– Tus mascotas tienen la fea costumbre de asustarme.

– Lo siento -dijo él, pero sonrió, no dando la menor sensación de que realmente lo lamentara.

– Te gusta verme descompuesta, reconócelo -Ryan se puso las manos en jarras sobre las caderas.

– Me gusta verte -contestó Pierce simplemente. Soltó una risotada y la agarró entre sus` brazos-. Aunque tengo que admitir que verte con mi ropa mientras cocinas descalza tiene su punto.

– Vaya, el síndrome del cavernícola.

– En absoluto, señorita Swan -Pierce le acarició el cuello con la nariz-. Aquí el esclavo soy yo.

– ¿De veras? -Ryan consideró las interesantes posibilidades que tal declaración le abría-. Entonces pon la mesa. Me muero de hambre.

Comieron a la luz de las velas. Pero ella apenas saboreó un bocado. Estaba demasiado saciada de Pierce. Había champán, fresco y burbujeante; pero podía haber sido agua, para el caso que le hizo. Jamás se había sentido tan mujer como en ese momento, con esos vaqueros y una camiseta que le quedaba inmensa. Los ojos de Pierce le decían a cada momento que era preciosa, interesante, deseable. Era como si nunca hubiesen hecho el amor, como si nunca hubiesen intimado. La estaba cortejando con la mirada.

Pierce la hacía resplandecer con una simple mirada, con una palabra suave o un roce delicado en la mano. Nunca dejaba de complacerla, de abrumarla incluso, que fuese un hombre tan romántico. Tenía que saber que estaría con él en cualquier circunstancia y, aun así, disfrutaba seduciéndola. Las flores, las velas, las palabras susurradas… Ryan se enamoró de nuevo.

Bastante después de que ambos hubiesen perdido todo interés en la comida, seguían mirándose. El champaña se había calentado, las velas se estaban acabando. Pierce se contentaba con mirarla sobre la llama temblorosa, con oír la caricia de su voz. Podía aplacar cualquier impulso con deslizar los dedos por el dorso de su mano. Lo único que quería estar junto a Ryan.

Ya habría tiempo para la pasión, no le cabía duda. Por la noche, a oscuras en la habitación. Pero, por el momento, le bastaba con verla sonreír.

– ¿Me esperas en el salón? -murmuró él antes de besarle los dedos uno a uno.

Ryan sintió un escalofrío delicioso por el brazo.

– Te ayudo con los platos -respondió, aunque su cabeza estaba a años luz de cualquier asunto práctico.

– No, yo me encargo -Pierce le agarró la mano y le besó la palma-. Espérame.

Las piernas le temblaban, pero consiguió mantenerse en pie cuando Pierce la ayudó a levantarse. No podía apartar los ojos de él:

– No tardes.

– No -le aseguró Pierce-. Enseguida estoy contigo, amor -añadió justo antes de besarla con delicadeza.

Ryan fue hacia el salón como si estuviera sumida en una nube. No era el beso, sino aquella palabra cariñosa lo que había disparado su corazón. Parecía imposible, después de lo que ya habían compartido, que una palabra suelta le provocara tales palpitaciones. Pero Pierce elegía con esmero las palabras.

Y hacía una noche de ensueño, pensó mientras entraba en el salón. Una noche para el amor y el romance. Se acercó a la ventana para contemplar el cielo. Hasta había luna llena, como si todos los elementos se hubiesen puesto de acuerdo para embellecer la velada; una velada suficientemente silenciosa como para oír el sonido de las olas.

Ryan imaginó que estaban en una isla. Una isla pequeña, perdida en algún mar profundo. Y las noches eran largas. No había teléfono, no había electricidad. Llevada por un impulso, se apartó de la ventana y empezó a encender las velas que había distribuidas por el salón. Había leña en la chimenea, de modo que encendió una cerilla para que ardiese. La madera seca crepitó con el fuego.

Luego se incorporó y miró a su alrededor. La luz estaba tal como quería: tenue, proyectando sombras cambiantes. Le añadía un toque de misterio a la noche y parecía reflejar sus sentimientos hacia Pierce.

Ryan bajó la cabeza para mirarse y se frotó la camiseta. Era una lástima no tener algo bonito que vestir, algo blanco y delicado. Pero tal vez la imaginación de Pierce fuese tan productiva como la de ella.

Música, pensó de repente y miró en derredor. Seguro que Pierce tendría algún aparato estéreo; pero no tenía ni idea de dónde buscarlo. Inspirada, se acercó al piano.

