
Aquel hombre era una caja de sorpresas, murmuró. Jamás habría imaginado que fuese capaz de hacer algo tan descabellado como esposarla a él y secuestrarla para pasar un fin de semana sin más ropa que la que llevaba encima. Debería haberse enfadado, estar indignada.
Ryan hundió la nariz en la almohada de Pierce. ¿Cómo iba a enfadarse?, ¿cómo molestarse con un hombre que, con una mirada o una caricia, no hacía sino demostrarle constantemente cuánto la deseaba y necesitaba? ¿Se podía indignar alguien con un hombre que te quería tanto como para hacerte desaparecer de tu ciudad y poder hacerte el amor como si fueses la criatura más preciosa sobre la faz de la Tierra?
Ryan se estiró para desperezarse y agarró el reloj que había sobre la mesita de noche. ¡Las nueve y media!, exclamó para sus adentros. ¿Cómo podía ser tan tarde? Parecía que apenas habían pasado unos segundos desde que Pierce se había ido. Salió de la cama de un salto y corrió a ducharse. Sólo tenían dos días para estar juntos, de modo que no era cuestión de desperdiciarlos durmiendo.
Cuando volvió a la habitación, con una toalla alrededor de la cintura, Ryan miró su ropa con cierta reticencia. Aunque eso de que la secuestrara un mago tuviese su encanto, reconoció, realmente era una lástima que no le hubiese dejado meter un par de prendas en una maleta antes. No quedándole más remedio que tomárselo con filosofía, empezó a ponerse la ropa que había llevado al trabajo el día anterior. Pierce tendría que encontrarle algo distinto que ponerse, decidió; pero, por el momento, tendría que conformarse.
Para colmo de incomodidades, Ryan se dio cuenta de que ni siquiera tenía su bolso. Se había quedado en el cajón inferior de la mesa de su despacho. Arrugó la nariz a la imagen que le devolvió el espejo. Tenía el pelo revuelto, la cara sin maquillar. Y no llevaba encima ni un peine ni una barra de labios, pensó y exhaló un suspiro. Pierce tendría que hacer aparecerlos por arte de magia. Con ese pensamiento en la cabeza, bajó a buscarlo.
Cuando llegó al final de las escaleras, vio a Link, el cual estaba preparándose para salir.
– Buenos días -lo saludó Ryan, vacilante, sin saber bien lo que decir. Al llegar la noche anterior, no lo había visto por ninguna parte.
– Hola -Link le sonrió-. Pierce me ha dicho que habías venido.
– Sí… Me ha invitado a pasar el fin de semana -contestó, no ocurriéndosele una forma más sencilla de explicarse:
– Me alegra que hayas vuelto. Te ha echado de menos -dijo él y los ojos de Ryan se iluminaron.
– Yo también lo he echado de menos. ¿Está en casa?
– En la biblioteca. Hablando por teléfono -contestó Link. De pronto, sus mejillas se sonrojaron.
– ¿Qué pasa? -le preguntó ella, sonriente.
– He…, he terminado la canción ésa que te gustaba.
– ¡Qué bien! Me encantaría oírla.
– Está en el piano -Link, tímido y vergonzoso, bajó la mirada hacia las puntas de sus zapatos-. Puedes tocarla luego si quieres.
– ¿Yo? -Ryan quiso agarrarle la mano como si fuese un niño pequeño, pero tuvo la sensación de que sólo conseguiría ponerlo más colorado-. Nunca te he oído tocar.
– No… -Link se puso como un tomate y le lanzó una mirada fugaz-. Bess y yo… bueno, ella quería ir a San Francisco -añadió tras aclararse la garganta.
De pronto, Ryan decidió aprovechar la situación para intentar echarle una mano a Bess.
– Es una mujer muy especial, ¿verdad que sí?
– Sí, no hay nadie como Bess -convino Link de inmediato, justo antes devolver a bajar la mirada hacia los zapatos.
– Ella siente lo mismo por ti.
– ¿Tú crees? -Link la miró a los ojos un segundo y luego deslizó la vista hacia sus hombros-. ¿Seguro?
– Segurísimo -contestó Ryan. Aunque tenía unas ganas tremendas de sonreír, mantuvo un tono de voz solemne-. Me ha contado cómo os conocisteis. Me pareció una anécdota muy romántica.
Link soltó una risilla nerviosa.
– Es guapísima. Hay muchos hombres que se dan la vuelta para mirarla cuando vamos juntos.
– Normal -dijo Ryan y decidió infundirle un poco de confianza-. Pero creo que a ella le gustan los músicos. Los pianistas. Hombres que sepan escribir canciones bonitas y románticas. Hay que aprovechar el tiempo, ¿no te parece?
Link la miró como si estuviese intentando descifrar sus palabras.
– Sí… sí, sí -contestó por fin. Arrugó la frente y asintió con la cabeza-. Supongo. Voy a buscarla.
– Una idea estupenda -lo animó Ryan. Esa vez sí que le agarró la mano para darle un pellizquito cariñoso-. Pasadlo bien.
– Gracias -Link sonrió y se giró hacia la puerta. Tenía ya la mano en el pomo cuando se paró para preguntar-: Ryan, ¿de verdad le gustan los pianistas?
– Sí, de verdad que le gustan, Link.
Link sonrió de nuevo y abrió la puerta.
– Adiós.
– Adiós, Link. Dale. Un beso de mi parte a Bess.
Cuando la puerta se cerró, Ryan permaneció quieta unos segundos. Era un hombre realmente dulce, pensó, y cruzó los dedos por Bess. Formarían una pareja estupenda si conseguían salvar el obstáculo de la timidez de Link. En fin, se dijo Ryan con una sonrisa complacida en los labios, ella había hecho todo lo que había podido en aquel primer intento de emparejarlos. El resto dependía de ellos.
Ryan dejó atrás el vestíbulo y se dirigió hacia la biblioteca. La puerta estaba abierta, lo que le permitía oír la voz suave de Pierce. Su mero sonido bastaba para excitarla. Pierce estaba ahí con ella y estaban a solas. Cuando se paró en el umbral de la entrada, los ojos de Pierce se encontraron con los de ella.
Éste sonrió y siguió con su conversación, al tiempo que le hacía gestos para que entrase.
– Te mandaré todos los detalles por escrito -dijo mientras miraba a Ryan pasar y acercarse a unas estanterías. ¿Por qué sería, se preguntó, qué verla con uno de esos trajes de trabajo lo excitaba siempre?-. No, necesito tenerlo todo para dentro de tres semanas. No puedo darte más plazo… Necesito tiempo para probarlo antes de estar seguro de que puedo utilizarlo -añadió, con los ojos clavados en la espalda de Ryan.
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