– Hace que me sienta avergonzada -dijo ella bajando la mirada.
– Nada más lejos de mi intención -Pierce se acercó a Ryan y le agarró una mano de nuevo-. La mayoría de las personas nos sentimos atraídos por la belleza.
– ¿Y usted no?
– La belleza externa me atrae, señorita Swan -aseguró él al tiempo que estudiaba el rostro de Ryan con detalle-. Luego sigo buscando.
Algo en el contacto de sus manos la hizo sentirse rara. La voz no le salió con la fuerza que hubiera debido.
– ¿Y si no encuentra nada más?
– Lo descarto -contestó con sencillez-. Vamos, el té se enfría.
– Señor Atkins -Ryan dejó que Pierce la llevara hasta una silla-. No quisiera ofenderlo. No puedo permitirme ofenderlo, pero… creo que es un hombre muy extraño -finalizó tras exhalar un suspiro de frustración.
Sonrió. A Ryan le encantó que los ojos de Pierce sonrieran un instante antes de que lo hiciera su boca.
– Me ofendería si no creyera que soy extraño, señorita Swan. No deseo que me consideren una persona corriente.
Empezaba a fascinarla. Ryan siempre había tenido cuidado de mantener la objetividad en las negociaciones con clientes de talento. Era importante no dejarse impresionar. Si se dejaba impresionar, podía acabar añadiendo cláusulas en los contratos y haciendo promesas precipitadas.
– Señor Atkins, respecto a nuestra oferta…
– Lo he estado pensando mucho -interrumpió él. Un trueno hizo retemblar las ventanas. Ryan levantó la vista mientras Pierce se llevaba la taza de té a los labios-. La carretera estará muy traicionera esta noche… ¿La asustan las tormentas, señorita Swan? -añadió mirándola a los ojos tras observar que Ryan había apretado los puños después del trueno.
– No, la verdad es que no. Aunque le agradezco su hospitalidad. No me gusta conducir con mal tiempo contestó ella. Muy despacio, relajó los dedos. Agarró su taza y trató de no prestar atención a los relámpagos-. Si tiene alguna pregunta sobre las condiciones, estaré encantada de repasarlas con usted.
– Creo que está todo muy claro -Pierce dio un sorbo le té-. Mi agente está ansioso por que acepte el contrato.
– Ah -Ryan tuvo que contener el impulso de hacer algún gesto triunfal. Sería un error precipitarse. -Nunca firmo nada hasta estar seguro de que me conviene. Mañana le diré mi decisión.
Ella aceptó asintiendo con la cabeza. Tenía la sensación de que Pierce no estaba jugando. Hablaba totalmente en serio y ningún agente o representante influiría hasta más allá de cierto punto en sus decisiones. Él era su propio dueño y tenía la primera y la última palabra.
– ¿Sabe jugar al ajedrez, señorita Swan?
– ¿Qué? -preguntó Ryan distraída-. ¿Cómo ha dicho?
– ¿Sabe jugar al ajedrez? -repitió.
– Pues sí. Sé jugar, sí.
– Eso pensaba. Sabe cuándo hay que mover y cuándo hay que esperar. ¿Le gustaría echar una partida?
– Sí -contestó Ryan sin dudarlo-. Encantada.
Pierce se puso de pie, le tendió una mano y la condujo hasta una mesa pegada a las ventanas. Afuera, la lluvia golpeteaba contra el cristal. Pero cuando Ryan vio el tablero de ajedrez ya preparado, se olvidó de la tormenta.
– ¡Qué maravilla! -exclamó. Levantó el rey blanco. Era una pieza grande, esculpida en mármol, del rey Arturo. A su lado estaba la reina Ginebra, el caballo Lancelot, Merlín de alfil y, cómo no, Camelot. Ryan acarició la torre en la palma de la mano-. Es el ajedrez más bonito que he visto en mi vida.
– Le dejo las blancas -Pierce la invitó a tomar asiento al tiempo que se situaba tras las negras-. ¿Juega usted a ganar, señorita Swan?
– Sí, como todo el mundo, ¿no? -respondió ella mientras se sentaba.
– No -dijo Pierce después de lanzarle una mirada prolongada e indescifrable-. Hay quien juega por jugar.
Diez minutos después, Ryan ya no oía la lluvia al otro lado de las ventanas. Pierce era un jugador sagaz y silencioso. Se sorprendió mirándole las manos mientras deslizaban las piezas sobre el tablero. Eran grandes, anchas y de dedos ágiles. De violinista, pensó Ryan al tiempo que tomaba nota de un anillo de oro con un símbolo que no identificaba. Cuando levantó la vista, lo encontró mirándola con una sonrisa segura y divertida. Centró su atención en su estrategia.