La partitura de Link estaba esperándola. Entre el fulgor de la chimenea a su espalda y las velas que había sobre el piano, Ryan podía ver las notas con suficiente claridad. Se sentó y empezó a tocar. Sólo tardó unos segundos en quedarse prendida por la melodía.

Pierce estaba de pie, en la entrada del salón, mirándola. Aunque los ojos de Ryan estaban clavados en la partitura que tenía delante, parecían estar soñando. Nunca la había visto así, tan absorta en sus propios pensamientos. A fin de no interrumpirla, se quedó donde estaba. Podría haberse quedado mirándola toda la vida.

A la luz de las velas, su cabello caía como un manto de niebla sobre sus hombros. Los ojos le centelleaban, conmovida por la pieza que estaba tocando. Pierce aspiró el olor de la madera quemada y de la cera derretida y supo que, por más años que viviera, jamás olvidaría aquel momento. Podrían pasar años y más años y siempre podría cerrar los ojos y verla así, oír la música y oler las velas encendidas.

– Ryan.

No había querido hablar en voz alta; de hecho, sólo había susurrado el nombre, pero ella se giró a mirarlo. Ryan sonrió, pero la luz trémula captó el brillo de las lágrimas que asomaban a sus ojos.

– Es preciosa.

– Sí -acertó a decir Pierce. Casi no se atrevía a hablar. Una palabra, un paso en falso rompería el embrujo. Al fin y al cabo, cabía la posibilidad de que lo que veía y estaba sintiendo no fuera más que una ilusión-. Por favor, tócala otra vez.

Ni siquiera después de que Ryan retomase la melodía, se atrevió a acercarse. Pierce quería que la escena siguiese exactamente tal como estaba. Ryan tenía los labios separados. Incluso de pie, pudo saborearlos. Sabía lo suave que sería acariciar su mejilla si se acercaba y posaba una mano sobre su cara. Ryan levantaría la cabeza, lo miraría y sonreiría con esa luz cálida tan especial que iluminaba sus ojos. Pero no quería tocarla, prefería absorber con todo detalle aquel momento único más allá del paso del tiempo.

Las llamas de las velas se consumían serenamente. Un leño se movió en la chimenea. Y, de pronto, Ryan había terminado la melodía.

Pierce se acercó.

– Nunca te he querido tanto -dijo en voz baja, casi susurrando-. Ni he tenido tanto miedo de tocarte.

– ¿Miedo? -preguntó Ryan, cuyos dedos reposaban todavía sobre las teclas-. ¿De qué tienes miedo?

– Temo que si intento tocarte, mi mano pase a través de ti. Temo que no seas más que un sueño.

Ryan le agarró una mano y se la llevó a la mejilla.

– No es un sueño -murmuró-. Para ninguno de los dos.

Su piel tenía tacto y temperatura reales. Pierce sintió el azote de una oleada increíble de ternura. Le agarró la otra mano y la levantó, sujetándola como si fuese de porcelana.

– Si tuvieras un deseo, sólo uno, ¿cuál sería, Ryan?

– Que esta noche, por esta noche, no pensaras en nada ni en nadie más que en mí.

Los ojos le brillaban en la tenue luz cambiante del salón. Pierce la levantó y le puso las manos a sendos lados de la cara:

– Desperdicias tus deseos, Ryan, pidiendo algo que ya es realidad.

Pierce la besó en las sienes, le besó las mejillas; dejó los labios de Ryan temblando, anhelando el calor de su boca.

– Quiero meterme en tu cabeza -dijo ella con voz trémula- para que no haya espacio para nada más. Esta noche quiero ser la única que habite tus pensamientos. Y mañana…

– Chiss -Pierce la besó para silenciarla, pero fue un beso tan suave que pareció, más bien, la promesa de lo que estaba por llegar. Ryan tenía los ojos cerrados y él posó los labios con delicadeza sobre sus párpados-. Sólo pienso en ti. Vamos a la cama. Deja que te lo demuestre murmuró.

Le agarró una mano y la condujo por el salón a medida que iba apagando las velas. Sólo dejó encendida una, la levantó con cuidado y dejó que su luz se abriese paso mientras avanzaban enamorados hacia el dormitorio.

Capítulo XIV

Tenían que volver a separarse. Ryan sabía que era necesario mientras duraran los preparativos del especial. Cuando se sentía sola porque lo echaba de menos, le bastaba con recordar la mágica última noche que habían compartido. Tendría que aguantar con eso hasta que pudiera verlo de nuevo.