Ryan atacó, Pierce se defendió. Cuando él avanzó, ella contraatacó. A Pierce le gustó comprobar que se hallaba ante una rival que estaba a su altura. Ryan era una litigadora cautelosa, aunque a veces cedía a algún arrebato impulsivo. Pierce pensó que su forma de jugar reflejaba su carácter. No era una adversaria a la que pudiera ganar o engañar con facilidad. Admiraba tanto el ingenio como la fortaleza que intuía en ella. Hacía que su belleza resultase mucho más atractiva.
Tenía manos suaves. Cuando le comió el alfil, se preguntó vagamente si también lo sería su boca, y cuánto tardaría en descubrirlo. Porque ya había decidido que iba a descubrirlo. Sólo era cuestión de tiempo. Pierce era consciente de la incalculable importancia de saber elegir el momento adecuado.
– Jaque mate -dijo él con suavidad y oyó cómo Ryan contenía el aliento, sorprendida.
Estudió el tablero un momento y luego sonrió a Pierce.
– No había visto ese ataque. ¿Está seguro de que no esconde un par de piezas debajo de la manga?
– Nada debajo de la manga -repitió Merlín desde el otro lado de la salita. Ryan se giró a mirarlo y se preguntó en qué momento se habría unido a ellos.
– No recurro a la magia si puedo arreglármelas pensando -dijo Pierce, sin hacer caso al papagayo-. Ha jugado una buena partida, señorita Swan.
– La suya ha sido mejor, señor Atkins.
– Esta vez -concedió él-. Es una mujer interesante.
– ¿En qué sentido? -contestó Ryan manteniéndole la mirada.
– En muchos -Pierce acarició la figura de la reina negra-. Juega para ganar, pero tiene buen perder. ¿Siempre es así?
– No -Ryan rió, pero se levantó de la mesa. La estaba poniendo nerviosa otra vez-. ¿Y usted?, ¿tiene buen perder, señor Atkins?
– No suelo perder.
Cuando volvió a mirarlo, Pierce estaba de pie frente a otra mesa, con una baraja de cartas. Ryan no lo había oído moverse y eso la ponía nerviosa.
– ¿Conoces las cartas del Tarot?
– No. O sea -se corrigió Ryan-, sé que son para decir la buenaventura o algo así, ¿no?
– O algo así -Pierce soltó una risilla y barajó el mazo con suavidad.
– Pero usted no cree en eso -dijo ella acercándose a Ryan-. Sabe que no puede adivinar el futuro con unos cartones de colores y unas figuras bonitas.
– Creer, no creer -Pierce se encogió de hombros-. Me distraen. Considérelo un juego, si quiere. Los juegos me relajan -añadió al tiempo que barajaba y extendía las cartas sobre la mesa con un movimiento diestro.
– Lo hace muy bien -murmuró Ryan. Volvía a sentirse nerviosa, aunque no estaba segura de por qué.
– ¿Manejar las cartas? No es difícil. Podría enseñarle con facilidad. Tiene usted buenas manos -Pierce le agarró una, pero fue la cara de Ryan lo que examinó, en vez de la palma-. ¿Saco una carta?
Ryan retiró la mano. El pulso empezaba a acelerársele.
– Es su baraja.
Pierce dio la vuelta a una carta con la punta de un dedo y la puso hacia arriba. Era el mago.
– Seguridad en uno mismo y creatividad -murmuró.
– ¿Se refiere a usted? -preguntó ella con fingida indiferencia, para ocultar una tensión que iba en aumento por segundos.
– Eso parece -Pierce puso un dedo en otra carta y le la vuelta. La Sacerdotisa -. Serenidad, fortaleza. ¿Se refiere a usted? -preguntó él y Ryan se encogió de hombros.
– Tampoco tiene misterio: no es difícil sacar la carta que se quiera habiendo barajado usted mismo.
Pierce sonrió sin ofenderse.
– Turno para que la escéptica saque una carta para ver pino acaban estas dos personas. Elija una carta, señorita Swan -la invitó él-. Cualquiera.
Irritada, Ryan agarró una y la puso boca arriba sobre la mesa. Tras un suspiro estrangulado, la miró en silencio absoluto. Los amantes. El corazón le martilleó contra la garganta.
– Fascinante -murmuró Pierce. Había dejado de sonreír y estudiaba la carta como si no la hubiese visto nunca.
– No me gusta su juego, señor Atkins -dijo ella retrocediendo un paso.
– ¿No? -Pierce la miró a los ojos un segundo y recogió la baraja con indiferencia-. Bueno, entonces la acompañaré a su habitación.