Aunque lo vio de tanto en tanto a lo largo de las siguientes semanas, sólo era para tratar asuntos de trabajo. Pierce regresaba para asistir a una reunión o revisar algunos detalles del espectáculo. Lo llevaba con mucho secreto. Ryan no sabía nada sobre la construcción de los aparatos y accesorios que utilizaría. Estaba dispuesto a darle una lista detallada con los números que llevaría a cabo, su duración y el orden en que los realizaría; pero se negaba a darle explicación alguna sobre su mecanismo.

A Ryan le resultaba frustrante, pero apenas tenía otros motivos para quejarse. El escenario se estaba configurando de acuerdo con las pautas que Bloomfield, Pierce y ella misma habían establecido. Elaine Fisher había firmado para aparecer como artista invitada. Ryan había conseguido defender sus ideas durante las diferentes reuniones, siempre duras, y también Pierce había logrado imponer su criterio, recordó Ryan sonriente.

Decía más con sus largos silencios y con un par de palabras calmadas que una decena de jefes de departamento histéricos que no hacían más que discutir. Pierce escuchaba con tranquilidad sus preguntas y quejas y terminaba saliéndose siempre con la suya.

Se negaba a utilizar a un guionista profesional para que le preparase lo que tenía que decir cuando se dirigía al público. Y no había más que hablar. Y se mantenía en sus trece porque sabía que él se las arreglaría solo. Tampoco permitía intromisiones en la música. Él tenía su músico y punto. Como también tenía su director y un equipo que lo acompañaba. Por más que le insistieran en lo contrario, Pierce insistía en trabajar con su gente. Del mismo modo, rechazó seis bocetos de traje con un giro indiferente de la cabeza.

Pierce hacía las cosas a su manera y sólo se plegaba a otras sugerencias si estimaba que le convenía plegarse. Con todo, Ryan notaba que los creativos de la plantilla, por mucho que se enfadaran a veces, apenas tenían queja alguna sobre Pierce. Sabía cómo, ganárselos, pensó Ryan. Tenía don de gentes y podía engatusarte o poner barreras con una simple mirada.

Bess tenía que ser la que tuviera la última palabra sobre la ropa con la que saldría al escenario. Pierce lo argumentaba diciendo que ella sabía mejor que nadie lo que le sentaba bien. Se negaba a ensayar salvo que el escenario estuviese cerrado. Y luego se camelaba a los tramoyistas con un juego de manos o un truco de cartas. Sabía cómo mantener el control sin enemistarse con nadie.

A Ryan, en cambio, le costaba manejarse con tantas restricciones como le ponía a ella y a su gente. Trataba de hacerlo ceder razonando, discutiendo, rogando. Pero no la llevaba a ninguna parte.

– Pierce -Ryan lo acorraló en el escenario durante una pausa de un ensayo-. Tengo que hablar contigo.

– Espera… -contestó distraído mientras miraba a su equipo colocar unas antorchas para el siguiente número-. Tienen que estar a veinte centímetros exactos de distancia -les indicó.

– Es importante, Pierce.

– Sí, te escucho.

– No puedes echar a Ned del escenario durante los ensayos -dijo Ryan al tiempo que le daba un tirón del brazo para conseguir que le prestara total atención.

– Sí que puedo. Ya lo he hecho. ¿No te lo ha contado?

– Sí, me lo ha contado -Ryan exhaló un suspiro de exasperación-. Pierce, como coordinador de producción, tiene razones de sobra para estar aquí.

– Me estorba. Aseguraros de que hay un pie entre hilera e hilera, por favor.

– ¡Pierce!

– ¿Qué? -contestó con un tono encantador mientras se giraba de nuevo hacia ella-. ¿Le he dicho que está usted muy guapa, señorita Swan? Le sienta muy bien el traje -añadió después de acariciarle la solapa.

– En serio, Pierce, tienes que darle a mi gente más margen de maniobra -Ryan trató de no fijarse en la sonrisa que iluminaba los ojos de Pierce y siguió adelante-. Tu equipo es muy eficiente, pero en una producción de estas dimensiones necesitamos más manos. Tu gente sabe hacer su trabajo, pero no conocen cómo funciona la televisión.

– No puedo permitir que tus chicos vean cómo preparo los números. Ni que estén dando vueltas mientras actúo.

– ¡Santo cielo!, ¿qué quieres?, ¿qué hagan un juramento de sangre de no revelar tus secretos? -contestó Ryan-: Podemos arreglarlo para la próxima luna llena.