Pierce se había sorprendido con la carta tanto como Ryan. Pero él sabía que, a menudo, la realidad era más increíble de lo que pudiera predecir cualquier baraja. Tenía mucho trabajo pendiente, un montón de cosas que terminar de planificar para el compromiso que tenía en Las Vegas dos semanas después. Pero cuando se sentó en su habitación, fue en Ryan en quien pensó, no en el espectáculo que debía preparar.
La mujer tenía algo especial cuando reía, algo radiante y vital. Le resultaba tan atractivo como la voz baja y profesional que utilizaba cuando le hablaba de cláusulas y contratos.
En realidad, se sabía el contrato de delante a atrás y viceversa. No era de los que descuidaban el aspecto lucrativo de su profesión. Pierce no firmaba nada a no ser que entendiera al detalle cada matiz. Si el público lo veía como un hombre misterioso, extravagante y raro, perfecto. Era una imagen en parte ficticia y en parte real. Y le gustaba que lo vieran así. Se había pasado la segunda mitad de su vida disponiendo las cosas tal como prefería.
Ryan Swan. Pierce se quitó la camisa y la tiró sobre una silla. Todavía no sabía qué pensar de ella. Su intención no había sido otra que firmar, el contrato, hasta que la había visto bajar por las escaleras. El instinto lo había hecho dudar. Y Pierce se fiaba mucho de su instinto. De modo que tenía que pensárselo un poco.
Las cartas no influían en sus decisiones. Sabía cómo hacer que las cartas se levantaran y bailaran para él si así lo quería. Pero las coincidencias sí que influían en él. Le extrañaba que Ryan hubiese dado la vuelta a la carta de los amantes cuando él estaba pensando en lo que sentiría estrechándola entre sus brazos.
Soltó una risilla, se sentó y empezó a hacer garabatos en un cuaderno. Tendría que desechar o cambiar los planes de su nueva fuga, pero siempre lo había relajado dar vueltas a sus proyectos, del mismo modo que no podía evitar que la imagen de Ryan estuviese dando vueltas en su cabeza.
Podía ser que lo más prudente fuese firmar el contrato por la mañana y mandarla de vuelta a casa. Pero a Pierce no le importaba que una mujer rondase sus pensamientos. Además, no siempre hacía lo más prudente. De ser así, todavía seguiría actuando en locales sin capacidad para grandes públicos, sacando conejos de su chistera y pañuelos de colores en competiciones de magia locales. Gracias a que no siempre había hecho lo más prudente, había conseguido presentar espectáculos en los que convertía a una mujer en pantera y en los que atravesaba una pared de ladrillos andando.
¡Puff!, resopló Pierce. Asumir riesgos lo había ayudado a triunfar. Nadie recordaba los años de esfuerzos, fracasos y frustraciones. Lo cual prefería que siguiese así. Eran muy pocos los que sabían de dónde venía o quién había sido antes de los veinticinco años.
Pierce soltó el lápiz y lo dejó rodar por el cuaderno. Estaba inquieto. Ryan Swan lo ponía nervioso. Bajaría a su despacho y trabajaría hasta conseguir despejar la mente un poco, decidió. Y justo entonces, fue cuando la oyó gritar.
Ryan se desvistió despreocupadamente. Siempre se despreocupaba de todo cuando estaba enfadada. Truquillos a ella, pensó enfurecida mientras se bajaba de un tirón la cremallera de la falda. El mundo del espectáculo. A esas alturas ya debería estar acostumbrada a los artistas.
Recordó una entrevista con un cómico famoso el mes anterior. El hombre había tratado de mostrarse ocurrente, soltando toda clase de chistes y gracias durante veinte minutos enteros, antes de que Ryan consiguiera que se centrara en discutir la oferta que le proponía para intervenir en un espectáculo de Producciones Swan. Y el rollo de las cartas de Tarot no había sido más que otro montaje para impresionarla, decidió mientras se quitaba los zapatos. Un recurso para darse un baño de autoestima y reforzar el ego de un artista inseguro.
Ryan frunció el ceño al tiempo que se desabotonaba la blusa. No podía estar de acuerdo con sus propias conclusiones. Pierce Atkins no le daba la impresión de ser un hombre inseguro… ni sobre el escenario ni fuera de él. Y habría jurado que se había sorprendido tanto como ella cuando había dado la vuelta a la carta de los amantes. Ryan se quitó la blusa y la dejó sobre una silla. Claro que, por otra parte, era un actor, se recordó. ¿Qué si no era un mago, sino un actor inteligente con manos diestras?
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